Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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3

Dos días después, los últimos incidentes habían sido ya olvidados y refundidos en el diario acontecer de aquel pequeño mundo, y Llanlil, bastante mejorado, comenzó a realizar breves paseos que no llegaban más allá de la orilla del río. Se sentía extremadamente débil y en su cerebro los recuerdos comenzaban lentamente a reunirse, trayéndole a la realidad de su situación. Desconocía el destino final de sus atacantes, y el odio que lo animara en aquella portentosa marcha desafiando la muerte blanca, se había amortiguado, dejándolo postrado en apática indiferencia. Salía a caminar acompañado de su perro, que seguía tras él brincando. Llanlil veía a lo lejos esfumarse los cerros ondulados y, más cerca, las alamedas protegiendo la estancia y entre esas imágenes le parecía vislumbrar, confuso y vago, el resplandor de una mirada que rememoraba en un sueño doloroso.

Blanca no volvió a acercársele desde que había sufrido el acceso de pánico y sin embargo era la mirada de sus ojos la que bañaba el alma del indio. El sentimiento sin nombre lo mantenía despierto en las largas noches, inquietantemente desvelado. Así fue dejando pasar los días y, como nadie se ocupaba de él -que iba y venía a su antojo con la eventual compañía de Roque-, fue enterándose de los pormenores de su llegada. Aunque él mismo no pudiera precisar cómo ocurrió, al tiempo de cerrarse las heridas de su cuerpo, fueron suavizándose también las asperezas que el odio había levantado en su alma, bien que el latente resquemor permanecía esperando su revancha.

CAPÍTULO V

1

Entretanto Bernabé y su compinche habían llegado al Paso donde, luego de presentar el informe sobre el estado de los campos y los caminos de las montañas, como asimismo del incendio que raleara los bosques del lago, se apresuraron a negociar el producto del robo en el único comercio existente, que desde luego era propiedad de la compañía. A las preguntas que les formularon, contestaron vagamente aludiendo a una compra hecha a los indios que se marchaban al norte y el asunto fue olvidado sin mayores inconvenientes. Si Mateo Sandoval llegó a enterarse, como era de presumir, nada manifestó a sus hombres, ocupado en otros proyectos más importantes.

Una mañana hizo llamar a Pavlosky, el que fue compañero de Bernabé en su viaje al lago. El motivo de la llamada era más bien trivial, pero cuando el hombre entró en la pieza que le servía de despacho a Sandoval, éste se lo quedó mirando detenidamente, con una mirada escrutadora que lo recorría de pies a cabeza. El hombrachón empezó a inquietarse retorciendo entre sus manos nerviosas el peludo gorro, y desviando su mirada fue a detenerla justamente en el único rincón de la pieza donde nada había que contemplar. La voz fría y pausada de Sandoval lo sacó de su confusión.

– Caramba, Pavlosky, veo que anda muy bien calzado en estos últimos tiempos. Esas botas le deben costar lo menos cincuenta pesos. ¿De dónde ha sacado tanto dinero? Porque según me cuenta el proveedor anda bebiendo fuerte, lo mismo que Bernabé, y pagando contante y sonante.

Las palabras de Sandoval dejaban traslucir una intención intimidatoria.

– Y… señor… hemos hecho un buen negocio con pieles -respondió vacilante el polaco.

– ¿Y puede saberse cuándo y dónde lo hicieron?

– Cuando fuimos a la cordillera se las compramos a unos indios que se iban al Norte, creo que a las colonias…

– ¿Indios… colonias…? ¡Hum! Que yo sepa, los indios del Norte no se vienen tan lejos y los de la zona no se han movido de sus toldos… ¿no me estará mintiendo, amigo?

– Vea, patrón, yo le aseguro que no. Puede preguntarle al capataz -le contestó profundamente alarmado Pavlosky. “Demasiadas preguntas”, pensaba… Y decidió callar.

