Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– ¡Pero qué maldición me ha caído encima! -se quejó Lunder amargamente-. En resumidas cuentas… ¿qué hay de los potros?

– Vea, señor; unos veinte murieron o los matamos en el río… estaban quebrados ¿sabe? Otros tantos dispararon para el lado del Paso o Loma Redonda, sesenta y tantos se fueron por la margen del río hacia Paso Moreno y al resto pudimos traerlos de vuelta -enumeró el capataz.

– ¡Qué desastre! La mitad de mis mejores potros. Ya ve, padre Bernardo, lo que es nuestra vida… trabajar y trabajar y esto como pago… ¡y si fuera eso sólo! -dijo Lunder mirando consternado al religioso.

– Pero en fin, ¿qué pasa en su población, don Guillermo? -interrogó adivinando el sentido de aquella protesta. -Ya le contaré. Bueno, Juan… descansen usted y la gente hoy, pero mañana temprano los desparrama en busca de la caballada… lleven a Roque que conoce cuanto cañadón, huella y piedra hay hasta la cordillera… ¡ah! y sobre todo traten de atajarles el paso antes de llegar al campo de Manuel Quilcán y sus paisanos… si no ¡adiós potros! ¡Mis magníficos potros! -se quejó Lunder.

– Hablando de indios ¿lo llevo al araucano? Es justo reconocer, patrón, que como jinete no tiene rival… -quiso saber el aludido.

– Vea, capataz… usted conoce a los hombres. Por mi parte le tengo confianza.

– Y yo también -apoyó Ruda, enérgico.

El misionero dijo sonriendo:

– Me gustaría oírles decir eso… Llanlil es leal y buen amigo… Yo doy fe, ¿saben ustedes qué es un reche?

– ¿…Un qué? -preguntó Ruda intrigado.

– Un reche; un indio puro, de raza araucana sin mezcla, y en ellos la traición no existe y, por lo que voy sabiendo, ha dado ya varias pruebas de agradecida lealtad, aunque no lo diga… -explicó el padre. Todos asintieron gravemente. Luego se retiró el capataz.

Quedaron en silencio los restantes rodeando al enfermo. Entró Frida preguntando:

– ¿Vienen ustedes o no tienen hambre todavía?

– Iremos en seguida señora -contestó el padre Bernardo-. ¿Dígame, don Guillermo?, ¿qué está ocurriendo según usted en sus tierras?…

3

El aludido tardó en contestar. Se sentía cansado y molesto. Cerró los ojos y abandonó la cabeza sobre los almohadones. Cuando lo hizo había actitud en sus palabras.

– Alguna vez le he contado, padre Bernardo, o usted mismo lo fue sabiendo, la historia de mi vida… pero para entender ciertas cosas debiera comenzar realmente hablándole de mis padres. Cuando, en 1848, mi padre tuvo la desgracia de ver cómo los ingleses lo despojaban de sus bienes en represalia por su intervención en defensa de la autonomía de su gente, los boers, emigró o retrocedió junto con otras muchas familias, sucesivamente desde Uetel, su lugar de origen, hasta el Transvaal, donde, en el 56, nací yo. Allí se fue acabando aquel varón justo y siempre me decía que buscara en América un lugar para vivir con la libertad que allí se nos negaba… Decía, y al fin tuvo razón, que los nuevos dueños del país acabarían con nosotros… Yo era ya un mozo lleno de entusiasmo por conocer nuevas tierras y un casual encuentro con un marino que conocía la aventura de los galeses en la Patagonia, terminó por decidirme… Me casé con Frida y viajamos al sur. Pero al poco tiempo de llegar a Madryn comprendí cómo aquella gente sólo concebía la libertad para ellos y, en el fondo, eran tan intolerantes con los extraños como sus compatriotas lo fueron con las boers… . Nació en 1886 nuestro primer hijo en Rawson y apenas dos años más tarde nos íbamos rumbo a Cabo Raso… En el trayecto perdimos a nuestro hijo… Luego vino Blanca y con nuevas esperanzas trabajamos duramente… En 1901, las primeras familias boers llegaban a Punta Borja y hacia allí fuimos también nosotros; pero la dura realidad del pueblo de la sed, el desolado vrek van dorst, era casi tan terrible como afrontar las balas de los ingleses. Como yo tenía alguna experiencia en las tareas del campo, no quise o no pude resignarme y anduve por el Musters y el Colhué – Huapí, buscando un lugar apropiado, hasta que llegué aquí… Muchos años habían pasado y Frida ya no era tan joven ni tan animosa, y su constante repulsión al viento le había destrozado los nervios. En fin… Aunque el recuerdo del hijo no se borrará jamás, tuvimos el premio esperado y levanté una casa segura y próspera. ¡A fuerza de pulmón, padre Bernardo; don Ruda lo sabe bien! Después fueron llegando los ovejeros y nos talaron loe campos y bloquearon las aguadas. El campo se achicaba y nacieron las primeras alambradas, pero aún así alcanzaba para todos, Conmigo nunca se metieron… Sin embargo en los arreglos de frontera se hicieron de leguas y leguas de campos de primera y nos vienen ahora presionando para sacarnos del medio. Nosotros, los campesinos, estorbamos a las grandes compañías… Ese testaferro inhumano de Sandoval va a ensañarse con los indios, obligándolos a rebelarse y tener así un pretexto para exterminarlos.

