Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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Y Ruda, largo y flaco, siguió andando en dirección a los corrales, moviendo sin gracia los brazos, al ritmo de su solitario coloquio.

Al siguiente día, con la primera, indecisa y prolongada claridad del amanecer, endurecidos por el frío y agrandados por los pesados ponchos y la neblina, los jinetes de las patrullas se abrieron lentamente como puntas de una estrella y pronto se alejaron de la gran casa, que volvió a hundirse en el silencio de la mañana helada y opaca, como si las olas de nieve se arrastraran por el fondo del mar.

Blanca, desde su lecho, despertó al ruido de los preparativos. Somnolienta todavía se acurrucó bajo las mantas y escuchó las palabras sueltas que le llegaban desde afuera. De pronto se sorprendió esperando oír la voz sonora e intensamente profunda de Llanlil. El deseo de escucharlo la hizo incorporar casi, pero el indio no parecía estar en el grupo, pues ni a él ni a Roque los oyó una sola vez. Fatigada de la espera y con frío, se estremeció y volvió a taparse. La obscuridad cómplice pareció liberarla de toda opresión y se quedó absorta, con el corazón latiéndole desoladoramente solitario en el centro de la noche. Después de tantos días de andar a ciegas por el laberinto de su espíritu, la certidumbre de su destino había saltado en el silencio nocturno como una llama exacta y significativa. Llanlil era -ahora lo sentía, más que comprenderlo- la razón de su angustia, el dolor de su alma enamorada. ¡Extraño amor, entre el hombre de la tierra, aparecido en la alta noche desolada, y ella, que corría sobre la misma tierra con la leve inconsciencia de la pluma! ¡Extraño amor el suyo que se resistía orgulloso y tenaz, como el ágil huemul al salto desgarrante del puma!

“¡Lo quiero… lo quiero!”, -musitó huraña y brava, como defendiendo ya de ocultos peligros el amor recién revelado. La convicción, la dulce y aterradora convicción la sobrecogió en una enajenada excitación y se quedó esperando, vacía, perdida, aguardando el día y la luz; inexorablemente enfrentada a la realidad de su pasión; colocada en conflicto y rebeldía con su mundo familiar y amante, que desde ahora tendría para ella un asombrado interrogante impreso en cada frente y una instintiva renuencia en cada corazón.

Porque desde allí en adelante, más alta que las paredes de roca, la dura e inabordable repugnancia y subestimación hacia todo lo indígena, hombres y cosas, común en cualquier blanco, estaría pronta a herirla sin piedad en aquel amor que era su locura, pero también su justificación.

Ya alto el día, su madre, inquieta, fue a su cuarto y la halló aún acostada. Blanca miraba a su madre como asustada, su bello rostro demudado y equívoco.

– ¿Qué tienes hoy?, si puede saberse… ¡pero qué cara! ¿Estás asustada de algo o de alguien? ¿Acaso tuviste pesadillas?

– No mamá; no tengo nada, ya me levanto. ¿Cómo está papá?

– Igual, hija, igual. El padre Bernardo está a su lado desde temprano. ¡Bueno, hay mucho que hacer! -dijo mirando a su hija.

Apenas hubo salido y cuando Blanca se disponía a vestirse, la voz clara de María la sustrajo de nuevo de sus pensamientos.

– ¿Se puede, niña? -preguntó la muchacha, entrando resueltamente.

– Pudiste esperar que te contestara por lo menos -la reprendió Blanca.

María pareció contrariada, pero venciendo la situación con su franca risa, respondió:

– ¡Caramba, mi niña! ¡Cuánto misterio! ¿Esconde algo?

– No seas tonta, María, ¡no veo la gracia!

– Lo que es yo tampoco veo a quién esconde.

Blanca no contestó y en silencio continuó vistiéndose. Ensimismada, alisó sus cabellos rubios que bajaban en cascada por sus hombros de contornos suaves. María la miraba y la sentía lejana, ausente hasta de su misma presencia. Con la instintiva clarividencia que posee toda mujer para adivinar el secreto que otra oculta, su mente daba vueltas a una idea tenaz. La muchacha seguía contemplando a su ama, que al fin no pudo ya soportar aquel examen indagador y bruscamente exclamó:

– ¿Por qué me miras de ese modo?

