– Sobre caballos no discuto, usted entiende de ellos más que yo. Ahora sobre jinetes, afirmo que por lo menos su hija no tiene rival.
– ¡Gracias! -respondió Blanca con desacostumbrada gravedad.
– Pero, ¿que ocurre?… La noto tan seria hoy.
– Será el cansancio del viaje -intervino Lunder.
– ¡Pues entonces vamos a descansar -exclamó conciliador Sandoval- ¡Adelante, señores! -añadió, apartando su caballo. Blanca quedó entonces flanqueada por Sandoval y su padre. Tras ellos seguía Ruda mordiéndose las guías de sus lacios bigotes que semejaban a los de un viejo mandarín. Sus largas piernas caían desmesuradas empequeñeciendo al nervioso caballo que montaba.
Blanca Lunder, con chaqueta, pantalones y botas varoniles y la cabeza cubierta de un gorro de pieles era la imagen de un efebo austral. A pesar del cansancio y las pesadas prendas que vestía, su figura resaltaba con una impresión de salud y belleza luminosa. Su cuerpo, como un junco joven, se mantenía airoso sobre el caballo, acompasando su marcha tan perfecta conjunción de gracia y destreza.
Llegaron a la casa de Sandoval. Varios peones se hicieron cargo de los caballos. Con ellos se fueron hacia los corrales, bajo la dirección de un viejo criollo de noble y reservada estampa, que, con la medida cortesía de los hombres de campo, alzó su mano hasta el ala de su gastado chambergo flexible, mientras contemplaba con ojos velados por una imperceptible huella de nostalgia o tristeza, la resplandeciente presencia de Blanca en aquel escenario de hombres. Una mestiza vieja y gorda, llena de genuflexiones y zalemas, acompañó a la muchacha al interior de la casa, con la actitud obsecuente y maliciosa con que la regenta de un serrallo introduciría a la nueva favorita. Poco más tarde se encontraban reunidos de nuevo en la sala-cocina y Lunder quiso exponer el motivo de su visita.
– Luego, luego, estimado vecino. Nada de negocios todavía. Vamos primero a probar el asado que ya estará a punto. Voy a mandar que lo traigan aquí.
– ¿Por qué? -interrumpió Lunder-. ¿Dónde lo hacen?
– En el galpón de la esquila -respondió Sandoval.
– Y bueno… ¡vamos allá, entonces!…
– Claro pues -apoyó Ruda que se mantenía silencioso.
– Pero, ¿y Blanca? ¿Prefiere usted comer aquí? -dijo Sandoval, levantando sus ojos hacia Blanca, que estaba como ausente de la conversación. Una sensación indefinible de disgusto la mantenía extraña y distante.
– Voy a ir con ustedes. No será la primera vez que como asado en un galpón, ni tampoco a campo abierto -y miró a Sandoval mientras hablaba… Y los sombríos pensamientos no la abandonaron. “¿Sabía aquel hombre el ataque al indio? ¿Qué habían hecho de los otros que, según Ruda, trajeron al Paso?”. El administrador estaba ante ella, sonriente, correcto como de costumbre, con sus modales tan diferentes de todos, pero que inconscientemente obligaban a Blanca a mantenerse alerta, indagando en aquellos ojos huidizos que resbalaban sobre ella como tocándola. Sin saber por qué la recorrió un estremecimiento.
– ¡Vamos! -exclamó encabezando el grupo. Sin chaqueta, con el ajustado pantalón de montar dibujando la cadera firme y excitadoramente suave; la blusa modelando el pecho apenas pronunciado pero turgente bajo el paño, con el rubio cabello en riadas de luz sobre los hombros, Blanca resplandecía hermosa como un milagro de las pampas.
– ¡Dios! -musitó deslumbrado Sandoval-. ¡Qué mujer!… ¿En qué he estado pensando todo este tiempo?…
Ruda, que marchaba delante, dio vuelta la cabeza y sorprendió su mirada. Sandoval estaba pálido y tenso; sobre su frente se hinchaban perceptibles las venas. Ruda había observado miradas así dirigidas a Blanca, pero esta vez se sobresaltó. Sin saber por qué imaginó una viscosa serpiente deslizándose a los pies de la hija de su amigo. Siguió caminando esforzándose en aparentar tranquilidad.
