Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– Sus palabras no pueden ofenderme -contestó Blanca, pero me han dolido como un insulto o una burla a tantos desdichados. Usted parece olvidar que los blancos los llevaron a ese estado. Ellos eran libres y dueños de sus tierras…

– De acuerdo, Blanca, pero nosotros, los hombres de empresa, los que estamos enriqueciendo al país con nuestra iniciativa, queremos ver compensado el aislamiento, el frío, los largos inviernos, la soledad.

– Ustedes se sienten abandonados porque no quieren a la tierra -respondió Blanca-, ven sólo la ganancia inmediata y les irrita no poder exprimirla y tirarla cuando no dé más. Les falta la fe que da fuerzas y esperanzas.

– ¿Y usted la tiene? -respondió Sandoval interrumpiendo el apasionado alegato de Blanca.

– ¡Tanto como usted sólo la tiene en el dinero y el poder! Yo no me siento jamás sola en mi tierra. Sé que ella es generosa, limpia, noble y profundamente salvaje también. No se entrega a cualquiera ni se da sin esfuerzo.

– Pero hace su propio retrato, querida… -dijo Sandoval tomándola de un brazo.

– ¡ Oh, no!… -respondió ésta turbada.

– ¡Sí; Sí!… Así es como la veo ahora… ¡Oh, si usted quisiera, también yo podría aprender a querer a la tierra!

– No comprendo cómo. A la tierra hay que sentirla como sentimos la sangre en las venas -dijo Blanca, definiendo tan sencillamente su cálida identificación.

– Dejándome alentar una esperanza de que… en fin… usted y yo… -adivinó Blanca el sentido de las palabras de Sandoval que sus ojos delataban, y con una ahogada exclamación quiso impedir que siguiera.

– ¡ No! Por favor, no siga… No quiero oírlo… Me voy, mi padre espera y debo volver a su lado.

Desde su primer encuentro con él, le fue imposible evitar que su presencia le inspirase un recelo instintivo, como si sintiese en la piel, viva y estremecida, un contacto viscoso que hería sus sentimientos. Sandoval era incapaz de estar ante ella en adoración, sólo se le concebía dispuesto a saltar. La intolerable sensación de rechazo los alejaría siempre a despecho de las palabras y aun a causa de ellas mismas.

– Blanca… ¿Por qué no me escucha? Hace un momento propuse a su padre unir nuestros esfuerzos. Ahora le pido a usted lo mismo; pero en este caso, la unión nos daría la felicidad junto con la fuerza… -murmuró Sandoval excitante, sin soltar el brazo de Blanca Lunder.

– La felicidad… Soy muy feliz y no he pensado aún en unir mi vida a la de nadie… -replicó ella apartándose.

– Piénselo, Blanca; piénselo, entonces, y no olvide que Mateo Sandoval la esperará siempre… Vamos, deben volver pronto; de lo contrario los va a sorprender la noche en el camino -terminó él con brusca transición.

Cuando llegaron frente a la casa de Sandoval, Lunder y Ruda ya tenían listas las cabalgaduras. Instaron a Blanca a montar e iniciaban las despedidas, en el momento en que el administrador de la Compañía, que había permanecido callado, como embargado por algún problema que lo preocupara, manifestó:

– Escuche, don Guillermo, ¿no quiere hablar con el indio de Quilcán? -y volviéndose a Ruda, repitió la invitación-. O usted, don Ruda, que los conoce bien… Quiero que comprueben lo que les dije antes.

– No hace falta -contestó Lunder. Demasiado comprendía lo inútil de interrogar a un indio, que seguramente sólo era capaz de repetir lo que le habían enseñado y que se cuidaría mucho de comprometer a sus amos actuales.

– Entonces hasta muy pronto. Trataré de averiguar algo sobre el otro, el que llegó a su casa, y le mandaré noticias.

– Muy bien. ¡Hasta pronto! -se despidió Guillermo Lunder, acomodando su corpachón en la montura-. Tenemos que apurar el paso.

– Adiós, Blanca; buen viaje -saludó Sandoval, mirando a la muchacha con ojos que querían ser tiernos y mal escondían el deseo. Blanca se estremeció.

