Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Ruda tuvo un gesto de impotencia y se perdió en el neblinoso amanecer.

CAPÍTULO VI

1

Avanzaban los indios flanqueados por los hombres a caballo. El sendero, ondulando hacia los puntos más altos del terreno, estaba convertido en un pequeño arroyo, por donde el agua de la lluvia descendía a los bajos. Las duras planicies no mostraban más que neneos y coirones y espaciados calafates, puro ramas y espinas. Apenas si, en el faldeo de algún cañadón, breves montes de raquíticos algarrobillos modificaban la monótona línea de las mesetas. Había disminuido la lluvia, y el cielo, siempre encapotado, era un extenso techo gris que parecía tocar los sombreros de los jinetes, proyectando sus figuras en desmesuradas proporciones. Los caballos fatigados por la marcha entre el barro y las piedras, a duras penas mantenían un paso desparejo y cansino.

Los indios, infinitamente más desgraciados que los caballos, andaban como sonámbulos en noche de brujas. Bajo el hechizo brutal de la tremenda borrachera, adelantaban sus pasos por instinto, sin conciencia del porqué y a dónde iban. Solamente unos cuantos calzaban rústicas botas en garrón de guanaco, pero entre los agujeros del cuero podrido y gastado asomaban grotescamente los dedos. Los restantes estaban sencillamente descalzos y aun cuando no sufrían por ello, no dejaban de sentir el filo de las piedras y la mojadura constante a que se hallaban sometidos. Sus andrajos pintorescos hubieran causado horror en otro escenario, pero allí se identificaban con la naturaleza salvaje, no para armonizar con ella, sino para hacer más patente la tremenda iniquidad que los hombres causan a sus semejantes llevándolos a la condición de bestias. Viéndolos marchar bajo aquel cielo sombrío, sobre aquellas tierras desoladas, custodiados como esclavos de un poder arbitrario, se tenía la impresión de que la salvaje y virgen naturaleza se contaminaba del espectáculo y de que aquella semipenumbra era propicia al crimen y la ambición desmedida. Una larga hora continuó todavía la caravana silenciosa sin que los indios adquiriesen exacta conciencia de su estado. Recién cuando los efectos del alcohol comenzaron a disiparse, uno entre todos, un adolescente tembloroso por el miedo y el intenso frío, se arrimó a Bernabé y en su media lengua, española y tehuelche, le dijo:

– Dame, huinca patrón, un trago… mucho cansado. -Seguí -le ordenó el jinete, echándole el caballo por delante como si fuera una oveja.

– No sigo más… -fue la desesperada respuesta del desgraciado. Al movimiento que hacían, los restantes, incluso los guardianes detuvieron sus pasos. Los indios seguían callados pero demostraban su inquietud en las rápidas miradas dirigidas ora a los jinetes, ora al campo. Los otros, por su parte, como desarrollando una táctica estudiada se apartaban rodeándolos, con los remington en alto y el dedo en el gatillo.

– ¡Vas a seguir en seguida! -gritó Bernabé, levantando el rebenque sobre la cabeza del rebelde. Este se agachó y, tomando una gruesa piedra, intentó lanzarla a la cara de su apresor. Sonó un disparo y el infeliz cayó sin un grito. Sus compañeros emitieron alaridos de advertencia y ensayaron una espantada. Semejantes a asustadas avestruces corrían encogidos; pero acorralados y sin armas, caían uno a uno bajo las balas asesinas. Pavlosky derribado de su caballo, luchaba furiosamente contra un indio enloquecido; al fin su vigor abatió al contrincante. El hombre ni gritó siquiera cuando la culata del fusil le destrozó la cabeza.

Los gritos de los heridos y las órdenes que daba Bernabé, mientras los caballos saltaban sobre los cuerpos caídos, persiguiendo a los que escapaban, aumentaban el tumulto de la sangrienta escena.

– ¡Está bien, compañeros! -advirtió el jefe de la pandilla deteniendo el gesto con que uno de sus hombres se disponía a terminar con un indio derribado entre el barro.

