Hubiera querido darse entero; ofrecer su brazo y su corazón, pero… ¡Si apenas era un pobre indio! ¿Quién repara siquiera en un indio? ¡Un indio!… -pensaba amargamente Llanlil y su dignidad y el fuego de su raza crecían en él como una llamarada. ¿De qué eran capaces los blancos que él no lo fuera?
Siguió trabajando maquinalmente, hasta que al fin abandonó también sus tareas y se marchó lentamente siguiendo la línea de la alameda. De golpe se inmovilizó como un poste, incapaz de avanzar o volverse. Frente a él y sentada en un tronco caído, Blanca contemplaba ensimismada el río lejano. Estaba pálida y tensamente abstraída. Sus ojos, como queriendo velar la claridad del día o la huella de una lágrima, se contraían, marcándole una leve arruga en la frente.
Cuando Llanlil, librándose de la torpeza que lo inhibía, se dio vuelta para marcharse, las hojas que tapizaban el sendero lo delataron con su crujido.
– ¡Llanlil, venga! -el llamado partía de ella, no cabía duda, pero igual dudaba todavía.
Volvió a pasos lentos, los brazos caídos a lo largo del cuerpo, buscando aquellos ojos inolvidables con los suyos de águila. Sentía un curioso cosquilleo en la comisura de los labios y un vivo calor en el rostro. Blanca lo aguardaba de pie, serena y bondadosa, sin la menor señal de temor ni orgullo.
– Acérquese… quiero agradecerle su ayuda a papá… fue muy generoso y valiente de su parte… -le dijo, tendiéndole la mano; ¡a él a Llanlil, el solitario cazador de las montañas! Su mano vigorosa rozó apenas los dedos de Blanca y se quedó aguardando sin saber él mismo qué aguardaba.
– Roque me dijo su nombre, ¿es así, verdad? ¡Suena tan extraño! -le decía la hija de Lunder, pero a él le costaba salir de la embrujada zona de sus ojos luminosos.
– Sí -se oyó responder y con gesto nervioso se quitó el sombrero.
Tampoco Blanca supo a qué obedecía la pregunta trivial que formulara, ni las que siguieron:
– También me dijo que usted ha curado por completo. ¿Eso es cierto? -y como él asintiera con una inclinación de cabeza, concluyó-. Todos nos alegramos de eso -y quedaron callados.
Sobre ellos el viento rumoreaba una música sorda en las copas de los álamos. La infinita y múltiple presencia de la naturaleza los envolvía y circundaba en un anillo encantado y en él se confundían sin pensarlo, sin saberlo tampoco, ajenos a los caprichos que ciñen las existencias más dispares, pero conscientes del mutuo deslumbramiento. Los dos sentían en las venas el júbilo y la prepotencia de la tierra. Llanlil como una atadura ancestral; ella como un llamado inexcusable que la asociaba al destino de las pampas, a sus gentes, a su dolor y a sus esperanzas. Cuando al fin se hablaron nuevamente, lo hicieron como antiguos camaradas igualados en idéntico sentido de la vida.
Fueron bordeando las alamedas, aspirando el sutil aroma del campo, escuchando el murmullo del río que se deslizaba lejano y apenas visible, admirando la estampa de los potros que se atropellaban recelosos al advertirlos, mientras que en las proximidades de las lagunas, las avutardas planeaban en círculos sobrevolando pesadamente el campo. El paisaje revelaba límpidamente su escondida belleza y maravilla. Pampas y cerros se alternaban hasta esfumarse en el reverberante horizonte.
Llanlil relató con breves imágenes su rabia ante el despojo de que fuera objeto, y los detalles más salientes de la persecución por montañas y mesetas. Hablaba un español tan aceptable, que sin ser rico en expresiones llegaba directo a la comprensión de Blanca que, intrigada, quiso saber los orígenes de Llanlil.
– No siempre anduve cazando en las montañas -aclaró el indio-. Entre hombres buenos que enseñan a querer a un Dios muy grande fui levantando mi estatura.
– ¿Y dónde fue eso? -preguntó Blanca.
