– ¿Por qué? -interrumpió Blanca, hasta ese momento silenciosa-. Ya veo que usted no concibe a los paisanos sino como bestias… ¿acaso no tienen ellos también alma y sentimientos? ¡No se les puede exterminar como animales dañinos! La tierra no puede ser conquistada así… tan brutalmente, rearándola con sangre inocente…
– ¡Oh! Usted no puede comprender esto -se defendió Sandoval-. Aquí no se trata solamente de sentimientos. Estas tribus viven de lo que nos roban y si no hacemos un escarmiento no acabaremos nunca.
– Den cuenta a la autoridad, al gobierno si les parece. Castiguen al ladrón ¡pero a él únicamente! -Blanca se exaltaba. La pasión que ponía en defender a los indios le resplandecía en los ojos y encendía sus mejillas.
– Mi querida niña, ¡nadie pretenderá acusarnos de matar indios por gusto, ni nunca ha sido esa nuestra intención! Nos atacan y nos defendemos; eso es todo… Por otra parte el gobierno no sabe qué hacer con las tribus y en buena hora si le evitamos el problema -le contestó Sandoval, procurando persuadir a aquella inesperada fiscal de sus actos. Adivinaba en ella una fuerza desconocida capaz de enfrentarlo, y el descubrimiento lo enardecía de una cólera subterránea.
– Un momento -interrumpió Lunder, buscando razones más sólidas que las sentimentales de su hija. Demasiado comprendía la poca influencia que ejercían en Sandoval.
– Perdón, papá… esto más solamente. ¿Quiere decir, señor Sandoval, que esa gente debe resignarse a ser siempre atropellada? Que sin armas y borrachos puedan pretender atacar a cuatro hombres armados y a caballo…
– Vea, Blanca; en principio no puedo hacerme eco de sus fantasías, además… -concluyó brutalmente- yo no he venido a la Patagonia a hacer literatura, sino plata, y a discutir mis actos con hombres.
– ¡Cómo se atreve! -exclamó Blanca, estupefacta.
– Muchacha ¡por favor! -intervino Ruda, queriendo conjurar la crisis-. Vaya un momento. Sandoval en parte tiene razón – entre hombres hemos de tratar este asunto -y miró con rabia al administrador.
– ¡Es increíble! -dijo Blanca, irguiéndose altanera mientras se marchaba.
– Escuche, don Mateo; ya le han hecho el gusto… vamos ahora a tratar entre hombres, como usted quiere… -dijo Lunder gravemente, cuando Blanca se hubo alejado-. Dejemos de lado los sentimientos de mi hija…
– Que admiro pero que no comparto -subrayó Sandoval, queriendo atenuar la mala impresión causada. Interiormente se maldecía por su arrebato.
– Así será. Pero volviendo a lo nuestro: ¿sabe usted si su política de atemorizar a los indios no se volverá en contra suya? No tienen ya dónde ir y la Compañía no perderá nada con dejarlos en paz. La violencia contra esos pobres diablos me subleva y no puedo quedar indiferente.
– ¿Y qué hará entonces?
– Eso es cosa mía -respondió Lunder a la pregunta irónica de Sandoval, que lo miraba sonriendo.
– Bueno, ya que usted se desvela tanto por los indios, puedo asegurarle que nada les pasará mientras no molesten. Es todo lo que puedo prometer. Don Ruda puede en cambio convencerlos de que se vayan o queden quietos. Y si no que trabajen, ¡qué diablos!
– Yo no puedo aconsejar a Ruda lo que debe hacer… Sólo quiero advertirlo del peligro de enardecer a las tribus…
– Lo que ocurre, don Guillermo, es que usted y yo nos estamos poniendo en campos opuestos -significó Sandoval, buscando todavía un arreglo conveniente-. ¿Por qué no me hace caso y se une a los esfuerzos de la Compañía? Su campo y sus animales están fuera de la cuestión. ¡Véngase con nosotros y participe del gran negocio! En diez años será una potencia en la región…
– Ya le he dado antes mi opinión. Vine a esta tierra porque era de libertad y de trabajo. Me gusta mandar ¡cómo no!, pero a hombres libres como yo y que acepten mi mando voluntariamente. Respecto de los indios creo que hay que dejarlos en paz, guiarlos y, si no es posible, por lo menos soportarlos. Estas mesetas, desde la costa hasta la cordillera de ellos fueron antes y si se las quitaron, dejémoslos morir sin torturarlos con persecuciones brutales. No vamos a ser más ricos con eso… ¿O por qué cree que los boers fuimos vencidos en el Cabo? No por flojos… Pero la libertad tiene un precio en sangre y si hay que pagarla lo haría de nuevo ¿me entiende? -concluyó Lunder, encaminándose hacia la salida del galpón.
