Luis Gasulla - Conquista salvaje

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El único indicio del vasto incendio que asolaba los bosques milenarios lo ofrecía el sangriento resplandor que flotaba detrás de las montañas, coronándolas con una singular claridad. El reflejo, vivo y radiante sobre el cielo inmediato, se amortiguaba luego diluyéndose de nube en nube. Sobre las pampas centrales semejaba todavía un prolongado crepúsculo bermejo. Más allá el fuego se denunciaba apenas en un leve centelleo, igual al indeciso crecer del día. Desde las costas del golfo Grande, podía vislumbrarse el horizonte cortado por los cerros desiguales, en el que resplandecía un aura pálidamente rosada diluida por el gris violento del humo que ascendía pesadamente al cielo. Pero pasando las mesetas del Senguerr las señales del desastre se multiplicaban; lenguas de fuego sobrepasaban las alturas que guardaban el gran lago Escondido y el humo formaba un techo sombrío sobre la región de las pampas, donde el sol, perdido en un cielo de cenizas, fatigaba su curso. Grandes bandadas de avutardas huían al sur y al este, aumentando con sus gritos discordantes el desconcierto del éxodo. Gallardas bandurrias volando sumamente bajo, casi rozando las anchas hojas de la nalca1, las seguían, y en un plano más elevado los solitarios cisnes se unían en el vuelo. Garzas rosadas en inseparables parejas batían con ritmo sus alas incansables. Igual a un guerrero altivo y desdeñoso que desafiara la hecatombe, un águila blanca, deidad sagrada de los indios, planeaba en ceñidos círculos sobre el dilatado incendio, manteniéndose a una gran altura como una atalaya del cielo.

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– ¡Indios! -gritó excitado.

Su padre y su hermano se levantaron instantáneamente.

– ¿Dónde? -preguntó el menor apretando el brazo de su hermano.

– Por allí… -señaló el mocetón.

– Y bueno, indios… hay unos cuantos por aquí -sentenció el viejo volviendo a sentarse y sacudiendo las riendas del tiro. La tropilla se estiró ante el reclamo, iniciando un trote parejo y rendidor.

– No me gustan los paisanos cuando se esconden -le dijo el muchacho examinando su remington mientras su hermano se empinaba para observar los alrededores.

– Ya falta poco -lo tranquilizó el viejo, pero calculó con cierta inquietud el resto del camino y la luz del sol. No era muy agradable ser sorprendido por la noche en las mesetas, con paisanos hambrientos rondando el carro y los caballos.

– En el Paso hablaron de ellos ¿se acuerda viejo?

– Deben ser ésos y si la Compañía los echa a las pampas andarán desesperados… me parece que realmente don Lunder va a tener trabajo con ellos este invierno.

– Algo ocurre entre los pobladores y la Compañía ¿No le parece? -siguió diciendo el hermano mayor-. En el Paso alcancé a escuchar ciertos comentarios nada tranquilizadores…

– Tené en cuenta que la muerte del capataz, o lo que fuera ese Bernabé, los tenía bastante revueltos. ¡Debe ser cosa seria ese indio que lo mató! Mano a mano y a puro cuchillo fue la pelea…

– ¡Cómo me hubiera gustado estar! -exclamó el menor entusiasmado.

– ¡Bah, bah!… Nosotros somos comerciantes y cuanto menos nos veamos metidos en asuntos ajenos, mejor irán los nuestros -repitió secamente su padre.

– Sí, claro, a usted no le interesa más que la plata ¡eh, viejo! -rezongó despectivo el mocetón, y haciéndose el desentendido achicó los ojos mirando la lejanía.

El hombre miró a su hijo con enojo, pero después se echó a reír despacio. La risa le inflaba los carrillos cubiertos de barba rala y le levantaba los labios dejando ver sus escasos dientes manchados. Dejó pasar un rato en silencio y luego dijo:

– Poco sabes de estas cosas, a pesar de los años que llevas entre las gentes de las costas y las mesetas. Yo soy viejo, como ustedes dicen, y he aprendido mucho… ¿Los pobladores necesitan cosas? Pues las llevo, me pagan y ¡allá ellos con sus líos! El conflicto entre las grandes compañías estancieras, los pobladores chicos y los indios es viejo también, y ninguno afloja…

– Pero la pagan los indios. ¿No es cierto? -replicó el hijo.

– No siempre. Vos sabes que el gobierno, cuando necesitó poblar estas tierras, las dio a los grandes estancieros o a sus testaferros casi por nada, como una forma de asentar su dominio y evitar la entrada de nuestros vecinos del otro lado de la cordillera. Los que vinieron después tuvieron sus inevitables conflictos y tampoco quieren ceder en sus derechos. El indio no cuenta. Ni el gobierno se preocupa mucho por ellos ni los pobladores. Además los propios interesados no quieren trabajar y dentro de poco tendrán que resignarse a morir. Cada vez que les han dado algo de tierra y ovejas se las han comido…

– ¡También! Les dan cada pedregal que ni los piches viven en ellos…

– ¿Y a nosotros que nos importa? -preguntó irónico el viejo azuzando la recua.