– ¡Te estoy preguntando a vos y es suficiente!… -le atajó Sandoval, con fría cólera, bollándole los ojos peligrosamente-. Me vas a decir ya mismo a quién le sacaron las pieles y el caballo vendido en la proveeduría, o te vas a arrepentir de haber pisado estos pagos… ¿Vas a hablar o no?

Y como el hombre continuara en su silencio, más por temor que otra cosa, Sandoval se movió hacia él y sacando el revólver que llevaba al cinto, le gritó:

– Habla, desgraciado; o venís, conmigo a dar un paseo bastante desagradable. Sos demasiado zonzo para engañarme… ¡sé muy bien de dónde salieron las pieles, pero sos vos el que me lo va a decir ahora mismo!…

Pavlosky tuvo un gesto de rebelión y exclamó tartajeando en su idioma.

– ¡Seguro que el capataz ya le vino con el cuento!

– Habla te digo… -se limitó a expresar Sandoval, manteniéndolo siempre cubierto con su arma. La cara de Pavlosky reflejaba claramente la lucha que libraba entre la duda, la conveniencia de hablar, y el temor a su patrón. Tenía referencias de la crueldad de Sandoval y de que sus amenazas jamás eran en vano. El respeto que inspiraba entre aquellos rudos aventureros, a pesar de su delicada y contenida apariencia, descansaba en hechos de inaudita ferocidad.

– Bueno, patrón, yo no voy a andar engañándolo. El cargamento de pieles que trajimos se lo quitamos a un indio solitario que sorprendimos en los bosques.

– ¿Y qué hicieron del indio? -preguntó Sandoval.

– Y… allí lo dejamos… vivo estaba.

– ¿No sabes acaso que si cazaba en tierras de la Compañía tenían que habérmelo traído y secuestrado las pieles?

– No, patrón, le aseguro que no.

– ¡Qué no vas a saber! Lo que ustedes buscaron fue quedarse con el producto del robo. Porque es un robo, entendelo bien, y seguro que al indio lo mataron para que no hablara -calló un momento, pensativo, agregando después-: Bueno, ¡largo de aquí! Ya arreglaré cuentas con ustedes… ¡fuera, he dicho!…

Pavlosky se dio vuelta rápidamente, contento de haber salido tan bien del trance, aunque no del todo tranquilo respecto de las intenciones futuras de su patrón. Pero éste, una vez cerrada la puerta, se rió despaciosamente con abierta satisfacción, murmurando: “Ahora sí que éstos se van a saludar con ganas… Creo que será mejor que me apure a evitar el encuentro antes que hagan una barbaridad”, pero, a pesar de que descontaba que Pavlosky iría derecho a camorrear al capataz por lo que sospechaba una delación, se mantuvo tensamente calmo. Cuando abrió la puerta para salir, el viento lo inmovilizó un instante. Se encasquetó fuertemente el sombrero y ladeándose se dirigió a la proveeduría, doscientos metros más allá. Iba pisando fuerte sobre las desiguales piedras de lo que oficiaba de calle y ya cerca del enorme galpón de chapas de zinc y madera, se detuvo contemplando el edificio.

Allí se realizaban los arreglos comerciales, almacenándose provisiones y herramientas de trabajo. Allí se suministraba el alcohol que envenenaba la sangre de los paisanos y encendía en sombría fiesta la de los pobladores. El alcohol era el fuego que consumía sus vidas y sin embargo para los pobladores constituía el único estimulante capaz de permitirles soportar la ruda existencia de las deshumanizadas mesetas, luchando con el frío, la soledad, la falta de lazos afectivos que dulcificaran la jornada. El boliche, en aquellos parajes de largas noches invernales, era el obligado e inevitable punto de reunión. En ellos se olvidaban los remotos días felices; se comerciaba, se soñaba y también se moría. La ley del más bravo era la única ley.

Sandoval no se había equivocado: frente al mostrador, Bernabé y Pavlosky se medían desafiantes. El polaco, hirviendo de cólera, apretaba sus gruesos puños, mientras su antiguo compinche y eventual enemigo, más sereno, buscaba la forma de abatir aquella fuerza ciega.

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