– Adiós -respondió débilmente.

Algunos peones se asomaron al verlos partir, agitaron las manos saludando con esa cordialidad campesina, fraternal y amplia de los hombres que enfrentan iguales peligros y penalidades, olvidando escalas y títulos. Pero Bernabé y su grupo no dio señales dé vida. Sandoval había aludido antes vagamente a unos trabajos previos al alambrado de los campos. En esto como en muchas otras cosas mentía. A esa altura del inminente invierno era imposible iniciar siquiera tales trabajos.

3

Al llegar los viajeros a la meseta, después del ascenso realizado en silencio, el viento frío y cortante les flageló la cara, obligándoles a cubrirse hasta los ojos. El día que comenzara con un sol brillante se había manchado con nubes insistentes. Cuando los tres jinetes hubieron cubierto una parte del camino, una fina llovizna fue cerrando la línea del horizonte y a poco los alcanzó a ellos también, empapándolos con tenues gotas heladas. A riesgo de cansar los caballos más allá de lo prudente, apuraron el paso, iniciando el sostenido galope. Blanca, que marchaba al lado de su padre, observó a éste y vio en su rostro reflejada idéntica e intensa preocupación que la suya. Su padre, como ella misma, no lograba alejar su pensamiento de los últimos acontecimientos. Mecida por el parejo galope del caballo, repasaba los sucesos que habían conmovido su apacible y sin embargo excitante existencia. La tranquilidad que envolvían su alma y su cuerpo, aquella libertad de correr las mesetas como un joven huemul; de sentir en la cara el sol y el viento salvaje, que no bastaba siquiera a rozar su belleza; tantos días felices habían sido de pronto ensombrecidos por presentimientos innominados que empezaban a materializarse. No es que ella fuera por temperamento insensible al amor, ni que hubiera dejado de advertir la impresión que su límpida hermosura provocaba. Al contrario: su alma, magnificándose ante los eternos y agrestes panoramas de la vasta tierra que habitara desde niña, sumándose a su ingente predisposición a lo noble y puro, concebía el amor como una floración maravillosa entre dos corazones unidos por lazos indestructibles. Blanca esperaba el amor como un deslumbramiento de todos sus sentimientos. Por eso la sorpresiva proposición de Sandoval, insinuada igual que todos los actos tortuosos de su vida, le causaba un hondo disgusto de quien ve marcharse una imagen hecha toda de luz y de verdad.

Esforzándose en combatir los molestos presagios que la abrumaban, no reparaba en la creciente obscuridad que los envolvía poco a poco. Bajo el cielo brumoso, envueltos en la lluvia que caía monótona y sin pausa, se fueron acercando al final del viaje, pero eran ya completas las sombras, cuando desde la alta meseta vieron a sus pies las temblorosas luces de la población de su padre. Por lo demás la visión era nula. Descendieron la suave bajada del valle fiados al instinto seguro de los caballos. Lunder al llegar al final de la pendiente lanzó un agudo silbido, esperando ser oído en las casas. Al rato dos luces que se balanceaban en la noche espesa indicaron la presencia de alguien que venía al encuentro de los viajeros.

– ¡Bueno! -exclamó Ruda, rompiendo el largo silencio-. Parece que lo han oído.

– Deben haber estado esperando -respondió Lunder.

– Seguro que mamá se estará inquietando por nuestra tardanza -comentó Blanca en la obscuridad.

– Así es -oyó afirmar a su padre-. ¡Hija, cuidado al cruzar el vado -aconsejó en seguida.

Se acercaban a los brazos del Senguerr por los lugares más vadeables, que, aunque poco profundos, estaban sembrados de piedras pulidas por la corriente, fáciles de provocar una costalada a los caballos. Pero éstos conocían los pasos y salvaron con facilidad los dos primeros. La cercanía de los establos ponía a los animales nerviosos, y pugnaban por acelerar el paso. Solamente faltaba un último brazo y en él entraron los tres jinetes; Ruda el primero, seguido por Lunder y, cerrando la marcha, su hija. En la opuesta orilla las luces se aproximaban iluminando las piernas de sus portadores, cuyos pies se hundían en el barro de los charcos.

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