– ¡Oh! Por nada tal vez, la miraba simplemente… Usted sabe, niña, que puede confiar en mí, y yo estoy pensando que usted necesita confiarse en alguien…

– ¿Qué te hace pensar así? No me pasa nada. ¡Nada!

– Eso no es cierto, niña Blanca -replicó, corajuda, María- a mí no puede engañarme. La conozco bien… casi soy su hermana mayor. ¡Niña! ¿No va a contarme sus cuitas? ¿Quién es él?…

– Eso quieres saber, ¿eh? -desafió Blanca temblando-. Pues sí, hay un hombre en mi vida, pero tú nunca llegarás a comprender. ¡Ni tú ni nadie!

María estalló con cálida emoción:

– ¡Sí que puedo, mi niña…! ¡yo también quiero y tengo que callar!

– ¡Qué dices, mi buena María!, pero entonces…

La muchacha la interrumpió con un ademán y, yendo hasta la ventana, levantó las cortinas. Desde allí contempló el valle que, todavía envuelto en la niebla de la mañana, borroneaba levemente la perspectiva de los cerros, los árboles y aún los animales de los corrales, que parecían flotar en el vaho pesado de la tierra, moviendo los remos blandamente entre la niebla, llevándosela por delante, como si tocasen, desgarrándolo, un tul inexpresadamente sutil. Los movimientos de las bestias eran deliberadamente lentos, como si temiesen despertar los ecos del nuevo día. El hielo de la noche mostraba su huella en los vidrios de la ventana, dibujando intrincados laberintos geométricos de rara belleza. Los primorosos cristales centelleaban fugaces, despidiendo débiles hilos de luz al ser heridos por la naciente claridad y su parpadeo, como miles de pupilas de gatos juguetones recibiendo al sol, fulguraban en el interior de la habitación. María dejó caer las cortinas y volviéndose, grave y dulcemente persuasiva, dijo:

– En este momento lo mío no interesa, no debe interesarle. Soy su amiga. ¿Me cree, verdad?… Estoy dispuesta a hacer cualquier cosa por ayudarla. ¡Dígame cuál es el problema que la angustia!

Blanca tampoco encontró las palabras precisas para negar o volcar la emoción que la anegaba. Se sentó en la cama y, apretando las manos, permaneció callada. De pronto dijo como saliendo de un sueño.

– Sí, María; estoy enamorada, pero este amor hay que callarlo como si fuera un pecado… y sin embargo necesito a toda costa expresarlo… ¿Me juras, María, callar tú este secreto?

Blanca luchaba todavía, resistiéndose a dejar escapar la verdad que subía a sus labios.

– Sí -respondió María, acariciando las manos de Blanca. Lo dijo con sencillez, con la concisa sencillez de su corazón noble y tierno. Alentada Blanca por aquella solicitud tan cercana a su amor, exclamó arrebatada de pasión y vehemencia:

– Pues sí, María, ya mi corazón no me pertenece… un hombre ha llegado; la tierra, nuestra tierra me lo trajo, bravo como el viento que azota las mesetas… desde la venganza hasta mi amor ha llegado…

– ¡Niña, Dios mío! ¿Pero es Llanlil acaso?…

– Sí María, él es… -gimió Blanca, maravillada de oírse a sí misma afirmar lo que su corazón no concluía de admitir.

– ¡La niña está loca! ¡Enamorada!… ¿Y de quién?… de un indio… ¡Que no se entere su madre, porque el dolor la mata!…

– ¡Oh, María! ¡Cómo me duelen tus palabras! Enamorada, sí. Ya mi alma está colmada y necesito decirlo, porque si no me dejan quererlo, será para mí la muerte que presagias…

– ¡Pero eso es una locura, niña Blanca! -exclamó María, abrazando a la muchacha. Allí estaban las dos mujeres, enajenadas y absortas en sus emociones, mientras la mañana subía lentamente, rozando las ventanas y entrando con tímida claridad hasta la habitación, y mientras de lejos llegaba el grito aislado de un peón llamando a un compañero, o el balido pastoso de una oveja buscando su majada diluida entre la niebla que subía del suelo helado, empapando la hierba y poniendo cendales grises en los calafates amustiados. Blanca, al borde de las lágrimas, respondió a la exclamación de María:

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