– Parecen estar lejos -dijo Ruda al apearse-. Nos sacaron bastante ventaja.
Un peón comentó con seguridad, mirando el valle que se abría más adelante confundiéndose con los límites de las mesetas:
– No irán mucho más allá… Son demasiado finos para desafiar la pampa. Si se parecen a los señoritos que no andan una legua sin lenguaraz, guía y una tropa…
– ¡Ja… ja… ja! Lo malo es que se gradúan de exploradores -comentó el español-. Me acuerdo cuando… bueno… Primero acomodemos los caballos y vos prepara el asado.
– Darme a mí los caballos -pidió Llanlil.
– Bueno, pues; pero no los sueltes mucho… Salimos dentro de dos horas -aclaró Ruda.
Llanlil se los llevó hasta un abrigo, donde corría un hilo de agua brotando del borde de la meseta. Cuando volvió, ya las llamas se retorcían como lenguas traslúcidas, acariciando la carne clavada a un palo. El capón se chamuscaba, pero aquellos estómagos hambrientos no se paraban en detalles y miraban fascinados el fuego. A pesar de la hora el frío se hacía sentir. Las pesadas nubes se espesaban paulatinamente y el sol era cada vez menos visible.
– Y, don Ruda, ¿qué estaba por contarnos? -dijo un peón.
– Pues verás, muchacho… Allá por 1885, veníamos al mando del poblador Juan Acosta, criollo de los que quedan pocos, arreando una tropa para una estancia de San Julián. Acosta tomó la ruta de las montañas con algunos locos como yo. También venía con nosotros un mozo porteño, que más que a poblar, lo hacía escapando a alguna fea jugada. El caso es que se nos juntó y demostró que no era flojo. Reía de todo y se burlaba de las leyendas que pintaban a la Patagonia plagada de tremendos peligros. A cada rato exigía un puma para lucirse o se iba persiguiendo como un chiquilín a los guanacos. Aunque nos fastidiaba bastante, se lo disculpábamos por su buen humor y falta de malicia. Para él aquello era una excursión, claro que olvidaba agregar que los compañeros eran gauchos veteranos de las mesetas y que con ellos iba seguro… En fin, un día, después de cruzar el Mayo o Aayones, por el Paso, remontamos la meseta y en el ajetreo se nos dispersaron unas vacas. Salimos varios a rodearlas y Linares, así dijo llamarse el porteño, entre ellos. Desgraciadamente al primer galope se nos fue de la vista en una picada. El muchacho, cuando se vio solo, empezó por inquietarse y galopó hasta la primera lomada, pero perdió el rumbo y ¡ni rastros de nosotros!, que por otra parte teníamos bastante trabajo ya para advertir su ausencia. A la noche aún no había vuelto y Acosta, responsable de la tropa, declaró que nadie saldría hasta que amaneciera. Pasamos una noche sinceramente amargados, pues a pesar de sus chanzas todos lo estimábamos. ¡No hay como la soledad para unir a los hombres!
Por suerte corría el mes de enero y la noche era muy corta. Apenas amaneció salí en busca del ausente con unos compañeros. Dimos vueltas y vueltas, y por fin lo encontramos. Desesperado y lleno de terror, había tenido el buen tino de no andar a locas en la noche, y cuando nos vio se echó a llorar de alegría, abrazándonos como un niño perdido.
Desde aquel día, Linares no se burló más de nada y empezó a sentir a las pampas como eran; graves, infinitas, encerradas en su soledad y en su viento como en una vasta fortaleza. Terminó queriéndolas y aprendió ¡a qué precio!, a orientarse por las señales más sutiles: el viento, la dirección de las aguas, el contorno de las rocas. Hoy no lo saca nadie de la Patagonia ni con grillos… y no hay alusión a su llegada. ¿Y usted? -quiso saber Ruda, dirigiéndose a Llanlil-. ¿No nos va a contar sus aventuras, sobre todo la última?
– Los cansaría -respondió el indio-. No tengo costumbre de contar historias… pero estoy contento de ser compañeros… muy contento.
– ¡Vamos, anímese entonces! -apuró uno de los peones-. ¿Cómo vino realmente a parar a la población? -insistió.
