Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– No sé, no sé. Las rocas vuelven a veces de las montañas y llenan la tierra como mallines -se quedaron silenciosos, sumidos cada cual en sus pensamientos. Poco después vieron al capataz que se dirigía a la entrada del galpón sin reparar en ellos. Blanca, sin titubear, se dirigió también allí y ya se encontraba a pocos metros cuando una sorda exclamación la detuvo.

– Pero ¡qué le pasa! -era la voz de Juan la que se oía.

– ¡Eh!… Loco del diablo. ¿Todavía andas buscando que termine yo de romperte la cabeza?

Dominada súbitamente por la inquietud, Blanca corrió hasta el interior del cobertizo, levantando con manos nerviosas el cuero que ocultaba la cama donde yacía el indio, en el preciso instante en que éste se erguía contra la pared del galpón, blandiendo un nudoso palo. El capataz con el talero en actitud defensiva lo enfrentaba. La presencia de Blanca truncó la acción de los dos hombres y Llanlil la miró con ojos extraviados. Blanca, sintiendo florecer en ella todo el orgullo de su naturaleza acostumbrada a ser obedecida, sostuvo la mirada. Lentamente las contraídas facciones de Llanlil fueron distendiéndose. Entonces Blanca exclamó suavemente:

– ¿Qué tiene? Nadie quiere hacerle daño -la voz de la mujer pareció arrancarlo de un sueño opresor y el garrote se deslizó de sus manos. Se quedó allí inmóvil todavía y sin embargo altivo, como si el temor hubiese sido reemplazado por la conciencia de una dignidad antigua. Detrás de Blanca, Roque murmuraba palabras ininteligibles. La hija de Lunder se volvió hacia él, diciéndole:

– Dígale a este hombre cómo ha llegado aquí, cómo lo hemos curado y que nadie quiere molestarlo.

La sonora voz del anciano parloteó un discurso en su lengua y sus graves tonalidades, semejaban por momentos los ecos de una cascada en el bosque. Sus palabras fueron contestadas brevemente por Llanlil, y a su término Roque, dirigiéndose a Blanca y al capataz, explicó:

– Dice que sabe la lengua del huinca… pero no recuerda lo que le pasó.

– Vea, señorita -interrumpió visiblemente molesto el capataz, pero Blanca le impidió continuar diciéndole:

– Después hablaremos… Ahora vamos a dejar tranquilo a este hombre. Me parece más asustado que otra cosa. Le pidió entonces a Roque que se ocupara de su paisano y haciendo una seña a Juan, salió al patio.

La breve tarde se hundía ya en las primeras sombras nocturnas. La placidez del sol había sido arrebatada por un viento no extremadamente fuerte, pero sí frío que, cruzando el valle en toda su extensión, flagelaba la gran casa de adobes. Su contacto estremeció a Blanca e instintivamente buscó con los ojos la presencia de los hombres que escuchaba acercarse, viniendo de los cuadros de álamos. Estos aparecieron luego, con Lunder a la cabeza, comentando las peripecias de la jornada.

Al ver a su hija la saludó alegremente, yendo a su encuentro a grandes pasos, las barbas flotando al viento con patriarcal bonhomía; pero al aproximarse la observó tan demudada que exclamó sorprendido:

– ¡Pero hija! ¿Qué te pasa?…

– ¡Oh papá… ese hombre… ¡ha despertado al fin y parece tan asustado de algo o de alguien que por poco más ataca a Juan, creyéndose él el atacado!

– ¿Es cierto? -preguntó Lunder, volviéndose al capataz.

– Así es, patrón -respondió Juan, siempre cachazudo y sin la menor alteración en su voz impersonal.

– ¡Yo le voy a enseñar! -gritó Lunder encaminándose al galpón-. ¡Lo único que faltaba!

