– Ya lo sabe, Blanquita, a menos que me echen, pienso pasar el invierno con ustedes… ¡Me merezco unas vacaciones!
– Echarlo, padre… ¡Si usted es realmente un enviado del cielo! -protestó con vehemencia Blanca, oprimiendo la mano del buen padre Bernardo-. Lo que haré es enviar un parte a Rawson, para tranquilidad de sus superiores y amigos.
– ¡Ah claro… y van a privarse de un- hombre sólo para asegurar mi tranquilidad! Mandar mensajes, ¡no faltaba más!
Ruda, que chupaba su pipa cerca del fuego, interrumpió:
– No, padre, tenemos un peón que quiere reunirse con los suyos. Ese se va y no vuelve. De todas maneras lo haría lo mismo.
Juan, distante como de costumbre, contemplaba la estufa que enrojecía el imperio de las llamas. Apenas si movió la cabeza cuando Blanca le dijo:
– Ya sabe, Juan, mañana mismo despacha al gales para su casa. Le entrega su caballo y otro de los nuestros. ¡Ah!, encárguele lo deje en la Gobernación, en depósito.
María había entrado en ese momento y se atareaba manejando platos en el gran armario construido con lenga cordillerana. A pesar de su seriedad le brillaba una chispa picaresca cada vez que sus miradas se cruzaban con las de don Ruda.
– ¿No quiere que la ayude, Maritornes? -preguntó éste.
– No gracias… y sepa que soy María Torne -contestó la aludida-. Siempre le fue mal con los gringos ¿no es cierto?
Ruda lanzó una carcajada y respondió: -Eso te crees tú… ¿A que no haces la prueba? -Ya se quisiera, ¡véanlo al presumido! -replicó ella alegremente.
El padre Bernardo, acompañado de Blanca salió afuera. Hacía frío y el firmamento tenía limpideces de cristal. Un silencio calmo se extendía a lo largo del valle, en el que la nieve caída formaba un manto blanco, desdibujando los contornos de la casa y los corrales. Numerosas estrellas parpadeaban incesantes en el cielo intensamente azul. El anciano se sintió envuelto en un aura de belleza, que la mano pródiga de Dios derramaba como prueba de su infinito poder. Por su parte Blanca, atada por más inmediatos designios, imaginaba con las estrellas un apasionado diálogo, poblado de interrogantes ansiosos, que su alma formulaba tímidamente, pero cada vez con mayor persistencia.
– ¡Qué noche tan hermosa! ¿Verdad, hija mía? -preguntó el sacerdote, acariciando la mano de la muchacha.
– Sí, padre. Tan hermosa y sin embargo tan tremendamente terrible. Mi corazón no deja de temblar y ni aún de día me devuelve la paz… ni tampoco la oración. ¿Por qué, padre… por qué?
– Tú mejor que nadie has de saberlo, y Dios naturalmente, para quien nada permanece oculto. ¿Pero de dónde nace tu angustia? ¿A qué o a quién temes; o mejor quizás: por quién sufres?
– ¡Ah!, si pudiera contestarme yo misma esas preguntas… Sufro por mi padre y por algo que siento en mi corazón. Como estas tierras y estas aguas que se hielan en la superficie, guardo en el fondo una llama que me consume. No existe para mí otro mundo que éste, padre; siento que me debo a la tierra y a ella tienden como raíces los hilos de mi alma. ¿Por qué entonces el valle y la montaña parecen esconder hoscamente el eco de mi voz y ya no me siento a mí misma como antes? ¿Por qué la noche me trae tristes pensamientos y me niega el descanso? ¿Por qué sufro así?… Tengo miedo de mi propio secreto.
El sacerdote escuchaba y una tierna solicitud nacía en él ante la apasionada angustia de la mujer que le confiaba a él y a las mudas estrellas, su corazón. Hubiera querido levantar el velo, pero algo lo contuvo todavía y aguardó la última confidencia. Siguieron así avanzando lentamente, mientras la noche los envolvía en su serenidad. Parecían hallarse en el centro de un silencio profundo, donde sólo la voz de Blanca denunciaba la presencia de la criatura humana, en la vastedad del espacio desnudo; silencio despojado de sonidos, frente a los cerros obscuros donde la nieve resaltaba como si la luz del día volviera a renacer, desfallecida, del seno de la piedra.
