– Yo ya no puedo evitarlo, María…
– Y él; ¿la quiere acaso? -quiso saber ésta.
– Su mirada lo delata.
– Es cierto. Ahora todo lo comprendo… lo he visto, como si besara su sombra ¡el pagano!
– ¡No! -gritó Blanca-. No digas eso… lleva a Dios en sus ojos y de mi amor nada sabe. ¡Hasta cuándo he de callarlo! Todo es ahora diferente y pienso si no hice mal quedándome aquí, entre los míos, ¡en esta tierra que tanto quiero! Pero aquí estoy y quiero seguir quedándome. Por él y por mis padres… Ay, María, tiemblo pensando en ellos y en mi amor tan extraño que puede sellarse con sangre… ¡con sangre de los hijos de la tierra y de la de quienes todo se lo quitaron! ¿No ves cómo mi entrega es apenas como devolver una flor del jardín que fue suyo? Sin embargo… yo lo quiero a él por él mismo y ni la muerte…
– Cállese, niña, por Dios -interrumpió María llorando casi-. Espere… espere… ese indio…- pareció recordar algo. Pero Blanca odiaba ya aquella palabra despectiva, vocablo menospreciativo del hombre que amaba. Ella no veía en Llanlil más que al dueño de su destino, y por eso mismo al mejor.
– No quiero que lo desprecies, sabiendo que lo amo. Tiene su nombre y por él has de llamarlo ¿entiendes?
María asintió muda, asombrada ante aquella tremenda fuerza que nacía en el alma de Blanca, junto con su amor. ¡Mucho debía valer verdaderamente Llanlil para despertar tanta pasión, tanto fuego!
En Blanca siguió desbordándose con ímpetu toda la vehemencia del sentimiento nuevo que la ahogaba. Exaltada o serena, toda su voluntad estaba al servicio de la pasión; vivía para él, respiraba para él y la sangre corría por sus venas transitando un camino de fuego, que le ardía, dulce y doloroso al mismo tiempo.
– ¿Dónde está él ahora, María? ¿Qué hace? ¡Tan callado y solitario que me estremece nombrarlo!… ¿No dirás nada, verdad?… Te asombras, María, pero ¿no es el mejor acaso? A mi alrededor veo hombres brutales, duros, despiadados, cegados por la codicia desmedida, o torpes incapaces de ningún amor, ni para ellos mismos siquiera, o tan hundidos en su propio ser, que toda luz, todo calor lo ignoran… lo amé a él porque todos lo odian o le recelan. Representa un reproche… una amenaza viva para el despojo. Viene de un mundo salvaje, libre, inconquistable, pues al fin no lograrán dominarlo, sino que también ellos serán conquistados y vencidos por la tierra dura, por el viento inexorable, por la nieve que pasma y ciega… por todo lo que Llanlil ama y que le niegan con alevoso cálculo… Muerto quisieran verlo ya que no pueden domarlo…
De un punto de la casa, la voz de Frida se elevó llamando.
– María… Blanca… ¿pero qué hacen?…
– ¡Vamos, niña, vamos! -suplicó la muchacha.
– Sí, vamos, María, pero dime, ¿verdad que… que callarás todavía?… yo… tendré miedo de despertarme llamándolo… pero he de callar y callaré porque yo misma me espanto.
“¿Dónde está él ahora” -habíase preguntado Blanca. La pregunta no tenía respuesta para ella. Llanlil, con Ruda y dos peones hacía horas que galopaban parejo sobre la tierra húmeda del valle, por donde el Senguerr se bifurca en pequeños brazos que, como arterias abiertas al cielo, irrigan el cañadón para perderse en los bordes arenosos donde nacen las paredes de la meseta. Hasta donde llega el agua, la hierba crece lozana y entre ella ambulan los teros reales, las zancudas recelosas, y el avestruz balancea su largo cuello que parece sostenido por un resorte en permanente oscilación y cuyo grotesco vaivén, repetido por todos en distintos planos y alturas simultáneamente, termina por fatigar la mirada.
