Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Cuando el trágico juego pareció abarcar la noche entera y los hombres de Maniquiquen seguían imperturbables la lucha viril de su hermano de raza, el final se hizo previsible ante el creciente desconcierto de Bernabé.

– ¡Dése por vencido, Bernabé! -gritó Ruda intuyendo el desenlace. Juan lo miró con reprobación. Entre su gente los duelos eran a muerte.

– ¡Vení, desgraciado! -bramó Bernabé, incitando a Llanlil al asalto decisivo. Bajo la manga de cuero de su chaqueta la sangre corría mojando el dorso de la mano ligeramente contraída. Bernabé mostraba la cara cruzada de rojos hilos sangrantes. El cuchillo de Llanlil la había taraceado con diabólica minuciosidad…

El final llegó por senderos inusitados. El poncho de Llanlil seguía caído en el centro del palpitante ruedo de figuras inmovilizadas. Pisoteado y embarrado por los pies de los rivales, se confundía con las piedras. En un momento determinado, Bernabé con desesperada resolución tiró un golpe decisivo y se fue con todo el cuerpo sobre Llanlil; esperó éste, listo a cruzarlo una vez más con enloquecedora persistencia. Bernabé atropello y la punta de una bota se enredó en el poncho caído. Gritó espantado al sentir la punta de acero penetrar entre las costillas… el grito se convirtió en lóbrego aullido que paralizó a los mudos espectadores, y de golpe se trocó en un ronco estertor agónico al tocar el puñal el cansado corazón. Sus brazos cayeron flojamente a lo largo del cuerpo y se aplastó contra el indio que recibió el peso mortal y blando con sorprendido júbilo. Sintió el impulso ancestral de lanzar la voz victoriosa del guerrero, pero los ojos vidriosos que lo miraban con el postrer asombro de la muerte, contuvieron la explosión en su garganta. Luego el cuerpo se desplomó sobre él, y fue cayendo hasta el duro suelo pedregoso, dejando en el pecho de Llanlil una huella sangrienta. La revuelta y negra cabellera del muerto quedó de inmediato moteada de algodonosos copos como si el cielo derramase sus lágrimas blancas sobre el vencido.

5

Blanca ahogó un sollozo, mezcla de pena y gozoso alivio. Llanlil, taciturno y hosco, marchó hacia ella. Perplejo comprobó que en definitiva la anhelada revancha sobre aquel individuo no representaba para él otra sensación que un cansancio cercano al desaliento; ante él se erguía aquella muerte con su secuencia de interminables conflictos con la sociedad de los blancos; ellos nunca perdonarían su legítima lucha y sólo verían en él al criminal, al sujeto peligroso del que es necesario vengarse para salud y advertencia de posibles rebeldes. Inexplicablemente olvidaba sin embargo que allí, junto a él, había hombres blancos solidarios y hermanados por la admiración y el reconocimiento de su franco coraje; pero Llanlil estaba demasiado turbado para sentir aquella corriente de afecto espontáneo que despertaba su justa hazaña. Además, no en vano el contacto con hombres de generosos sentimientos y sus enseñanzas habían modificado sensiblemente sus instintos. La muerte ya no se reducía al simple acto del hombre enfrentando al hombre; era algo trascendente que prolongaba en su alma un sentimiento de culpabilidad. No; aquella victoria le pesaba” duramente y Llanlil, sin saber por qué, arrojó lejos el cuchillo que chocó contra las piedras.

– ¿Qué le pasa, muchacho? -dijo Ruda emocionado-.

¿Está herido?

Llanlil siguió sin contestar.

La nevazón era ahora absoluta y cerraba la noche con un manto total, blanquecino y etéreo.

Juan ordenó a los hombres de Sandoval que tomasen el cuerpo de su compañero. Alguien recogió el poncho de Llanlil y lo enrolló en su montura. El capitanejo Toro, sin pronunciar palabra hizo un gesto a sus hombres y éstos volvieron de las sombras arreando los valiosos carneros y algunas ovejas madres. Toro había comprendido claramente la inutilidad de pretender intimidar a los blancos. Siempre sucedería lo mismo, y con resignada paciencia se dispuso a esperar. Era inútil; en cualquier bando que estuvieran los huincas imponían su ley con coraje y astucia. Como fuera salían adelante, echándolos a ellos lejos, siempre más lejos, con su hambruna persistente, sus mujeres roñosas, sus chiquillos monótonamente enfermos de consunción y sus flacos perros.

