Blanca acarició el cuello de su caballo con la mano desnuda, de largos dedos sensitivos. El animal se plantó primero resoplando con fuerza, envuelto en el ancestral temor que subyugó el galopar errante de sus antepasados; sus belfos contraídos mostraron los grandes dientes. Los pelos de los ollares dilatados se cubrían de gotas de hielo cada vez que sus pulmones poderosos expedían el aire con jadeo de fuelle. Irradiaba su aspecto una fuerza indomable, pero en manos de Blanca, que lo manejaba con dulzura paciente pero firme, se convertía en un bruto dócil e infatigable que batía la tierra con cuádruple retumbo.
– ¡Hola, Mordiscón! ¿Salimos a correr un poco?
– Pero muchacha… ¡Déjate de charlar con el caballo! ¿O querés enseñarle a hablar? -se burló Lunder, riendo bondadosamente, mientras montaba el suyo, un alazán de gran alzada.
– ¿Vos crees que no me entiende? Mira como se calma ahora -le contestó Blanca montando a su vez.
– Ya sos capaz de domesticar a un puma cebado si te lo propones… -le repuso su padre, mirándola entre admirado y burlón.
– Podes volverte si querés -recomendó al silencioso peón que cuidaba los animales, mientras emprendían un trote corto hacia el río. Cuando se alejaban, el sol bañó las grupas de las cabalgaduras y se enredó en los cabellos rubios de Blanca, tornándolos resplandecientes como una corona luminosa de reflejos dorados. Padre e hija se mantenían en sus monturas con la gallardía de viejos jinetes, sin quebrar un solo momento la elástica armonía de sus movimientos. Al contraluz sus figuras agrandadas eran como un símbolo de las gentes nuevas nutriendo y nutriéndose de la tierra salvaje. Cada golpe sonoro de los cascos de los caballos contra el piso helado era un tambor que despertaba los ecos dormidos del valle; cada voz y cada grito un vibrante llamado a los campos no heridos todavía por el filo de la reja del arado, no henchidos por el grano fecundo, no florecidos por la constancia y el trabajo del hombre, pero aguardando con su muda espera proyectada al porvenir. Sobre ella iba a librarse aún la última batalla del odio y la codicia hasta rendirse en una luminosa aurora de progreso, abrirse en mil caminos hacia la conquista de sus entrañables frutos.
Los dos jinetes empujaban a los potros con gritos y ágiles evoluciones, llevándolos a los corrales entre los álamos. Algunos peones vinieron en su ayuda y al fin todos los animales quedaron encerrados en sus refugios invernales. Techados de jarillas y neneos les brindarían abrigo contra las heladas.
En medio del agitado revuelo de crines y cabezas nerviosas, de cascos quebrando el hielo de los charcos endurecidos, Blanca, erguida sobre su cabalgadura, se arrebolaba en una jubilosa exaltación. La fina curva de sus labios eran una roja pulpa. Sus ojos se inundaban de luz y entusiasmo al conjunto de aquella fiesta de fuerza, en la que el coraje de la bestia se resistía a la voluntad del hombre. De pronto un grito de advertencia castigó el aire y enmudeció las voces de los que llamaban y azuzaban.
– ¡ Cuidado!… -y un soberbio potro negro cargó en línea recta sobre Blanca. Rechazado a coces por los que estaban en el corral, acosado por los perros barulleros y los gritos de los peones, huía enloquecido hacia el valle en desenfrenado galope; Blanca tomada de sorpresa, se quedó inmóvil, mientras su caballo relinchaba aterrorizado. En el último instante, Lunder atropellando de costado se lanzó a la carrera con el suyo, alcanzando a desviar el potro, que con las crines al viento y pateando en el vacío escapó al campo.
– ¡ Uff! Casi te alcanza… -exclamó Lunder, volviendo hacia su hija.
– ¡Huijaaa!… -atronaron los peones, entusiasmados por la maestría del jinete.
– Con ése sí que no te servían las palabras ¡eh! -dijo Lunder, mirando sonriente a Blanca.
