– ¡Caracoles! Ahí lo tenemos al viejo con su facha de general, y ahora con acompañamiento.
Encabezando a un grupo heterogéneo de hombres, mujeres y chicuelos de todas las edades y vestimentas, desde burdas chaquetas de guanaco, hasta panas rotos y viejos uniformes de la Guardia Nacional, que el gobierno les repartiera en sus expediciones, llegaba Manuel Quilcán a saludar a sus huéspedes. En la obscuridad de la mañana taciturna, el cortejo marchaba en, silencio detrás de su jefe. Saludó éste a los hombres desplegados a la puerta del toldo y su saludo fue coreado por sus acompañantes como una salmodia quejumbrosa. Lejos estaban de la arrogancia orgullosa de sus antecesores. Arrollados y diezmados por los vicios y la miseria, eran solamente un rebaño resignado que llegaba hasta el blanco con un fatalismo ciego, más por respeto o por temor, que por interés alguno. De buena gana hubieran ido a esconderse lejos, pues únicamente desgracias presagiaban aquellos enérgicos hombres cargados de armas. Quilcán trabajó mucho para convencerlos de la inutilidad de querer eludir la presencia detestada, y ahora esperaba conocer los motivos de aquel viaje. Habló entonces y sus palabras fueron dirigidas a Bernabé, a quien conocía como segundo de Sandoval.
– ¿Han dormido bien? ¿Todos buenos? ¿Y el jefe Sandoval también bueno? -la jerarquía de mando otorgada a Sandoval era el más familiar de los tratamientos para Quilcán. El había sido cacique desde joven y dar y recibir órdenes eran la esencia de su vida de antiguo guerrero.
– Hemos dormido bien, jefe Quilcán; todos buenos… mi patrón Sandoval me manda a verte.
– ¡Ah!
– Así es, cacique, y traigo muchos regalos para todos, ropas, comida y ginebra de primera…
– ¿Ginebra? Nada bueno trae la ginebra -murmuró Quilcán- muchos inviernos han pasado por mi toldo y nunca he tomado el agua de fuego… ahora mi gente se envenena la sangre.
Su altiva queja fue interrumpida por una algarada general a sus espaldas. La elocuente exhibición de una gran damajuana de vino que Pavlosky levantaba en alto, había roto la reconcentrada circunspección de los indígenas, más hábilmente que cualquier discurso. Los indios con ademanes y voces reclamaban el licor, fuego líquido en que quemaban su ancestral melancolía.
Quilcán gritó y llamó en vano; nadie lo escuchaba y entonces volviéndose a Bernabé que miraba sonriente el espectáculo, dijo:
– Ya ves, nada atienden… ¿Qué quieren ustedes de mi gente?
– Ya lo está viendo… Que se diviertan un poco.
– De balde no caminan tanto los blancos.
– Queremos gente para trabajar… Vamos a alambrar muchas leguas… hasta los valles de la cordillera…
– ¿Más todavía?… Antes mi tierra era una sola carrera de guanacos ligeros.
– Cuidado, Quilcán… La tierra es del gobierno grande y la reparte al que la trabaja -le reconvino Bernabé, adoptando un tono severo.
– Y a nosotros nos deja las piedras y el viento. ¿Es también el gobierno grande el que lo manda?
– Usted debe saberlo -se soslayó el interpelado, disimulando un fastidio-. Bueno; hoy es fiesta, cacique, y deje a su gente que se divierta…
La fiesta se hizo general pese a la fina llovizna que calaba inexorablemente y a la baja temperatura. Los indios se reunieron en un dilatado círculo, en cuyo centro se ubicaron los más ancianos controlando los víveres, que por turno eran entregados a la voracidad de los festejantes. Así al principio, pero cuando el alcohol empezó a dejar sentir sus efectos, aquello se convirtió en un pataleo desenfrenado.
Un primitivo instrumento de caña agujereada, la trutruca, dejaba escapar con regularidad una nota aguda y en falsete, que acompañada por el ronco golpear del tambor de cuero de guanaco, producía una melopea deprimente y embrutecedora. La bárbara música terminó por sumir a todos en un enervamiento agotador. Bajo la lluvia las cobrizas figuras danzaban ahora con catalépticos quiebros del cuerpo, acentuando los movimientos con roncos alaridos. La dantesca orgía, vigilada por los cuatro atentos diablos blancos, emponchados y al abrigo de la lluvia, siguió interminable toda la mañana y la tarde. Solamente los hombres intervenían en la danza. Las mujeres marcaban el compás rodeadas de chiquillos y de perros.
