– Descansen un rato -recomendó Juan, ahora sereno y resuelto ante la tarea por cumplir-. Naneuche, cuídame los caballos ¿entendido?, y cuando oigas tiros empezás a bajar el faldeo… ¡Ojo con mancarme un animal!
– Comprendo, Toro cheje 4 -respondió el indio, satisfecho de su fácil misión.
Juan, seguido de Llanlil y Manuel, se internaron por último en el obscuro atajo, que no tenía más de un metro en el fondo. Dificultaba caminar en aquel lecho de piedras agudas desparramadas a todo lo largo de la hendidura. Los tres hombres con las armas listas, escudriñaban en las cuevas entre las piedras, incitando a los perros a explorar los rincones. El puma podía resultar temible si lo dejaban utilizar las zarpas. Llanlil lamentaba que el poco espacio no permitiera el uso de las boleadoras ni menos el lazo. Con este último podía enlazar al puma, que entonces se entregaría fácilmente, limitándose a bufar como un gato con las patas al aire.
Habían recorrido un par de kilómetros sin que la hendidura se ensanchase mayormente… En la permanente semipenumbra observaron a los perros retroceder asustados, gruñendo y con el pelo del cogote erizado.
– ¡Por ahí debe de andar! -dijo Juan roncamente. Al fin lo vieron. Saltó entre las rocas desapareciendo en un hueco tenebroso. Los perros se aplastaron contra el suelo.
– Es grande -murmuró Llanlil.
– Parece un macho viejo… y de los más grandes, -confirmó también Juan.
Como no podían ponerse a la par procuraron no alejarse demasiado. Los perros, sacudidos a talerazos, aullaban sin atreverse a chumbar al puma que se arrastraba entre las piedras como un enorme gato, erizado y golpeando con la cola el suelo mojado con su propia orina.
– Va a ser difícil darle entre las piedras -sentenció Juan dubitativo.
– ¡Déjeme probar! -pidió entonces Llanlil, que tenía una idea para cazar al felino. Tomando el silencio por asentimiento, se arrimó cuanto pudo a la pared opuesta a la que seguía el puma y se fue adelantando con precaución. Cuando pasaba casi al lado, tropezó con una arista de roca, resbalando. Las zarpas veloces como el rayo alcanzaron a llevarse un trozo de la pernera de cuero. Juan y Manuel ahogaron un suspiro. Llanlil ya había entretanto alcanzado la altura de la cabeza del león y le tiró una piedra entre las orejas. La fiera manoteó con rabia y entonces el indio, ligero y seguro, le asestó un tremendo talerazo en la frente. El animal se estremeció atontado y sus ojos, grandes y resplandecientes como chispas de luz, se velaron peligrosamente, pero otro golpe lo abatió. Apenas caído, el cuchillo de Llanlil penetró hondo en su garganta, de la que saltó un gran chorro de sangre. Los perros, alentados por la victoria del hombre, se abalanzaron y sólo a fuerza de puntapiés y talerazos se llamaron a sosiego.
– ¡Indio carnicero! -exclamó Juan, y su recia adjetivación era el mejor de los elogios.
– ¡Bravo! -gritó por su parte Manuel entusiasmado.
Pero Llanlil parecía sordo a las palabras y con febril energía desollaba a la bestia, todavía caliente y que se estremecía con los últimos reflejos nerviosos, exhalando un olor fuerte y desagradable. Juan levantó el fusil y efectuó varios disparos hacia el retazo del cielo que se recortaba en lo alto de la sierra. El eco rebotó largo rato en el roquedal y los perros se largaron sobre los restos del viejo puma, que alcanzaba fácilmente el metro y medio del hocico al nacimiento de la cola. Era un magnífico ejemplar, aunque su flacura evidenciaba su reciente llegada al valle. Debía haber errado durante el invierno por las sierras, en la vana búsqueda de caza para su estómago insaciable.
– ¡Huija por los machos! -con ese varonil saludo fueron recibidos por los peones cuando los vieron aparecer sudorosos y con la piel sobre el hombro de Llanlil. Desembocaron por el atajo del valle, luego de comprobar la existencia de otra cortada trasversal que salía al faldeo y que debía ser la utilizada por el puma durante la noche»
Mientras duró el regreso al casco de la población, que efectuaron después del mediodía, Llanlil, a pesar de su nuevo triunfo, no podía dominar una extraña impaciencia. Sus compañeros, reducidos ahora a tres, charlaban y bromeaban comentando los detalles de la cacería, pero él se adelantaba de continuo, cansando inútilmente a su caballo que, contagiado o irritado por el desasosiego de su jinete, cabeceaba furioso, arrojando espuma por la boca, dolorosamente lastimada por el freno.
