Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– ¡Oh, María! ¡Soy mala! Aunque no lo creas no lloraba por papá sino por mí… ¡Oh, yo también quisiera saber qué pasa!…

– Bueno, querida; ya pasará todo. Usted no es mala. Algo la inquieta. Todos andamos inquietos estos días…

– ¿Es cierto, María?

– Caramba niña; ¡no me haga caso! ¿Ve? En cuanto digo algo me hago un lío. ¡Me voy a la cocina!… Allí no hay tiempo para pensar tonterías.

3

Llanlil, montando en pelo sobre un caballejo obscuro y bastante viejo que servía para los recados, galopó al encuentro del que llegaba. Al pasar cerca de los ranchos de los peones, éstos salieron extrañados de verlo tan apurado. Los perros persiguieron al caballo ladrándole y buscándole los garrones.

María desde su observatorio en la ventana de la cocina también lo vio pasar y se lo quedó contemplando con los labios apretados. Sobre su cara morena y agraciada le caía un negro mechón de cabello dándole un aspecto infantil y travieso.

– ¿No lo estará queriendo la niña al cacique? Desde que él llegó le ocurre algo a la pobre… ¡Lo que faltaba!

Se encontraron en una hondonada cubierta de altos pastos. El viajero había cortado a campo traviesa, como si fuera conocedor del terreno. A pesar del sombrero ladeado y el poncho, resaltaba sobre el caballo con su larga sotana negra. Al ver al indio levantó una mano saludándolo. Una franca sonrisa cruzaba su cara afeitada y redonda.

– Padrecito, salud… -dijo Llanlil, poniéndose al lado.

– Buenos días, hijo mío -respondió el sacerdote y se lo quedó mirando ostensiblemente. Esta cara, ¿dónde la había visto antes?

También Llanlil examinaba con atención reconcentrada al visitante. La vista del religioso despertaba confusos recuerdos en su mente. Caras familiares allá en las Colonias. Pero desde su última aventura a veces le costaba reunir los fragmentos del pasado. Figuráis y objetos antes nítidamente presentes, se le iban del pensamiento, mezclándose como ahora entre brumas.

– ¡Pero si es el padre Bernardo! ¡Alabado sea Dios y qué oportuno! -exclamó sorprendida María al verlo, y se lanzó a dar la noticia.

Al momento todos rodeaban al misionero acosándolo con cariñosos saludos y preguntas, que él procuraba contestar en el mayor orden posible.

– Bueno… bueno, por el amor de Dios. ¿Puedo sacudirme el polvo del camino? -interrogó al fin con tierna sonrisa-. Buenos días, señora -dijo reparando en Frida que venía a su encuentro. Ella, que escuchó su leve protesta, exclamó:

– ¡Oh, qué torpes somos, padre Bernardo! Por aquí, ¡venga usted por favor!

– Y don Guillermo ¿anda por el campo? -interrogó al rato, entrando en la cocina, donde lo esperaban. La pregunta quedó flotando en el pesado silencio que provocó.

– Está enfermo -respondió entonces Blanca, mirando esperanzada al misionero. Este, advertido de la ansiedad contenida en el silencio, habló persuasivamente levantando la mano con gesto paternal.

– Vamos, queridas amigas, un árbol tan robusto no afloja por mucho tiempo… a no afligirse pues ¿Puedo verlo?…

– Primero tiene que comer algo -observó Frida-. Además lo noto muy cansado. ¡Venga! Siéntese aquí.

– De ninguna manera. Las dos cosas pueden esperar… primero quiero ver a su esposo -y quedó aguardando decidido, toda su fatiga sustituida por la voluntad generosa de su corazón. Como le ocurría siempre, el dolor ajeno lo aguijoneaba, haciéndole olvidar sus propias necesidades. Había alguien que esperaba una ayuda, ¡pues allí iba él a prodigarla y que su buen Dios le diera ánimos para sostenerse!

Entró en el cuarto silencioso donde el enfermo dormitaba consumido por la fiebre. Estaba solo, ya que don Pedro andaba por el campo, ocupado en mantener las tareas que la enfermedad del patrón interrumpiera.