– Levanten a ese que lo llevaremos como testigo del ataque… tiene cara de idiota y servirá de descargo.

– ¡Arriba vos! -le gritaron y el desgraciado se alzó lentamente, los grandes ojos abiertos con expresión de asombrado terror. Un miedo animal, profundo y manso, lo hacía encogerse tembloroso, como aguardando el golpe fatal próximo a caer sobre su cabeza. No comprendía casi lo sucedido y sus inseguros pensamientos sólo retenían el terrible dramatismo de la pelea, los gritos de los compañeros dormidos para siempre, el estampido de las armas y el patear de los caballos. Su cerebro, envuelto en una bruma espesa y tan fofa como la del día, era incapaz de forjar una idea concreta… alguien había gritado… alguien disparó un arma… y muchos cayeron para siempre ante él, sobre el barro y los coirones, manchando con su sangre las mesetas… las altas y desoladas mesetas por donde sus abuelos corrieron libremente al guanaco salvaje…

Ahora, atrás y adelante, a derecha e izquierda, las patas de los caballos resonaban empujándolo, pero, más piadosas que las manos de los hombres, no fue tocado ni una sola vez.

CAPÍTULO VII

1

– Patrón, ¡por la bajada del Senguerr vienen llegando Lunder y su hija! -era Bernabé quién agitado le hablaba a Sandoval.

– Caramba… ¡sí que es una sorpresa! A ver, ¡pronto! Un caballo y salgo a esperarlos. No olvidemos que son nuestros vecinos… ¡ja…ja…ja!

Frente a su casa esperó el caballo pedido, esforzándose por distinguir a los que llegaban, pero éstos, descendida ya la entrada al cañadón, se hallaban ocultos en la hondonada que un antiguo cauce del río excavara al pie del faldeo. Desde la pared norte del cañadón hasta el río que, describiendo una amplia curva, corría por el centro del paso, era un pedregal sin una mata. Desde la otra ribera del río hasta la pared opuesta, el terreno se ondulaba de pastos y algunas arboledas ponían una alegre nota de color. El camino hacia la salida del sur contaba a su vera con las casas de la compañía, almacén, depósitos, casa del administrador, otras para peones y grandes corrales, seguros y bien dispuestos en la vega que el río humedecía continuamente. Más adelante el cauce se volcaba otra vez contra la falda del cañadón y corría allí unos centenares de metros. Esta circunstancia, que permitía una relativa humedad al suelo y la protección contra el viento, formaba menucos y bajos donde la vegetación crecía libremente. Una casita, oculta casi entre sauces y rocas del faldeo, parecía lanzarse, como una blanca gaviota, desde la pared al río que, ensanchándose, tenía languideces de remanso. A pesar de la fría estación, pájaros de hermosos colores volaban incansables en aquella mañana singularmente cálida, luego de una breve nevada de la víspera. La nieve, casi totalmente licuada, había embellecido en limpias tonalidades el paisaje.

Sandoval se encontró con los viajeros a poco de cruzar el vado que ofrecía el curso del Aayones. Los que llegaban eran tres: Lunder, su hija, y Ruda, el inquieto español que había vuelto, presuroso, desde Loma Redonda, a comunicar sus temores a su amigo Lunder.

– Encantado, amigos, de verlos por mi casa -exclamó el administrador estrechando las manos de los visitantes-. ¿Han tenido buen viaje? -preguntó, estudiando las expresiones de los tres, pues tanto Lunder como su hija se mantenían en una estricta y estudiada reserva, atentos sólo a retribuir las muestras de interés de su interlocutor. Ruda, desde luego, incapaz de disimular sus pensamientos, era un espejo abierto a todas las suspicacias.

– El viaje ha sido excelente… ¡gracias! En realidad mis caballos son capaces de hacer la distancia en un galope… y los jinetes, modestia aparte, no desentonan con sus cabalgaduras.

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