– ¡Ja… ja… ja…! ¿Con quién creen que tratan? Usted mismo se lo dijo a Pavlosky. Y a propósito ¿se animan a probar que mi gente -o yo-, volteamos la tranquera de sus corrales?
Lunder no podía refrenar su indignación. Con voz entrecortada y dura dijo lentamente.
– Vea yo no sé si llegaré o no a probarlo; pero nadie más que su gente, entiéndalo de una vez, lo ha hecho… me costó la vida de potros muy buenos y usted lo sabe también… -se detuvo sofocado mientras Sandoval lo miraba sonriendo aunque sus ojos tenían un brillo amenazante.
– …Usted quiere arruinarme, ésa es la verdad, pero, ¡cuídese! Al primero que se arrime a mi población a dañar algo mío lo deshago…
– ¿Aunque sea un indio? ¡Tan buenos ellos!… -se burló Sandoval provocador. Se sabía allí más seguro que en su propia casa.
– ¡Basta de indios! -estalló furioso Lunder-. Ustedes siempre tienen al indio cerca para cargarle fechorías propias y ajenas…
– ¿Terminó? -dijo Sandoval. En ese instante alguien llamó desde afuera.
– ¿Quién es? -preguntó Ruda.
– Soy yo -se oyó la voz del padre Bernardo.
– ¡Adelante!
Sandoval, aprovechando la entrada del misionero, cambió de tono y prosiguió.
– Mire, don Guillermo, usted está ofuscado. Sin más prueba que su desconfianza me culpa a mí de esa mala jugada, pero en cambio acoge a un extraño, a un indio fugitivo de vaya a saber dónde… Recapacite un poco… Entréguemelo y en la Colonia no tardará en confesar.
– ¡Si llega! -rezongó Ruda.
– ¿Confesar qué? -preguntó Lunder.
– ¡Que sólo él es el culpable de lo sucedido!
– Usted es un…
– Soy un hombre de bien de quien usted, en cambio, está acabando con la paciencia y la buena voluntad -lo atajó Sandoval- pero señores -prosiguió-, ¿qué les propongo? una unión beneficiosa… entendimiento total…
– Sí, y carta blanca para acabar con los paisanos…
– interrumpió don Pedro Ruda.
– Esas son fantasías… nada más que fantasías. Los indios no serán mejores tratándolos con tanta blandura… Cuando venía, se estaban reuniendo para reclamar raciones. Llega el invierno, la necesidad los aprieta ¿y qué hacen?… nos piden, ¡o nos roban! Pero con seguridad que en el Paso no van a conseguir mucho. Acaso usted piensa atenderlos… bueno… ¿Y qué con eso? seguirán luego a lo de Slápeliz, después al valle Huemules, después a la Germania, volverán luego aquí hasta arrasar con todo… Por última vez, don Guillermo, le ofrezco mi amistad. Piénselo antes de contestar. Voy a la Colonia; cuando vuelva ya no habrá tiempo de arreglar nada; allí me esperan y recibiré instrucciones que no puedo olvidar. ¡Me va en ello la cabeza!
– Hijo -murmuró el padre Bernardo contristado-. Eso le prueba que usted también es un engranaje de la complicada máquina de intereses extraños al bien de estas tierras. ¿Qué garantía ofrecen entonces sus palabras? En cualquier momento pueden ser revocadas…
– La fuerza de mi brazo y de mi ambición, que si Lunder quiere no conocerá rivales…
– Sigo sin entenderlo… -dijo Lunder extrañado.
– Quisiera explicarme mejor… pero… hay que ser prudente ¿sabe?
– Si es por eso le daré el gusto -repitió Lunder-. Padre, don Rúa, ¿quieren dejarme sólo un momento?
Sandoval no volvió a hablar hasta que se encontró solo con el dueño de casa, después prosiguió:
– Pues mire; la situación es la siguiente: yo necesito su alianza porque así lo quiere la Compañía. Desde la frontera hasta la costa tenemos estratégicamente ubicados nuestros puestos y pobladores. Si usted se nos une tiramos una línea que nos hará dueños de toda la zona y entonces tendremos un poder y una riqueza como no la soñó ninguno de nosotros. ¿No comprende todavía que más tarde o más temprano, la Compañía se saldrá con la suya? ¡O usted cree que podrá hacerle frente!…
– Si no puedo yo, lo hará la justicia. Esto no es un desierto, sino una nación con sus leyes y su gobierno… usted no puede atropellarlas impunemente…
– ¡Bah… bah! ¡Gobierno… justicia! El gobierno tiene tantas posibilidades de enterarse siquiera, como el indio de salir librándose de mi ley… Ya ve. Usted se empeña en salirme al paso y yo en cambio le ofrezco un negocio hecho y en marcha… y además…
– Ah… con que, ¡hay todavía un “además”!
