Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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A partir de entonces, perdida la conciencia del rumbo, olvidado del fin que lo impulsaba, el indio siguió andando como un autómata. Un indefinible instinto lo mantenía conservando una dirección paralela al río, y después de marchar todo el día, increíblemente impasible a la fatiga, el anochecer lo sorprendió en el paso que, siguiendo la curva del río hacia el sur y buscando su confluencia con el Mayo, lo acercaba al campo de los Lunder. Había cruzado la meseta del Alto Senguerr y los brazos menores del río, cubriendo leguas y leguas, infatigable y espantoso en su determinación. Hambriento y tembloroso, siguió andando todavía cuando ya las estrellas cubrían de nuevo el firmamento densamente azul, y como en sueños se halló en el ancho valle que encerraba al Senguerr, viendo delante la patente claridad que difundía la luna, la casa de Lunder. Allí le faltaron las fuerzas y con un grito ronco se desplomó como un fardo. Su último llamado atrajo a los perros de la casa silenciosa, que se conmovía instantes después ante el extraño suceso.

CAPÍTULO IV

1

– Mamá… ¿Vamos a ver a ese pobre indio? -preguntó Blanca dirigiéndose a Frida, concentrada en la preparación de postres y rosquillas en el horno de la gran cocina a leña. Ella levantó la cabeza, mostrando la cara rosada, y frotándose las manos enharinadas en el amplio delantal, contestó:

– Ya estás buscando la oportunidad de escaparte… ¿Por qué no me ayudas un poco? Además está helando todavía…

– ¡Oh mamá! Haz que te ayude María… ¡pero déjame ir! ¡Los hombres nunca saben qué hacer en estos casos!…

– Y tú tampoco. ¡Pero vete! De cualquier manera te irás lo mismo sin mi permiso -la regañó Frida. Su hija no esperó más y dándole un beso de pasada, salió ligera de la cocina.

– ¡Y no te olvides de ponerte los mitones! -alcanzó todavía a decirle su madre, mientras ella corría ya a su habitación.

De allí pasó directamente a la galería rumbo al galpón, en una de cuyas esquinas habían improvisado una piecita con tabiques de cueros estirados sobre vigas de madera. En su interior, acostado en un lecho de circunstancias, pero como hacía tiempo no disfrutaba, yacía Llanlil.

Al entrar Blanca al galpón encontró a su padre que mateaba cerca del fuego. Lo saludó cariñosamente.

– Buenos días, papá; ¿cómo se encuentra el forastero? ¡Es increíble que haya andado en tales condiciones, descalzo y herido!…

– ¡Oh! Esa gente es capaz de todo y el que tenemos aquí es un ejemplar de gran físico… a pesar de que está bastante aporreado… -concluyó Lunder significativamente.

– Piensas que lo han golpeado, ¿no es cierto? -inquirió Blanca, apoyando una mano sobre el brazo de su padre.

– M'hija, el porrazo de la frente es sin error un culatazo brutal… ¡Lo que no me explico es la herida en la pierna! ¿Te fijaste cuando lo trajimos y le lavamos el golpe, que parecía como si le hubieran clavado dientes en el hueso?… No acierto a comprender cómo…

– Anoche también yo pensé en eso y ahora me pregunto: ¿no es la marca que dejarían los dientes de una trampa para zorros?… -dijo Blanca aguardando el efecto de sus palabras.

– ¡Pero claro que sí! Hija mía, a veces pienso que eres más diestra que yo en cosas del campo… Sin embargo quedan muchos puntos obscuros todavía. ¿No andarán Bernabé y el polaco metidos en esta? -expresó Lunder pensativo.

– Padre… ¿recuerdas los fardos y el caballo que traían de tiro? -preguntó Blanca, siguiendo el hilo de un pensamiento revelador. En las últimas cuarenta y ocho horas estaban ocurriendo cosas aparentemente inconexas, pero que ella relacionaba instintivamente. En aquellos parajes era difícil concebir sucesos tan excepcionales sin reunirlos en un solo motivo. También a Lunder le rondaba la misma idea, pues sin demostrar sorpresa por la pregunta de su hija, le contestó:

– Los vi únicamente de lejos, pero juraría que el caballo, el recado y hasta la forma de atar los fardos eran indios. ¿Quieres que te diga qué ha sucedido?… A este pobre diablo lo atacaron ellos, vaya a saber dónde, y lo dejaron por muerto. ¡Ni se imaginan que lo tienen tan cerca!