Se espesaba ya el penumbroso día cuando un jinete entró en la toldería en sostenido galope.
– ¿Quién será? -preguntó inquieto Bernabé, a uno de los suyos.
– No tengo la menor idea -contestó el otro.
– Bueno mira, anda a verlo entonces y traémelo antes que hable con Manuel Quilcán -ordenó Bernabé sin abandonar su gesto preocupado.
Al rato volvió el emisario. Venía solo. Al verlo Bernabé se lo quedó mirando interrogador.
– Tiene malas pulgas el tío ese… -rezongó a manera de excusa el hombre.
– ¿Pero quién diablos es?
– Ruda, un gallego amigo de Quilcán…
– Ah… lo conozco- ¿Sospechará algo? ¿Qué dice?…
– Nada que yo sepa -contestó el interrogado-. Solamente que vendrá a verlo cuando…
– ¿ Cuando qué?…
– Bueno… dijo que “cuando le venga bien”…
– Compadre el hombre. Está levantando mucho el gallito -sentenció rencoroso Bernabé-: Cuida esto, voy a ver dónde anda la visita -terminó con sorna.
Se alejó con dificultad entre los indios borrachos, apartando los perros a puntapiés y frente al toldo del cacique se detuvo observando al recién llegado que pugnaba por traer al anciano a su cabal sentido; pero el indio, saturado de vino, se mostraba insensible a cualquier llamado. Aquella vez Quilcán, claudicando hasta con su repudio al alcohol, se había emborrachado lastimosamente.
– Escuche ¡maldito sea! -le gritaba Ruda-, ¡pero si es una cuba este buen viejo!…
– Buenas… -interrumpió Bernabé acercándose.
– ¡Es…! ¿Usted anda en este embrollo?
– Despacio, compañero… ¿Qué está diciendo?
– ¡Bah! no me dirá que los indios se emborrachan con agua… Y ustedes no les traen el alcohol de balde… -subrayó Ruda.
– Vea, compañero, no se ponga pesado… nada tiene que hacer en esto. Don Mateo nos da órdenes y nosotros las cumplimos. La gente se divierte un poco: ¿qué mal hay en eso? ¡Bastante falta les hace! Por otra parte es la única forma de convencerlos de que se vengan unos cuantos con nosotros…
– ¿Para qué, si puede saberse? -preguntó extrañado Ruda. No dejaba de inquietarle la repentina solicitud de Sandoval por los indígenas. ¿Qué se traía encubierto? Bernabé era sin duda el que atacó al que estaba en casa de Lunder y maldito si le interesaba el bienestar de los paisanos. Pero él estaba solo -los indios ni se daban cuenta de su presencia y de los compinches de Sandoval no cabía esperar nada bueno. Resolvió callar lo que pensaba. Oyó a Bernabé entonces:
– Queremos peones para alambrar los nuevos campos concedidos. Necesitamos mucha gente.
– Ah, sí… está bueno. Sin embargo ellos como peones no sirven gran cosa…
– Cuestión de saber llevarlos -recalcó el otro, sonriendo fugazmente.
– Tal vez… -dijo Ruda, caviloso y nada convencido.
– Y a usted ¿qué lo trajo con este tiempo? -preguntó Bernabé. Le intrigaba cada vez más la intempestiva presencia del español.
– Nada, pues; mi acostumbrada visita a esta gente. Siempre atiendo sus problemas. Pero ya veo que no hago falta y me vuelvo cuanto antes.
– Aja… -aprobó el hombre de Sandoval satisfecho.
Don Pedro sentía crecer sus sospechas viendo el estado de los indios. ¿Emborrachándolos para trabajar? ¡Bueno está el asunto! Algo había entre medio… Algo siniestro sin duda. Además Bernabé demostraba mucho interés en que se fuera.
Siguió aquella tarde la tremenda fiesta y Ruda, apenas descansado, montó de nuevo y, sin despedirse de nadie, se dispuso a volver por el mismo camino que lo trajo. Se iba ya cuando alcanzó a observar los preparativos que Bernabé y su gente realizaban para llevarse a los indios hacia el Paso. Elegidos como un rebaño, los pobres diablos, aún más embrutecidos por los efectos del vino y la danza, se agrupaban bajo la atenta vigilancia de sus ocasionales protectores.
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