Al paso de lote caballos chapoteando en el suelo semilíquido, todo el tropel se dispersaba, unos corriendo nerviosos a esconderse en las numerosas lagunas; otros, como la pesada avutarda levantaban vuelo y tras ellas seguían las armoniosas garzas de dorado plumaje, y pájaros inquietos y fugaces. Sólo el tero chillón desafiaba atrabiliario a los jinetes, que en silencio, a medias descansando sobre los recados, galopaban siguiendo las huellas de los potros fugitivos. Los dos peones, hechos desde muchachos a tales correrías, seguían indiferentes la marcha regular y cadenciosa y el galope corto de sus caballos y así habrían continuado hasta el confín de las mesetas sin el menor gesto de cansancio o aburrimiento. Aunque parecían dormirse sobre el recado, reencontraban el familiar contacto en cada recodo del río, en la altura de las aguas, en el contorno de los cerros. Cada roca lejana o cada grupo de árboles eran individualizados como señales de la distancia basta otro punto ya recorrido de antemano. Sin temor a equivocarse podían afirmar: “Aquí pasamos la noche en el rodeo del año tal…”. “Aquí fue donde matamos al puma”. “Allí cayó fulano cuando rodó su caballo”, y así siempre ante cada objeto o accidente del terreno.
Ruda en cambio, experto jinete, reventaba de fastidio por el obligado silencio y de buena gana hubiera hecho alto para charlar, contar cualquier vieja historia, o asar un cuarto de capón al abrigo de unas rocas propicias; pero necesitaban apurarse. Los potros se irían dispersando cada vez más y si no los alcanzaban pronto, corrían el riesgo de perderlos a manos de los indios. Por allí cerca, en Pastos Blancos, la tribu del cacique Maniquiquen, languidecía de persistente miseria. Aun si se salvaban de los indios, el frío acabaría pronto con los animales, criados a corral y con grano abundante. Ruda buscaba afanoso y, al no hallarlos bufaba de rabia e impaciencia.
A su costado, sobre un recio tordillo pampa, con apenas un liviano cojinillo por recado y con esa gracia fiera y natural a un mismo tiempo del jinete de sangre, del jinete consustanciado por instinto y amor con el caballo, galopaba Llanlil. Con perfecta maestría ni se retrasaba a su compañero, ni tampoco lo adelantaba jamás. Cada golpe de cascos del caballo de Ruda era repetido como un eco por el de Llanlil. Pareciera que un yugo invisible los uniera estrechamente. Nunca una vacilación, un esquive brusco o un desplazamiento del jinete sobre el lomo de la cabalgadura. Erguido, con el poncho, única prenda que salvó del robo, tendido sobre la vertical de su cuerpo en amplios pliegues, semejaba una estatua animada cabalgando incansable, con la impasibilidad del mármol.
El español, hidalgo admirador del coraje y la entereza en cualquier arte del campo, estudiaba de reojo a su compañero y lo cotejaba con los gauchos que conociera, únicos también en armonizar la férrea disposición para el caballo con la más flexible de las gracias en la marcha. Al principio le pareció una torpe actitud presuntuosa del indígena, pero la natural gravedad de éste, su silencio y el acatamiento a su mando, evidenciado en aquel sutil gesto de no adelantar jamás su marcha a la de él, lo convencieron de su noble carácter. Llanlil ni adulaba por temor ni se apartaba por orgullo. Vibraba solitario en el amor a la carrera y saboreaba el galope sostenido, como quizás lo hicieron sus abuelos marchando hacia los parlamentos de sus iguales en jornadas memorables ya extinguidas.
El instinto de raza corría por su sangre como un cálido torrente y galopaba sin cesar, seguro, avizor y feliz de su libertad.
El mediodía había disipado la niebla, y los rayos del sol, oblicuos y débiles, se detenían en las grupas sudorosas de los caballos, para morir entre los pastos todavía helados. El viento iba aumentando su fuerza y frenando a los cansados animales que mantenían a duras penas el ritmo de sus brazadas. Nubes algodonosas navegaban hacia el sur con la grave majestuosidad de navíos celestiales. Ruda sintió aflojar a su caballo y, levantando una mano, señaló una cuchilla que hería las paredes de la meseta oeste del cañadón. Sus tres compañeros comprendieron la indicación y sin titubear sesgaron su marcha. Las patas de los caballos levantaban pequeños surtidores de agua al saltar sobre los abundantes charcos disimulados bajo la hierba.
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