– Sí, Lunder. Es el que para mí lo abarca todo y a todo sobrepasa en importancia. Yo soy joven, solo, libre y puede decirse casi rico. Pues bien, Lunder; todo lo que poseo, lo que valgo y represento, lo pongo a su disposición, y más aún mi nombre y mi poder, por ser el esposo de Blanca…
Lunder estaba estupefacto. Frente a él, aquel hombre, su enemigo, cobraba inusitadas dimensiones y lo envolvía en una nueva situación inesperada. ¿Qué iba a responderle ahora? Casi sin reflexionar, las palabras salieron de su boca:
– ¡Usted no sabe lo que dice, Sandoval! ¡Yo no vendo a mi hija por ventajas mus o menos!… Sandoval respondió vivamente. -¡Quiero a Blanca; la necesito!… -¿Pero, de qué pasta está hecho que no comprende los sentimientos de un hombre honrado? -gritó Lunder iracundo-. Usted es un vulgar aventurero…
– Basta, Lunder… ¡no me insulte o tendrá que arrepentirse -exclamó el administrador amenazadoramente.
– Atrévete, canalla; no te basta con exterminar a los indios, amparar criminales en tus campos, arruinar a los pobladores, dominar por el miedo o la necesidad a tus vecinos; no te basta con todo eso, sino que quieres todavía ser el esposo de una mujer honrada a la que no llegarás nunca a querer…
– Eso no es cierto, ya le dije que la quiero… -protestó Sandoval acercándose a Lunder-. Niéguemela y yo sabré cómo tomarla… No puedo vivir sin ella.
– Usted es incapaz de sentir cariño por nadie -dijo Lunder con el rostro empurpurado por la ira-, ni por ella siquiera… Únicamente tiene deseos, los más bajos, los más repudiables. No quiere a mi hija, pero necesita satisfacer su propia vanidad… Por eso está aquí haciéndome el cuento de sus grandes proyectos.
– Es lo mismo; no hagamos juegos de palabras…
– Claro ¡juegos de palabras! Para usted la felicidad de Blanca, como la dignidad y la honradez, son simples juegos de palabras. Su cinismo es un insulto en esta casa, ¡vayase! ¡váyase le digo!…
– ¡Cállese de una vez o lo deshago entre mis manos! -gritó Sandoval, precipitándose sobre el enfermo.
– Ellendelling!… Ellendelling! 2 gritó Lunder en su lengua, rechinando los dientes y, presintiendo el inminente ataque, buscó prestamente el revólver que guardaba bajo la almohada. Al verlo empuñar el arma, Sandoval se lanzó contra él, golpeándolo ciegamente. Dos gritos se confundieron a un mismo tiempo. De cólera uno, de indignación el otro. Por fortuna ni Ruda ni el padre Bernardo se habían alejado demasiado. Unos instantes después Sandoval se debatía enfurecido entre los brazos de acero del español que lo ceñían sin contemplaciones. Por el pasillo interior venía Frida, gritando asustada; entretanto María corría a prevenir a Blanca lo ocurrido, pero ella ya estaba al lado de su madre.
Sandoval, cuando se hubo desasido de los que lo sujetaban, salió a la galería exterior, sin atender las palabras persuasivas del misionero que en vano intentaba tranquilizarlo y llegar a su comprensión. Mateo Sandoval hervía de rabia, resentimiento y ansias de desquite. El desaire y la reacción de Lunder a sus palabras lo tenía completamente fuera de sí y, mientras llamaba a gritos a su gente, se volvió hacia los habitantes de la casa, gritándoles:
– ¡Ya van a saber quién soy!…
Sin imaginar la parte que ella tenía en el suceso, Blanca miraba asombrada al desafiante administrador. No ocurría lo mismo con Ruda que. encarándose con él, gritó:
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