De improviso un ahogado relincho llegó hasta ellos desde los corrales, seguido de sordos retumbos de cascos hollando la nieve. La muerte del silencio imprimió a la soledad inusitada sonoridad de tambores lejanos. Ellos se detuvieron, olvidados de sus apremiantes pensamientos, pero los ruidos no se repitieron y todo fue recobrado nuevamente para el silencio.
Regresaron.
El padre Bernardo no podía conciliar el sueño. Recitó sus oraciones con fervor y solicitó a su patrono la paz para todos los seres de aquel hogar donde se dignificaba el trabajo y se embellecía la naturaleza con amor.
Meditó largamente. Solo en la soledad del cuarto a obscuras que se helaba al avanzar la noche, aguardó al sueño. En el cuarto vecino también Guillermo Lunder buscaba en el sueño descanso para su organismo afiebrado. Frida estaba a su lado, vigilando los menores gestos del esposo que no encontraron descanso. Fue la noche cayendo hora tras hora sobre la casa; las estrellas palidecieron hasta apagarse una a una como luces tocadas por la vara encantada de un nada con dedo de nube. Cantó un gallo su litúrgica salutación al alba y el blanco vellón de las ovejas se agitó y resplandeció entre la albura de la nieve. Pasó por las alamedas, como un leve aleteo tímido, el primer escorzo del viento y los árboles estremecieron sus múltiples brazos impetratorios, como sintiendo una nueva corriente de sangre subir desde sus cálidas raíces. Detrás de los cerros un hálito escasamente tocado de rosa aclaró el filo de las rocas. Con lentitud, como prolongando el perezoso despertar, la aurora fue recargando sus tonos, abriéndose como un arco de luz, acentuando el perfil verde trasnochado de los árboles, descubriendo los senderos, destacando la herida de las hondonadas; hasta que al fin el ámbito sonoro de la mañana estalló como una rosa salvaje el júbilo del día. En los corrales el sol dibujaba estrellas matutinas en las ancas de los caballos.
Llanlil, despierto al primer indicio del alba, recogió su poncho y se echó a andar hacia el refugio de las ovejas. Todo estaba en orden y volvió al cobertizo, donde encendió el fuego para calentar su refrigerio. Pero volvió a salir en seguida. Su fino oído había captado en la noche el rumor de los caballos y quería averiguar el motivo de su alarma. Se dio a pensar en la presencia de algún puma hambriento rondando las cercanías, aunque el silencio de los perros le llamaba la atención. En el camino se le agregó un mocetón rubio. Era el gales que volvía a sus pagos. Los dos hombres avanzaron juntos. Llanlil, tan alto y robusto como el gales, resaltaba por su andar elástico. Sólo los diferenciaba la pigmentación de la piel. Sobre la cabeza del gales el naciente sol se entretenía incendiando sus rubios cabellos.
– ¿Se va, señor? -preguntó el indio.
– Sí, compañero -contestó afablemente el gales-. En Trelew me esperan mi mujer y mi hijo… el hogar, amigo.
Llanlil repitió pensativo:
– ¡Hogar!… -hubiera querido continuar, pero temió la incomprensión despectiva del blanco, siempre dispuesto a ignorar a aquellos seres que no comprendía, y el indio enmudeció.
Estaban cerca de los corrales.
– ¡Mire un poco! -gritó el gales de pronto-. ¡Han roto la tranquera del corral grande!
En ese momento, Juan, atraído por los gritos que daba el peón, llegó corriendo.
En efecto, la tranquera aparecía caída hacia adentro… Un potro olfateó con recelo los palos húmedos de la tranquera, como si sospechara que se le tendía una trampa, y luego, algo más seguro, la traspuso de un salto; en seguida lo siguió otro, mientras los demás, curiosos, se alborotaban frente a la salida.
A los gritos de los tres hombres que corrían hubo un revuelo de crines, un retumbo de relinchos y el pánico los empujó ciegamente hacia aquella inesperada libertad.
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