– Está bien, Toro -dijo Blanca suavemente-. Lamento de veras todo esto; pero hablaré con mi padre para que les entregue lo que necesiten… El invierno puede ser largo y duro… ¿Atestiguarás cómo Llanlil mató en lucha leal a ese mal sujeto?

– Así lo haré -respondió el capitanejo-. El nos incitó a robar al patrón… me dijo que nos ayudaría, él y sus hombres… Pero se llevaron las pieles como prenda.

– ¿Cuándo? -quiso saber Blanca.

– Hoy mismo, cuando ellos subían del valle…

– ¡Los muy sinvergüenzas! -estalló Ruda furioso.

– Volvamos, Ruda… estoy deshecha. Hoy ha sido un día inacabable… -murmuró Blanca.

– Sí, muchacha. No demoraremos más que el tiempo necesario para arreglar la salida de esa gente hasta el Paso. Quiero que lleven a Bernabé a la población sobre su caballo… ¡Quizás alguien lo quiso en vida después de todo! A decir verdad murió en su ley y ojalá lo entiendan así todos y Sandoval se llame a reflexión… De lo contrario el odio va a correr por las mesetas con más fuerza que el viento.

– ¡Ese hombre ambicioso y cruel es el verdadero culpable! -exclamó Blanca.

– Así es, muchacha; bueno ¡vaya!, valiente pequeña. Adelántese con Juan y Llanlil… hay que curar a nuestro campeón. Mañana haremos todo lo que convenga para dejar a salvo su responsabilidad… toda esta gente certificará la verdad de lo sucedido.

Se dispersaron.

La noche era tan completa y tan persistente la nieve, que a los pocos pasos los tres jinetes se diluyeron en las sombras.

CAPÍTULO XIII

1

Al día siguiente, gracias a la excitación provocada por el extraordinario suceso, las horas fueron pasando velozmente y nadie se dio descanso en la tarea de tejer comentarios. Llanlil había cobrado, a causa de su hazaña, una extraordinaria nombradía a los ojos de la peonada, que valoraba el coraje y la maestría en el manejo del cuchillo. A punta de cuchillo habían ellos desafiado a la muerte alguna vez y conocían bien la dura ley del valor.

Pero el asunto tenía para el padre Bernardo el aspecto tremendo de un caso de conciencia.

Disimulando su honda preocupación se mostró sereno y diligente con la primera claridad ofreció su diaria misa y en ella la meditación pareció encontrar la paz y la inspiración para ajustar su conducta. Rogó y obtuvo sin dificultad que tanto Blanca colmo Llanlil se dirigieran a él en confesión y ambos cumplieron la sagrada confidencia con devoción y sinceridad. A Ruda, en cambio, una singular tarea “por el campo”, así de indefinido y extenso, le impidió acceder a la solicitud del sacerdote, pero en realidad el viejo e irreductible librepensador, no encontraba argumento suficiente como para cohonestar una traición a sus convicciones. Prefirió recorrer las lindes de la estancia cubierta con un manto blanco, sintiendo en la cara y las manos el aguijón del frío. Su rebeldía cerebral y su apasionado corazón le reservaban de tiempo en tiempo semejantes pruebas de las que salía más fastidiado que fortalecido.

El padre Bernardo redactó con su hermosa letra, de rasgos casi femeninos, al extenso documento en el cual se daba cuenta de todo lo ocurrido, deslindando responsabilidades. La revelación, firmada por todos sus principales actores y avalada por don Guillermo Lunder, fue cuidadosamente guardada para su posterior envío a las autoridades de Colonia Sarmiento. Recién entonces el misionero reveló a Lunder y sus familiares su determinación de ir hasta el Paso Río Mayo para acompañar al muerto a su última morada. Nada ni nadie logró disuadirlo, y negándose a toda compañía partió sólo, llevando un caballo de repuesto.

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