Sandoval, que sabía ser agradable cuando se lo proponía, los entretuvo con festivas ocurrencias durante la comida, de tal manera que trascurrieron dos horas largas sin que se mencionara el motivo del viaje de Lunder. Pero éste no olvidaba y de pronto preguntó a Sandoval:
– A propósito, ¿empezó ya a alambrar?
– Todavía no -respondió Sandoval- ¿por qué?
– Pues que según me dijo Ruda trajo gente de Quilcán para hacerlo.
– ¡Oh sí!… Pero, ¿es qué no saben lo ocurrido?
– Ni una palabra -afirmó Lunder, dirigiendo una rápida mirada a Ruda.
– Mi gente tuvo que contener a esos locos a tiros… Cuando venían, quisieron apoderarse de los caballos y los víveres que llevaban. Usted sabe cómo se ponen de bravos a veces; tengo dos hombres heridos… ¡Imposible contar con esos brutos! Pero ellos pagaron con sus vidas…
– ¡Matarlos!… ¿Pero es posible que para defenderse hayan tenido que matarlos? -preguntó Blanca horrorizada.
– Desgraciadamente. Se trataba de la vida de mis hombres o la de ellos.
– ¡Y eso que le advertí a Bernabé que los indios no sirven para peones! Ahora no dirá que sabe manejarlos. ¡Linda manera de convencer! -casi gritó Ruda excitándose.
– Cálmese, amigo -advirtió Sandoval fastidiado-. No voy a permitir que ningún indio me mate a la gente. ¡Así tenga que acabar con todos! Quedó uno… ahí lo tengo y servirá de descargo y testigo de lo que afirmo.
– ¿No va a informar a las autoridades?-preguntó Lunder sublevado ante la cínica declaración del administrador. Estaba sintiendo unos locos deseos de aplastarle la cabeza. Comprendiendo su impotencia para adoptar medidas enérgicas, le dolía permanecer indiferente. Después de todo eran también sus intereses los que peligraban. Sandoval había mostrado su juego: arrasar todo lo que le estorbara, y los indígenas de Quilcán iban a tener que defender el pellejo duramente o emigrar. Su pregunta hizo que Sandoval, tomado de sorpresa, quedara un momento indeciso ¡jamás pensó él en autoridades!
– ¿Con el invierno encima? Por empezar, no puedo distraer hombres hasta Rawson, y ellos no van a mandar a nadie hasta vaya a saber cuándo… No, don Guillermo, voy a defender esto con mi gente ¡y pobres de los indios si quieren pelear!… A menos de que Ruda los convenza de que se vayan de mis tierras… Mientras, cuide sus campos y sus animales, mi estimado amigo, porque el invierno será feo y a los paisanos les gusta mucho la carne y poco el trabajo.
– Por mi parte seguiré pasándoles las raciones de siempre… Así quedó convenido con el gobernador cuando me otorgaron las tierras… Ahora, sobre esa idea de que se vayan, bien pudiera ser… pero ¿cree usted, Ruda, que se iran?
– ¡De ninguna manera! Quilcán es viejo y ha nacido en la zona. Estos tehuelches se aquerencian y no les gustan los cambios… menos en esta época. ¿Adonde quieren que se vayan?… A propósito de indios: ¿le contó Bernabé algo sobre un encuentro en la cordillera? -preguntó el español, mirando con acrimonia a Sandoval.
– Algo me contó… -respondió éste, sin aventurar nada. ¿De qué estarían enterados estos entremetidos?
– Detrás de Bernabé y Pavlosky llegó hasta mi casa un araucano todo golpeado que parecía venir persiguiéndolos. -explicó Lunder.
– ¿Cómo? ¡Eso sí que es sorpresa! Pero vea, don Guillermo, los indios son taimados y siempre buscan la vuelta para carearnos la responsabilidad de lo que les ocurre… Ya le habrá inventado alguna historia desoladora…
– No este que le digo -interrumpió Lunder fríamente-. Todavía no ha dicho una sola palabra… y no parece un indio del montón, tiene algo… personalidad, eso es.
– ¡Qué ave rara será entonces! -sentenció Sandoval despectivo.
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