– Es cierto… -admitió el padre, pensativo.

– ¿Sabía usted que pagan hasta veinte pesos por cabeza de indio? -preguntó don Ruda.

– ¡Qué horror, santo Dios! -protestó el misionero-. ¡No diga barbaridades! Jamás podré creer semejante cosa.

– Pues es la pura verdad -afirmó Lunder-. Bueno, ya he tenido algunas ofertas de Sandoval y también amenazas veladas… ¡Todavía cuida las formas el muy ladino! Por ir a tratar con él me veo ahora en cama… luego, está ese indio…

– ¡Ah no! -interrumpió el religioso-. Ahí tiene un amigo ¡se lo aseguro!

– Tal vez… pero estoy seguro que alguien en el Paso no cree lo mismo, con respecto a ellos y el indio, naturalmente. Ya podrá ir imaginando las dificultades.

– Creo que iré al Paso a visitar a esas criaturas que Dios pone a prueba en estas soledades.

– No espere convertirlos, padre… -intervino Ruda-. Perdería usted el tiempo.

– ¿Quién puede afirmarlo, hijo mío?… Los designios de Dios son inescrutables y, después de todo, Sandoval si no es el pastor es el amo del rebaño, y Dios no olvida a ninguna de sus ovejas.

– Ojalá pudiera usted lograrlo-bueno, ¡vayan saliendo, que las mujeres los esperan para comer!… ¡Ah! don Ruda, le encargo lo relativo a la salida de las patrullas.

– Descuide, don Lunder, luego iré a ver a Juan y sus peones, o saldré con ellos… Hasta luego, pues.

Algo más tarde Ruda se encaminó al galpón donde Juan con algunos peones preparaban los detalles de la salida. El gales se había despedido ya y se encaminaba a Trelew, siguiendo la costa en un viaje enorme y dilatado a través del árido territorio, donde las primeras nieves insinuaban su blanca amenaza. El muchacho demostraba poseer mucho coraje, pues a los peligros de la naturaleza se agregaban las acechanzas de los bandoleros que vagaban por la zona, como lobos errantes oteando a sus víctimas.

– ¡Salud, muchachos! -gritó Ruda asomándose al galpón-. ¿Dónde anda el capataz?

– Por ahí, pues… -contestó un chileno pequeño y estevado-. Lo vi hace poco con el indio y el viejo Roque yendo a los corrales… creo que a elegir caballos.

– ¡Vaya! ¿Se han hecho amigos?

– Así parece… para haberlo traído el viento, cayó derecho el paisano -comentó el peón con malicia.

– ¿Te parece?

– …Y no… si hasta la niña le tomó simpatía…

– Mira -replicó el español-. Mejor te ocupas de tu trabajo y dejas a los demás tranquilos… ¡eh!

– Sí, pues, patroncito… no se me enoje, ¡pucha que tiene genio! -dijo el peón, conciliador.

– Mejor así, y a ver cómo se portan mañana.

Don Pedro, después de esta recomendación a la gente, se fue en busca del capataz. Iba pensando casi inconscientemente en las palabras del peón: “¿Así que la gente murmuraba alrededor del indio y de Blanca? ¡Si serán estúpidos! Bueno, siempre dije que una moza guapa trae líos entre esta gente brava, pero de ahí a que se entienda con el araucano… ¡bah! ¿Y qué? ¿Acaso porque es Blanca de nombre y de piel, y rubia, y hermosa, no podría enamorarse de un indio…? ¡A las hembras las entienda Cristo! ¡Pero si se entera Lunder la mata!… ¡Mejor no pensar en ello!…

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