– ¡Papá, por favor!… -lo atajó Blanca poniéndose delante-. Ese pobre hombre está aterrorizado y sale de su desmayo con alguna horrible impresión en su cerebro…

– ¿Qué estás diciendo? -interrumpió impaciente Lunder. Los hombres de la casa se habían reunido entretanto y los rodeaban. Una voz se elevó en el grupo, exclamando:

– Ahora sí que estoy seguro, pues…

– ¿Seguro de qué? A ver, Blanca… ¿qué sabes de todo esto? -mientras hablaba se desasió suavemente de los brazos de su hija, que aún lo sujetaba-. Déjame y habla…

– Oh, sólo presentimientos, pero algo me dice que los hombres de Sandoval son los responsables del estado del indio… pero oigamos a Antonio que recién habló…

– ¡A ver vos! ¿Qué sabes de este indio? -interrogó Lunder al fornido peón que lanzara la exclamación.

– Este… vea… yo francamente, patrón -se excusó el interpelado.

– Déjate de retaceos y habla de una vez -lo conminó Lunder con autoridad.

– Bueno, del indio no sé nada… pero ayer le pregunté a Bernabé dónde había conseguido el caballo y los fardos y él me contó que los había comprado a un indio cazador y… ahora ése…

– Ya veo -interrumpió Lunder-. Ustedes están cavilando por cuenta propia… pueden irse y vos Blanca vení conmigo. Vamos a casa.

Cuando se acercaban a la casa, Lunder le dijo a su hija:

– Ahora no me cabe duda ¡esos canallas! Y para peor este hombre aquí con los problemas que ya tengo con Sandoval…

– Pero, papá ¿en qué puede Sandoval dañarnos con sus proyectos?

– En muchas formas, m'hija. Si alambra los campos, me priva de los valles de la cordillera para invernar… Y necesito de ellos para aumentar y conservar los caballos, para aclimatarlos y mejorar una raza capaz de soportar todos los rigores del clima. Esta tierra en la que pocos tienen fe, será en su tiempo la esperanza más grande de los hombres; es inmensamente rica, ¡qué diablos! Por nada la compañía reclama leguas y leguas, ¡ella quiere quedarse con todo! Me irán, poco a poco, arrebatando a la gente de trabajo, y lo mismo harán con los demás colonos del norte.

Desacreditarán nuestros esfuerzos, porque la lana viene pronto y se trabaja menos… ¿comprendes ahora…? Y buscan contactos, porque ¡claro!, con la fuerza de su parte poco les importa la ley; ellos van a imponer y aplicar a su antojo la que más les convenga. Quieren obligarnos a depender de la compañía y si lo consiguen harán lo que quieran desde la costa hasta la montaña… Todos los pobladores estamos alarmados. Desde que el gobierno arregló la cuestión de los límites, ellos se sienten seguros y obtienen concesiones enormes, pretextando su afán de colonizar… Entregas hay de doscientas leguas cuadradas en poder de particulares. Admito que ninguno, ni yo mismo, somos abnegados o desinteresados misioneros, pero tampoco todos somos forajidos, sino gente de paz y de trabajo dentro de la ley… -hizo una pausa, mientras veía encenderse las primeras estrellas.

– Mi conciencia en este caso me dice que ese indio, si de verdad ha sido despojado y maltratado por la gente del Paso, como presumimos, merece justicia, pero, ¿quién ha de hacerla? Aquí manda Sandoval y a él le importan muy poco los indios, vengan de donde vinieran. Pedir ayuda a Rawson es imposible. El gobernador es un caballero, pero su fuerza no llega tan lejos y yo no puedo moverme de aquí… Yo no soy ni juez ni policía, sino un simple particular y extranjero por añadidura…

– Es verdad, pero nada ganaremos con preocuparnos inútilmente. Es de esperar que ese hombre, una vez curado, se olvide de todo y se aleje nuevamente.

El pensamiento de Blanca, índice de egoísmo y hasta menosprecio por los derechos del indígena, era sin embargo comprensible, considerando que su existencia había trascurrido en un ambiente de lucha áspera, donde difícilmente triunfaba la justicia y en el que el indio era apenas un objeto más en el panorama, usado cuando convenía o, de lo contrario, explotado inicuamente. Por otra parte estaban aún frescos los recuerdos de las tropelías que muchos de ellos habían cometido, aunque era fundado sospechar que el cerebro que los dirigía no era precisamente el de los caciques. Las ideas de respeto al prójimo eran en consecuencia relacionadas únicamente con la fuerza que éste pudiera esgrimir, y los indios, mansos o alzados, escasamente entraban en el concepto de prójimo.

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