– Sí, ¡muy bonito! -rezongó el mocetón-. Usted dice eso… pero debe ser de ahora, porque cada vez que hubo líos ¡ahí estuvo metido!

– Con los años se aprende, muchacho… Yo quiero comerciar y nada más… ya no tengo veinte años para empezar de nuevo -terminó pensativo el viejo.

2

Por el oeste el sol palidecía cada vez más, mientras las nubes casi permanentes en invierno iban cubriendo el cielo. El paisaje se tornaba plomizo y la naciente obscuridad parecía agrandar el perfil de las matas, que, sobre la nieve, semejaban hombres acuclillados envueltos en ponchos grises. Algunos pájaros de pecho rojo brillante aparecían en las matas próximas para perderse en seguida en sus refugios. El frío era cada vez más intenso.

Cuando el carretón llegó al declive donde nacía la picada de Lunder, la obscuridad envolvía el valle, y las casas con sus dependencias flotaban en una niebla grisácea que esfumaba los detalles. Ante los viajeros, allá abajo, el río se deslizaba plácidamente. El viejo detuvo el carretón y el hijo mayor, como quien desde un barco trasborda a un chinchorro, montó en un caballejo obscuro, que trotaba a su lado. Descender con tantos caballos de tiro y un vehículo pesado como aquel, exigía pericia y trabajo duro, pero ello era parte de su oficio.

La vista de la población tranquilizaba y alegraba; ahora era necesario sujetar el impulso del carro para no salir rodando por la ladera en algún recodo del sendero. Media hora después aún continuaban descendiendo. Lentamente el carretón era frenado y los caballos sostenidos firmemente con las riendas de cuero que parecían quebrarse, tanta era la tensión a que estaban sometidas.

– ¡Uff! Listo… -dijo el viejo aflojando los frenos. Estaban en el valle. Frente a ellos el vado del Senguerr ofrecía su paso fácil y seguro, pero en la otra orilla un gran manchón de nieve y barro se extendía un par de cuadras.

– ¡Viejo! -gritó el muchacho, metiéndose con su caballo en el agua. ¡Salga con todo o se queda peludinado en la orilla!

– ¡Allá voy! -contestó el padre, y a un mismo tiempo el comerciante y el muchacho desde el pescante, apuraron a las bestias con gritos y rebencazos, lanzándolas impetuosamente hacia adelante. Las altas ruedas giraron en el río mordiendo las piedras y haciendo balancear peligrosamente el vehículo. El mocetón desde su cabalgadura hizo lo mismo y el río fue cruzado en un momento, pero apenas pasados unos metros, perdido todo impulso, el carretón se hundió en el barro casi hasta el eje.

– ¡Ca…jo! -bramó el viejo furioso. Una hora más tarde todavía luchaban con el barrial. Sólo después de endurecer todo el terreno con recortes de zampa, la dura gramínea que verdeaba en las cercanías, y atar a las ruedas gruesas sogas tiradas por los caballos de repuesto lograron desencajar el vehículo y al fin llegaron a la casa de Lunder, extenuados y sucios de pies a cabeza. Juan y algunos peones que los habían ayudado, se reunieron con ellos en el galpón donde ya ardía el fuego para el asado. A medianoche el silencio y el descanso envolvían a todos en la población, y el enorme carro frente a la casa dibujaba su silueta maciza como un barco llegado a puerto.

3

– ¿Y qué se dice por el Paso? -preguntó Ruda al mocetón que mateaba con él cerca del fuego al día siguiente, mientras su padre instalado en el carro, efectuaba su comercio rodeado de peones de rostros impasibles y Frida, Blanca, María y algunas mujeres de los peones, excitadas por la exhibición de telas y tejidos, discutían con el viejo las bondades de su mercancía, pasándose de mano en mano las prendas más codiciadas. El viejo charlaba contento con todos y a todos les vendía algo. Las botellas de ginebra y aguardiente pasaban rápidamente de sus manos a las de los pobladores y volvían convertidas en pesos a la bolsa del viejo. De lejos Llanlil contemplaba a Roque que, invirtiendo los términos, ofrecía al comerciante el fruto de su trabajo en pieles y cueros; maneadoras trenzadas, cestillos, zapatos para chicos, tabaqueras. Nadie pensaba aquel día en trabajar. La llegada del bolichero ambulante era un acontecimiento de la mayor importancia.

– Algunas cosas curiosas -comentó el muchacho ofreciendo el mate.

– ¿Por ejemplo?

– Y bueno. Lo principal es que están rabiosos por la muerte de Bernabé; no por él justamente… sino por quien lo mató… Me parece que tendrán que cuidarse…

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