Frida y Blanca, penetrando con él, fueron a rodear a don Guillermo, quien hacía esfuerzos para observar al recién llegado.

– ¡Vaya, usted por aquí, padre Bernardo! -exclamó queriendo incorporarse.

El padre Bernardo se lo impidió con un gesto, al tiempo que le decía:

– Quieto, don Guillermo, no se mueva demasiado. ¿Qué me dice? ¿Y quién lo libra ahora de mis sermones? ¡Eh! Alma rebelde… Pero sé que usted se levantará pronto.

– Ojalá fuera así, necesito hacerlo cuanto antes. ¡Pero no puedo, qué diablos! Parezco un pollo mojado…

– Bueno, no blasfeme y sanará más pronto; ya lo veré luego, pues si no se opone seré su médico ¡del cuerpo! ¡eh!

Lunder miró al misionero, cuyos ojos hablaban mejor que los labios de su fe, e inexplicablemente se sintió liberado de una vaga inquietud.

4

Tiempo después, ya lejanos aquellos días en su ministerio patagónico, el padre Bernardo trazó un vivido panorama del cuadro que observara durante su estada en casa de Lunder:

– En aquella casa estaba ocurriendo, a no dudar, algo muy especial. Todos sus habitantes parecían vivir un clima de inquietud y de expectativa. Esperaban o temían algo inminente y no tardó en comprobar que el indio tenía su parte en aquella situación. Pero no era la causa; él también esperaba… y estaba atento en la tensa espera. La enfermedad de Lunder era más grave de lo que él mismo suponía y transcurrían aún largos días de postración antes de producirse su restablecimiento. Mientras tanto, su mujer y su hija afrontaban la lucha con distinta entereza. Pero donde noté la más profunda trasformación fue en Blanca. Aquella alegre y despreocupada niña que conociera en mi excursión anterior, había cedido paso a la mujer, pujante, con todos sus atributos, y también, en la repetida dramaticidad de la mujer, con todos sus problemas.

“Y de pronto todo se aclaró para mí. Comprendí que ella estaba ante su propio asombro y confusión, asistiendo al nacer del sentimiento más dulce que anima a las criaturas… al amor. Entendí asimismo que Blanca lo intuía sin explicárselo y entonces me di a adivinar hacia quién iba dirigido aquel sentimiento. Conocía a casi todos los hombres jóvenes de la zona, que eran muy pocos por cierto y al final mis deducciones los fueron descartando uno a uno.

“No fue posible determinar a ninguno. No diré desde luego nada referente a las confesiones que una mujer pura y limpia de corazón puede hacer a un sacerdote; pero comprendiendo que ella callaba lo más importante, el conflicto de su alma, decidí esperar que su inclinación a la verdad la llevase paulatinamente a confiarse con su viejo amigo y consejero.

“Entretanto reuní un completo panorama de los sucesos ocurridos en los últimos tiempos y medité mucho en el papel que Sandoval jugaba en la ocasión: ¿he de decirles cuánto horror y compasión despertaba en mí, quien, como él, se embrutecía en su afán de dominio?… Dura prueba en verdad para aquellos seres alejados de todo consuelo divino y aun humano, enfrentando la violencia de la naturaleza y de sus semejantes con armas de violencia y de codicia. Sólo la fortaleza que dan la fe y la certidumbre de nuestra verdad en la tierra apuntalan las virtudes capaces de sobrellevar tantas penurias. En tal medio ¡cómo no inspirarme serios temores el despertar a la vida total de Blanca Lunder!

“Aquel estado de ansiedad colectiva iba, en su hora, a provocar la tragedia… y el pobre corazón apretado de angustias y presentimientos, únicamente podía hallar seguridad en la oración y la espera de los altos designios del Dios eterno.

CAPÍTULO IX

1

Entre tanto el invierno, como una cerrada carga de guerreros fantasmales, avanzaba inexorable desde el oeste. Los días cada vez más fríos y cortos, obligaban a apresurar los trabajos de la estancia. El sol brillaba pálido y continuamente era ocultado por espesas masas de nubes que cubrían el cielo. Una pesada tristeza parecía flotar en el ambiente del valle…

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