– ¿Y qué piensas hacer, papá? -quiso saber Blanca levantando el cuero que oficiaba de entrada al cuarto del enfermo.

Llanlil dormía pesadamente un sueño profundo. Las penurias de la empecinada travesía se marcaban en su rostro desencajado, que parecía estar cubierto de un velo de dolor, tal como si en el sueño rememorara las peripecias sufridas… las huellas del viento cortándole la cara, la sed y el frío agrietando la carne de los labios…

El ancho pecho levantaba las colchas siguiendo el ritmo de su agitada respiración. Por momentos le recorría todo el cuerpo un tremendo y espantoso temblor y sus manos crispadas se aferraban a los costados del lecho, intentando, en su brumosa pesadilla, esquivar un golpe imaginario. En esas circunstancias gemía dolorosamente. Su figura noble y abatida, tronchada como un altivo tronco montañés, rodando y rodando hacia el obscuro abismo, quebrándose en cada arista granítica, desgajado, roto y mutilándose en la caída como un guerrero atropellado por la caballada salvaje, entre alaridos espantosos, causaba pavor y compasión, mezclado a un indefinido sentimiento de admiración. A nadie en aquella casa se le escapaba la fortaleza que era necesario poseer para vencer la soledad y el frío de las mesetas, así; casi semidesnudo, sin provisiones ni medios para obtener alimentos.

Blanca examinaba curiosa y complacida la ruda fisonomía del indio. Sus ojos claros y vivaces, fijos en los cerrados del enfermo, parecían querer adivinar el secreto que encerraban. Lentamente se volvió hacia su padre murmurando:

– Debiéramos dejar a alguien cerca para que lo cuide… tiene aspecto de haber sufrido mucho ¿no te parece?

– Así es. Bueno, ¡vamonos! Hay que trabajar, amiguita…

Salieron. Lunder se apoyaba maquinalmente en el hombro juvenil de Blanca y su enérgica presencia hacía resaltar la hermosura de aquella rara flor de las pampas.

– ¡ Juan!… -llamó Lunder. El capataz, que se acercaba a los corrales, se volvió al oírlo.

– Sí, patrón, diga no más -asintió, con el sereno continente que no perdía jamás. Un poco como ausente, escuchando voces que él sólo entendía, orgulloso de su soledad como de una coraza invisible. El viento que empezaba a levantarse le volcaba el sombrero, obligándolo a erguir la cabeza con rápidos gestos. Lunder le indicó, señalando al galpón.

– Mande a Roque que se quede cerca de ese hombre y me avise cuando vuelva en sí… y que tenga a mano algo fuerte cuando ocurra.

– Así lo haré -asistió el capataz y se fue. Lunder preguntó entonces a Blanca.

– ¿Tienes ganas de galopar? -y sin esperar la respuesta, prosiguió: -Vamos al codo del río, quiero ver los caballos; ya es tiempo de encerrarlos en los cuadros; está helando fuerte.

– ¡Cómo no, papá! -contestó Blanca y de pronto, recordando, preguntó: -Y Ruda, ¿por dónde anda?

– Se fue temprano a ver a sus indios Pastos Blancos, para seguir luego a la Loma Redonda. Está intrigado por saber qué le pasó al que tenemos en el galpón y de dónde viene. No lo cree de la zona. El se inclina a pensar que sea un araucano venido de Chile o del norte…

Los caballos estaban ya ensillados cuando llegaron al corral. Iban pisando la tierra húmeda, de la que se elevaba un vaho frío, penetrante. De los palos del corral resbalaban las gotas pesadas de la escarcha. El sol, saliendo lento y perezoso, mostraba su anémico disco amarillento sobre los cerros, medio oculto entre las nubes mañaneras que persistían en ahogar al astro entre celajes.

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