– ¿Usted cree? -preguntó Lunder pensativo.
– Es necesario. Ese caballero debe contar con suficientes antecedentes para intervenir -dijo el padre Bernardo.
– Perfectamente entonces -aceptó Lunder-. Mientras tanto, ¿qué haremos nosotros?
– Esperar y confiar en Dios.
– Y por si Dios se descuida, nosotros vigilaremos ¡eh, Juan! -dijo Ruda enérgicamente.
– Ah, don Pedro… ¡usted no cambiará nunca! -lo reprendió suavemente el padre Bernardo.
Ruda se encogió de hombros y dijo con áspera franqueza.
– Y qué quiere, padrecito… nosotros podemos confiar en Dios… ¿Y si don Sandoval no lo hace?
Lunder preguntó entonces al comerciante:
– ¿Llevará usted esos papeles, don Manuel?
El hombre levantó los brazos.
– ¿Puede dudarlo acaso? Sentiría un gran placer en que castiguen como merecen a esos forajidos ¡cuatro tiros habría que darles!… y usted perdone padre… Cuando oigo hablar de los famosos Blas Gac 1, los encuentro muy parecidos a esos con títulos de tierras… Claro que nunca pensé llevar mensajes de esta clase; pero si este gallego se ha metido ¿cómo voy yo a dejarlo abandonado?… ¿eh?
– ¡Así se habla! -exclamó Ruda recogiendo la alusión…- y hasta te perdono el agua con que aclaras el vino que nos vendes.
La conferencia había terminado y Juan apareció con una botella de ginebra y vasos. La cordial velada en torno del enfermo continuó hasta que Frida entró con gesto cansado interrogando a su esposo con la mirada.
Al día siguiente, cuando todavía entre los álamos no ensayaba su canto la calandria, ese ruiseñor de toda la pampa argentina, ni el pechirrojo punteaba de sangre los palos del corral, ya Santiago, con frío y con sueño, atalajaba las numerosas bestias de su carro, ayudado por dos peones, dos mestizos silenciosos y hábiles. Una hora más tarde retomaban el camino entre subidos a los caballos y despedidas de Ruda y Juan.
Santiago, galopando a la vera del carro, dio vuelta la cabeza hasta que la meseta le ocultó la casa. Vanamente ansioso esperó ver el rostro expresivo y cálido de una muchacha despidiéndolo, pero Blanca no apareció y él maldijo el apuro de su padre y, caso único, deseó que una súbita tempestad los obligase a regresar.
Ruda y María estaban solos en la gran cocina. -¿Qué anda haciendo por aquí tan de mañana, don Pedro? -preguntó ella intrigada.
– Busco yerba para la peonada… ¿y tú?
– Trabajo… ya lo ve.
Ruda la miró y riendo le dijo:
– María, es difícil ver nada donde tú estás, -¿Por qué, don Pedro? ¿Soy tan grande acaso?
– No digo eso ¡caramba! Es que… ¿sabes? Eres tan guapa que se te ve a ti sola… ¿Qué edad tienes, muchacha?
– Curioso el don… tengo varios… menos que usted se entiende-, y la muchacha reía también con la chanza-. ¿Encontró la yerba? Está ahí…
– Ah sí… la yerba. Dime, María; ¿no has pensado en casarte tú?
María se había puesto repentinamente seria. “Este español enamorado” -pensó entristecida. -Yo no, don Pedro… ¿Y usted?
– Algunas veces, muchacha… si quisieras, estamos muy solos y eso es malo…
– Vea, tengo mucho que hacer ¿sabe? -se escurrió ella-. Hoy se levanta el patrón y la casa tiene que brillar… así que…
– Ya sé… ¡tengo que irme! -protestó Ruda enojado-. Mira, muchacha tonta… cuando quieras un marido ¿te acordarás de mí? No soy ningún viejo…
– Vaya, don Pedro, podría ser mi padre. Además… -añadió suspirando.
– Además, ¿qué? -quiso saber él.
– Nada. Yo me entiendo… hasta luego. Tome la bolsa de yerba y la galleta.
– Ironías no… ¡adiós! -y se fue furioso. Afuera sus poderosas zancadas se escucharon un momento.