– ¿Qué le pasará al mapuche? -exclamó Juan al notar la actitud de Llanlil-. Está desangrando al animal… ¡eh!… ¡Aflójele el freno a su caballo! ¿Quiere?…
– Nosotros apurarnos… -gritó Llanlil por toda respuesta.
– No tanto apuro, compañero -advirtió Juan, molesto por la contestación.
– Algo pasa, capataz -intervino Manuel-. Esta gente presiente a veces como si fueran brujos…
– ¡Al diablo con ellos y con los presentimientos! Yo soy el responsable por los caballos y no de las ideas de ese loco… ¡Vaya despacio! -volvió a gritar con su voz opaca y ronca.
Juan, que siempre se inclinaba hacia los indígenas, quizás por el recuerdo de la sangre común que circulaba por sus venas, no siempre era muy ecuánime tratándose de Llanlil. Existía en él algo de envidia por la nombradla corajuda del paisano y cierta desconfianza que se remontaba a la actitud del otro desde su primer contacto en el galpón cuando Llanlil despertó de su fiebre. Los problemas psíquicos eran letra muerta para él, y un loco podía volver a las andadas en cualquier momento. Inconscientemente se sentía un poco temeroso en la cercanías del indio y como Llanlil no hacía nada por resultarle simpático, aquella prevención no terminaba de disiparse.
Siempre con Llanlil distanciado y nervioso enseñando el camino, cruzaron la corta meseta que desembocaba en el Senguerr, demarcando el filo del valle. Empezaba a obscurecer y cuando desde lo alto del faldeo vieron el brillo del agua y los techos de la población, la penumbra invadía el valle… Allá lejos, diminutas figuras se pegaban a las sombras confundiéndose con ellas. El viento les trajo de pronto un sonido muy particular vagamente repetido.
– ¡Oigan! -gritó alguien del grupo-. ¿No son tiros esos?
– ¿Tiros… tiros? ¿Pero qué demonios?… -murmuró Juan incrédulo. Pero ya Llanlil, con un grito de desesperada rabia, lanzaba su caballo faldeo abajo con peligro de rodar hasta el fondo.
– Vamos; ustedes, ¡apúrense! -reaccionó Juan imitando al indio. Piedras y arena se desprendían entre las patas de los caballos enloquecidos repentinamente… mientras, más tímidos, nuevos disparos se escuchaban en la población de Lunder.
Por el valle, el caballo de Llanlil, ferozmente espoleado, parecía tragarse la distancia, avanzando al galope tendido entre los charcos de barro que la nieve disuelta formara en los bajos. Detrás corrían Juan, Manuel y Naneuche, apareados en singular carrera, cuyo premio podía ser muy bien la muerte, y un sordo rumor ensordecía a los jinetes inclinados sobre el cuello de las cabalgaduras… En la creciente obscuridad se escucharon gritos que venían de las casas y el relincho de caballos asustados… Una angustia negra como la noche creciente se ahogaba en el corazón de Llanlil, reemplazando el incierto malestar que durante el día lo atenazara.
Pillán, el diablo, había retrasado la caza del león y por eso él, Llanlil, corría ahora como pulqui 5 para rescatar a su estrella…
En el Paso, Sandoval había aguardado en vano durante dos largos meses la aceptación de Lunder a sus condiciones. Al principio esperó confiado y seguro; pero cuando los días se fueron sucediendo y nadie llegó al Ensanche, su confianza se trocó en irritado malhumor. A la rabia por el fracaso de su plan, que ahora se le antojaba ridículo e inútil y hasta imprudente, se unía su creciente deseo por la rubia muchacha que no podía apartar de su pensamiento. Eso y el odio profundo que lo animaba contra Llanlil, y la alianza demorada, lo mantenían furiosamente exasperado como una fiera acorralada… Y de pronto se sorprendió pensando de dónde le nacía aquel odio terrible contra el indio, paralelo a la pasión por Blanca.
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