– Siguiendo a unos blancos que me robaron el caballo y los cueros, allá, en las altas montañas… me dejaron para morir, pero no he muerto ¡y ya los encontraré! -exclamó el indio brillándole los ojos.
– ¿No le dije, don Pedro? -interrumpió el segundo peón.
– Sí -insistió éste-. Yo nunca dudé de que Bernabé y Pavlosky eran unos bandidos.
– ¿Quiénes son ésos? -quiso saber Llanlil.
– Con toda seguridad los que lo asaltaron -murmuró Ruda-. Dígame: ¿uno era grandote, de pelo y barba negra?
– Sí -afirmó Llanlil-. Así era, y el otro, más chico, pero duro como un tronco.
– ¡Son ellos! No cabe duda -gritaron a coro los tres hombres.
– Yo quisiera saber dónde andan -murmuró Llanlil.
– Vea amigo… ya tuvo bastantes líos. No se busque otros… -aconsejó prudente don Pedro-. Mientras esté con don Lunder nada le va a pasar. Mejor se olvida de lo ocurrido. A esa gente le importa poco los…
– Los indios… ¿no es cierto? -completó Llanlil adusto.
– Bueno, así es en realidad… claro que tampoco todos sus paisanos son como usted -dijo Ruda conciliador.
– Yo soy mapuche y mi gente… no roba ni mata por la espalda.
– Lo creo -asintió el español.
Comieron en silencio, cada uno reconcentrado nuevamente en sus pensamientos. Con la llama moribunda el frío se acentuó y Ruda apuró la salida. Volvieron a galopar por el valle que se elevaba nivelándose con la meseta. Si no hallaban a los potros antes de que esto ocurriera, su tarea iba a resultar difícil y fatigosa en extremo. Pasó otra hora todavía. Entonces los descubrieron.
– ¡Allí están, don Pedro! -gritó un peón, señalando un recodo en el valle.
– ¿No les dije, muchachos? -exclamó Ruda riendo-. Están como el porteño… desorientados y arrepentidos de su escapada. ¡A ver! Ustedes dos por allí. Llanlil, vaya por aquella cuchilla y sálgales por atrás… y a no asustarlos, ¡a ver si arremeten otra vez contra el río!
Los peones salieron al galope, mientras Llanlil vadeaba el Senguerr y al rato se perfilaba en lo alto de la meseta. Agitó una mano indicando su posición y los peones le respondieron asintiendo. De inmediato volvió a desaparecer y ya no fue visible hasta que la inquietud evidente de los potros denunció su presencia. Desde una pequeña altura, parado sobre los estribos. Ruda estiraba aún más su largo cuerpo vigilando la operación. El aire helado cortaba la cara y las primeras sombras invadían el cañadón. Como un clarín restallante rasgó el silencio el largo grito del indio convocando a los caballos. El salvaje llamado se prolongó por el angosto valle, salvó las paredes de piedra y rebotó contra los cerros distantes, llevado por la límpida atmósfera, repitiéndose en un eco distante y sobrecogedor. No ya los potros sino hasta los peones sintieron correr por sus espaldas un escalofrío siniestro. Algún potro, atemorizado, relinchó y se estremeció como sintiendo el contacto de un lazo invisible rodeando su cuello. Luego uno hizo punta y lentamente fueron trotando hacia donde Ruda, también asombrado de la extraña y bárbara incitación a las bestias, de aquel impetuoso reclamo al dominio bravío del hombre sobre el animal, aguardaba a los fugitivos. Con maestría los hombres completaron el rodeo y media hora después los potros trotaban tranquilos, guiados por un peón que los precedía, mientras el resto de los jinetes guardaban los flancos. Obscurecía rápidamente y las estrellas florecían, brillando entre las nubes. Amenazaba tormenta, quizás una nevazón intensa. Los hombres interrogaban el horizonte esperando la respuesta de los elementos.
El arreo fue suspendido y los potros llevados a una rinconada natural, formándose la guardia. Cuando hubieron acarreado suficiente combustible, raíces de coirón, matas espinosas, calafates y algunos troncos secos recogidos en la margen del río, encendido el fuego y comido, ya la obscuridad era absoluta. La noche sin luna no mostraba un resquicio de claridad.
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