– ¡Estos hombres! -caviló ella atareándose-. Casarse… “¿No has pensado en casarte tú?” Sí: lo había pensado, pero debía enterrar sus pensamientos. Su camino estaba cerrado y ella no tenía coraje para intentar otro… Don Pedro… tal vez antes…
– ”Pucha que es arisca la moza” -pensaba entretanto Ruda, encaminándose a los galpones, donde la gente se iba reuniendo para iniciar sus trabajos.
Juan venía a su encuentro, brillándole los negros ojos con inusitada expresión de entusiasmo.
– ¿Qué pasa? -inquirió Ruda desabrido.
Juan pasó por alto el gesto del español. Estaba acostumbrado a los cambios de humor de Ruda.
– Pues don, anoche llegaron dos peones del puesto de la sierra, con la noticia de que han encontrado algunas ovejas destrozadas.
– ¡Diablos! ¿Andará alguna partida de paisanos del valle merodeando por allí?
– Ellos dicen que no; huellas no se encuentran. Me parece que ha de ser un león no más…
Ruda pensó un momento. Luego, entregando las bolsas que traía, agregó:
– Si es así voy a dar la novedad al patrón. Ya vuelvo… ¡Ah! ¿No han visto nada sospechoso por el lado del Paso?
– Nada, pues; algunas bandas de tehuelches, unos pocos, llegaron de Loma Redonda a juntarse con los de la Confluencia, pero ni cruzaron el río… Los hice seguir por las dudas ¿sabe?
– Hizo muy bien, capataz… no hay que fiarse…
– Seguro, patrón.
Ruda volvió sobre sus pasos. En la sala-cocina estaban ya Frida y Blanca, ocupadas con María en preparar la habitación para don Guillermo que, restablecido, comenzaría a levantarse.
– ¡Buen día, don Pedro! -lo saludaron las mujeres.
– Buenos los tengan ustedes. ¿Puedo ver a don Lunder? -y pasó sin mirar a María, que lo espiaba bajo sus negras pestañas. Ella sintió un desconocido impulso de ternura por el hombre.
Entretanto en el galpón los peones se reunían alrededor del fuego. Los mestizos se pasaban el mate en silencio. En un aparte dos chilenos recordaban campañas anteriores.
– …Y entonces cuando toda la majada fue cubierta por la nieve, la dimos por perdida y enfilamos al puesto explicaba uno con su tonada marcadamente chilote 1.
– ¿Se perdió, pues? -preguntó el otro.
– ¡Cualquier día! El gringo Vud 2 conocía el oficio… Nos hizo seguir el rastro bajo la nieve por el humito, luego abrir con palas una senda y por ella salieron las ovejas a un faldeo… ¡lo más campantes!
– ¡Bah! Eso es cosa vieja…
– No digo que no, pero hay que saberlo -terminó cachazudo el chilote.
La reunión se prolongaba. Promediaba la mañana, pero aún la claridad era muy poca y afuera apretaba el frío. Un viento helado cruzaba el valle levantando agujas de hielo de la última helada. Entró Llanlil y le hicieron lugar en la rueda junto al fuego. Uno por uno lo saludó cordialmente.
– ¡Eh, Llanlil, Antonio, Naneuche, vengan!
Era Juan quien los llamaba. Los nombrados se levantaron y salieron. Juan los esperaba junto a Ruda y los dos peones del puesto de la sierra. Todos portaban fusiles en bandolera y arañas cortas al cinto.
– ¿Les gustaría cazar un león, muchachos? -preguntó Ruda.
– Seguro, señor -dijo Llanlil y los otros asintieron.
– Entonces van a ir con Juan a las sierras ¡a ver quién le ofrece la piel a la niña!
Se fueron todos hacia los corrales llevándose los recados. En una caballeriza de barro y techo de cortaderas, estaban los caballos de montar. Cada uno buscó el suyo y se apresuraron a ensillarlos, palmeando los lomos de los animales recelosos. Salían ya llevándolos de la brida, cuando por la alameda se les acercaron Blanca y el padre Bernardo.
Se cambiaron saludos y preguntas. El padre Bernardo dijo:
– ¿Adonde van, muchachos?
– A rastrear un puma, padre… Anda matando el ganado en la sierra.
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