– Es cierto papá ¡buen susto me llevé!… Pero mi gringo gaucho puede más que un potro -subrayó con orgullo.
– Bueno, volvamos a casa que gaucho o no, ¡tu madre se la toma conmigo si nos atrasamos!
De regreso y al pasar frente al galpón vieron al viejo Roque, el baqueano indio, ocupado en trenzar un lazo, cuyo cuero de guanaco había ablandado con los dientes.
– ¿Todavía sigue durmiendo tu paisano? -preguntó Lunder. El indio afirmó balanceando la cabeza.
– ¿No estará muy enfermo, papá?
– No creo; estará agotado después de la tremenda caminata, eso es todo.
– ¡Y vamos pronto que mamá nos espera!
Comían todos en la gran sala-cocina. Lunder, su hija, María y el capataz, hacían el honor a la humeante sopa que Frida servía en los floreados platos, orgullo de su tierra y milagrosamente conservados a través de todas las mudanzas de la suerte. El pan casero se abría en tajadas sobre la panera de metal repujado. La escena familiar reflejaba la solidez tanto afectiva como económica de aquel hogar perdido entre las áridas mesetas patagónicas, tan distante de las ciudades populosas que la sola mención de sus parajes, totalmente ignorados, sugerían rulas misteriosas acechadas por peligros innominados.
Después del almuerzo cada uno volvió a sus tareas aprovechando las escasas horas de luz, pues al llegar el invierno los días se acortan sensiblemente. La casa permanecía silenciosa y afuera el viento se calmaba. Apenas si breves ráfagas, como jinetes rezagados, cruzaban los corrales y las dependencias para chocar sin ímpetu contra las puertas y ventanas herméticas. Frida, observando el valle a través de los vidrios de una ventana, tejía tranquila, mientras Blanca hojeaba un viejo libro apergaminado.
En un álamo cercano un pájaro oculto piaba alegremente, y el aire claro transportaba el canto con límpidas resonancias. Los alrededores de la casa, como contagiados del silencio de ésta, se adormecían en la siesta. Un gallo elevó el clarín de su voz como un saludo y fue respondido por otro y otro hasta morir el canto enredado entre la cabellera lánguida de los sauces, que mirándose en la corriente del río transparente ondulaban pausados. El sol otoñal, cálido y denso, acariciaba las hierbas, y el tenue bochorno de la tarde, que la atmósfera seca propagaba, hacía presa en las ovejas y carneros que pastaban parsimoniosos y graves. Todos los objetos enmarcados contra los cerros lejanos, se revestían de una serenidad casi sagrada y su tensa inmovilidad evocaban una página de égloga bíblica, a la que no le faltaba siquiera el místico pastor, pues cerca de los corrales y oteando el valle, un peón ceñido en pieles, inmóvil y de pie sobre una elevación, vigilaba los ganados dispersos confundiéndose con el paisaje silente. El mundo había retrocedido en el tiempo, como una escena arrancada de un viejo manuscrito.
Promediaba aquella tarde singularmente calma, cuando Blanca se asomó a la galería. Los hombres no habían regresado aún y sólo un rato después vio al viejo Roque salir del galpón. Lo llamó y el anciano indio se acercó a su patroncita.
– Buenas tardes, Quila -la saludó con su honda voz musical y pausada.
– Buenas tardes, abuelo, ¿cómo sigue el enfermo?
– Y… así no más, amita, recién empieza a despertar ¡mucho golpeado! -en la voz del indio flotaba una extraña reticencia temerosa al nombrar a su paisano.
– Quila -prosiguió después de la pausa-. El es un jefe… caído, como un luán 1 en la batida, su brazo es fuerte todavía…
Blanca, aunque habituada a las usuales alegorías del anciano, no dejó de percibir sin embargo intensa majestad impresa en sus palabras. Admiradora de las almas fuertes, la grandeza la envolvía sintiéndola latente en la suya como un torrente contenido. Llevada por una inexplicable solicitud, quiso saber más detalles.
– Entonces, ¿por qué está aquí? Lejos de su tierra, de su gente… en ese terrible estado… ¿No es extraordinario?
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