– Allá más al norte… en las Colonias. Cuando mi gente cayó en Apelegg, en la última pelea grande, ellos me llevaron. Aprendí el dibujo de las palabras en los libros y muchas cosas más, pero igual me volví a las montañas a ser libre como mi padre y el padre de mi padre, todos guerreros de Arauco.
– Bien, pero no todos hacen lo mismo. El trabajo también da libertad al hombre.
– No será aquí, Huanguelén -murmuró Llanlil súbitamente ensombrecido.
– Huanguelén… ¿Qué quiere decir? -preguntó ella.
– Estrella… -aclaró Llanlil, sorprendido en su secreto Aquel nombre aplicado a Blanca, resumía el sentimiento que lo abrasaba. Sintió ahora la rápida mirada de Blanca y torció la cabeza, entre confundido y huraño.
Estaban cerca del río. El pasto tierno era suavemente ondulado por un viento atemperado pero constante. De los pequeños charcos que la lluvia había formado en los bajos, se levantaban ruidosos patos silvestres. Una pareja de flamencos erguía sus flexibles cuellos. Algunos teros alborotaban con sus chillidos, mientras que los pájaros, indiferentes a la presencia de los dos, seguían persiguiéndose y saltando entre las matas. De los corrales llegó el relincho de un potro semejante a un llamado profundo e intenso.
Avasallada por confusos pensamientos, Blanca se detuvo.
– Volvamos, mi padre está enfermo y yo aquí, paseando…
– Mire, patroncita… yo… -empezó a decir Llanlil, pero Blanca, con inexplicable brusquedad, lo interrumpió diciéndole:
– No me diga patroncita… usted es libre y puede irse cuando quiera… Y no vuelva a llamarme… Huanguelén…
Llanlil sintió de pronto una fría cólera prendiendo peligrosas chispas en sus ojos. Tuvo impulsos de tomarla entre sus brazos poderosos y arrastrarla como el viento enloquecido arrastra a una brizna en ondas sucesivas por el aire. Sin embargo se quedó allí, viendo cómo Blanca se alejaba, algo inclinada, la brisa jugando con los cabellos que escapaban del gorro. Y cuando estaba mirándola con toda la atención puesta en su figura, vio a su frente, a gran distancia, un jinete que descendía por la bajada del valle. La cabeza de Blanca le impidió la visión un momento, pero en seguida volvió a mostrarse el solitario viajero.
Blanca regresó a su casa con el corazón oprimido y agitada por las más diversas emociones. Al volver por la alameda advirtió a Mordiscón, su caballo favorito, levantando la magnífica cabeza reluciente por el cerco del corral. El tostado parecía reconocer a su dueña. Cuando ella se acercó, lanzó un relincho profundo y prolongado, dejándose acariciar la frente sin temor. Blanca la miró y los grandes ojos del animal, extrañamente expresivos, le parecieron dos espejos diminutos y brillantes. Un largo sollozo le brotó incontenible, llenándole los suyos de lágrimas. Aquella emoción desconocida pareció contagiarse al caballo, que manoteó las jarillas del cerco, como queriendo atropellarlas. Blanca lloraba sin saber ella misma la causa, mientras la mañana luminosa le doraba los cabellos y la naturaleza renovaba el excitante prodigio de la vida. Los cantos de los pájaros, el griterío de los teros y el distante balido de las ovejas le llegaban lejanos y confundidos. Un velo de lágrimas le empañaba la visión y los altos álamos se deformaban en tanto ella, luchando por serenarse, corría presurosa, huyendo, rechazando un nombre y un rostro varonil que, como una máscara de bronce, de ojos ligeramente almendrados, la miraba silenciosa entre los árboles y la seguía mirando todavía al trasponer la puerta de la casa aquietada en su actividad desde la enfermedad de su padre.
María vino de la cocina y al verla echada en su cama con la cara oculta entre las almohadas, ahogando sus sollozos, la tomó suavemente de los hombros, como si tratara a una chiquilla entristecida, murmurando palabras de consuelo.
– Pero niña, ¡niña querida!… ¡Todo pasará! No se ponga así. Si su mamá la ye en ese estado se afligirá más todavía…
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