– ¡Ojalá sea tan fácil como usted lo ve! -exclamó Sandoval acompañándolo-. Pero ahora voy a pedirle a Blanca que perdone mis modales. ¡No comprendo cómo pudo ocurrir esto!
– ”¡Yo sí te comprendo, pillo!” -rezongó Ruda en voz baja.
– Allá la veo, orillando el menuco -indicó Lunder-. Voy a acomodar los caballos. Nos vamos en seguida…
– Don Guillermo déme apenas el tiempo suficiente para que su señorita hija me perdone… Lo dejo y voy a buscarla. Con su permiso -dijo entonces Sandoval sin perder de vista la airosa figura que lentamente seguía la ribera del río, en dirección a los árboles del recodo. Sandoval no alcanzó casi a escuchar la respuesta de Lunder; tanta era su prisa que impaciente echó a andar. Le temblaban las rodillas y sentía en las palmas de las manos una curiosa impresión de humedad.
– ¡Parezco un muchacho corriendo tras su primera novia! -murmuró fastidiado. La última palabra se adhirió a su cerebro y lo fue acompañando hasta que alcanzó a la muchacha. Al acercarse disminuyó la rapidez de sus pasos. El aire seco lo había agitado y él quería aparecer sereno y dueño de sí.
– ¡Escuche Blanca, por favor! -le pidió cuando estuvo a su lado.
– ¡Ah! ¿Es usted? ¿Y mi padre?
– Aprontando su regreso, según me dijo.
– Volvamos entonces… no quisiera que demorase por mi culpa -la voz de Blanca se elevaba timbrada y armoniosa a pesar de las emociones y el disgusto que la embargaban. Las mejillas encendidas y lozanas destacaban la rosada pulpa de los labios ligeramente gruesos y anhelantes. La chaqueta colocada sin abotonar, dejaban al descubierto el cuello y el nacimiento del pecho, cuya piel, alba y tersa, atraía inconscientemente las miradas fugitivas de Sandoval.
– Hay tiempo todavía -dijo Sandoval.
Caminaron en silencio. El la miraba de reojo, con una sonrisa a flor de labio.
– ¿Está enojada? -le preguntó suavemente.
– ¿Acaso sirve de algo? -replicó ella, molesta por el aire de burla.
– Realmente sería una injusticia de su parte… No prodiga mucho su cordialidad conmigo.
– Usted está demasiado ocupado para interesarse por la cordialidad ajena -contestó ella sin poderse librar de su sensación de fastidio.
Sandoval no sabía realmente con qué táctica llegar al corazón de Blanca. Ella poseía una diafanidad extraordinaria y desconcertante. Se sintió rechazado y empequeñecido… ¡Pero qué diablos se creía aquella chiquitina!…
– Es necesario que comprenda, señorita, la diferencia entre hablar de negocios y las cosas del corazón… ¡Si yo fuera un tonto sentimental no ocuparía el lugar que ocupo en la zona!
Blanca replicó con mordacidad desacostumbrada:
– En fin, usted juega al lobo y al cordero según le convenga-. Conmigo no vale, Sandoval…
– Espero verla cambiar de opinión -dijo el administrador fríamente-. Quisiera que olvidase mis palabras ofensivas -agregó después recapacitando-. No hay ninguna persona cuyo aprecio desee tanto como el suyo… -continuó Sandoval, mientras regresaban lentamente. Más alto que ella, ágil y varonil no desmerecía a su compañera. Blanca no pudo menos que apreciar la estampa de Sandoval, tan diferente y rara en aquellos parajes. El seguía sin levantar la voz, llevándola por los senderitos entre la arena y las pequeñas lagunas que el menuco cercano formaba en las proximidades del río. Los pasos de ambos eran seguros y firmes, sin esa vacilación de los que han pasado muchos años en las mesetas encogiéndose bajo el viento, y que los asemeja a los marinos.
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