¿Le importaba acaso algo la muerte de Bernabé? Si aquel estúpido se dejó sorprender por otro más listo que él… pues ¡que lo pagara! ¿Le dolía que un condenado indio se alzase varonil contra un blanco? Para hombres estaban hechas las mesetas y al caído le bastaban unas paladas de tierra y a veces ni eso era necesario… Pero él odiaba al indio con un sentimiento personal y extraño que iba más allá de su deseo de desquite. No podía apartarlo de su pensamiento, y la gente del Paso empezó a mirarlo intrigada de la constante vigilancia que ejercía sobre el cruce de la picada por el río, paso obligado en verano o invierno de jinetes o vehículos.
El rumiaba sus pensamientos solitarios, rencoroso y abstraído; nunca había tropezado con tan obstinada oposición a sus proyectos. Convencido de que no lograría nada por el temor, había desistido de enviar gente a estorbar los movimientos de Lunder, optando por acechar discretamente la zona inmediata, esperando que alguno de ellos se metiera en las tierras de la compañía. Cuantas veces pudo, despachó partidas de indios errantes y hambrientos a la población del boer, deseando lo obligaran a dar un paso en falso; pero nada había ocurrido… La compañía lo había urgido a anexarse los campos de Lunder y él había fallado. ¡Al diablo con todo! ¡Bastante trabajo le daban las tierras y el cuidado de las ovejas! Quería ahora tener a Blanca. Harto estaba de ambular solo por aquella casa de cuartos tristes y abandonados, donde el rancio hedor del capón impregnaba las paredes y la ropa. Imaginaba el suave perfume de la mujer rubia y airosa como un junco y por las noches el recuerdo lo roía persistente y tenaz. Lo que primero fue un capricho de patrón habituado a obtener lo que deseaba, un deslumbramiento nacido de la contemplación de la muchacha confiada y segura, íbase convirtiendo en una lenta tortura de los sentidos. Jamás se detuvo a analizar la clase de sentimientos que su alma albergaba. Desvelaba sus noches negras el recuerdo impreciso de una blusa entreabierta y una cadera de contorno suavemente redondeado. El terrible mal del desierto le resecaba los labios y sus dientes afloraban con la apetencia del lobo. Le sucedía a veces despertarse con un grito que conmovía el silencio de la casa vacía, y la gorda mestiza que cocinaba para él contó, en la rueda del boliche, que el patrón solía destrozar en sus pesadillas cuantos objetos se encontraban a su alcance. Con tales relatos, ampliamente aderezados de detalles fantásticos, el natural temor que el administrador infundía se mezclaba paulatinamente al supersticioso temor al engualichao.
– ¿Dónde diablos andará esa bruja? -rezongaba un día Sandoval, cuando al regresar del campo halló la casa desierta y el fuego apagado. Arrojó molesto la chaqueta y, sentándose, recorrió la pieza con los ojos. Había suciedad y abandono; una botella vacía sobre la plancha de hierro del fogón se coronaba con un resto de vela. Como una pringosa crema amarillenta la cera derretida cubría el cuello de la improvisada palmatoria.
Sandoval sintió frío y rabia. Entró la vieja arrastrando las deshilachadas alpargatas, y su sonrisa boba colmó la paciencia del administrador.
– ¡Por todos los diablos! ¿Dónde te habías metido? -le gritó, acompañando la pregunta con un adjetivo obsceno.
– Vamos, patroncito, no se me enoje -respondió ella sin hacer caso del insulto-. Salí un rato hasta la proveeduría.
– Bueno… pues hace algo de comer ya mismo… No servís para nada…
Ella murmuró, mientras revolvía papeles y raíces en el fondo del quemador:
Claro, patrón… Si tuviera veinte años no me diría lo mismo, ¿no es cierto?
El contempló sombrío el enorme corpachón de la vieja inclinada sobre el fogón, y sintió un impulso homicida.
– Callate bruja, o te aplasto.
La mujer se volvió hacía él con una expresión de estúpida lascivia.
– Patrón… ¿cuándo traerá a su mujer aquí? Usted necesita una muchacha cerca… Yo ya no sirvo ¿verdad?
Sandoval dudaba entre levantarse para golpear a su sirvienta o sencillamente irse, pero una obscura morbosidad lo mantuvo clavado en la silla. Por lo menos era una forma indirecta y temible de plantear el problema con alguien.
– ¿Qué es lo que sabes? -preguntó.
– Vamos, patroncito, ¡si se le ve en la cara!… Hace tiempo que me digo: El patroncito está enamorado… Y no me olvido de la cara que puso cuando vino la gringuita del Ensanche… Es linda, ¿no es cierto, patrón?
Sandoval se revolvió en su silla. Desorbitado y mostrando los dientes, parecía pronto a saltar sobre la mujer, pero no hizo nada. Ella sentía un sucio placer en avivar la pasión del hombre. El contacto brutal con los peones la habían encanallado, y exudaba su propio hedor con la satisfacción de una necesidad largamente contenida. Le gustaba ver al amo, lejano y temido, preso en el deseo insaciado y bastardo como el más vulgar de sus peones, y ponía en azuzar sus sentidos toda su vieja y nocturna experiencia de ramera. Lo odiaba también por lo mismo que él estaba tan lejos de su propia vileza y degradación.
Sandoval, lívido, terrible, se levantó al fin y gritó:
– Por última vez, ¡cállate te digo!
Pero ella abrió su escote mugriento y exhibiendo los pechos amoratados, exclamó:
– La hubiera visto, patroncito, como yo la vi, mostrando el pecho blanco cuando se lavaba… Era como el buche de una paloma…
– ¡Perra! ¡Estás borracha de nuevo!… ¡Toma! ¡Toma! -y Sandoval descargó sobre la mujer repetidos golpes con la lonja de su talero. Ella gemía y se aplastaba contra el fogón; y reía, reía, con una risa estúpida y vil. Siguió recibiendo azotes, con un dolor mezclado de sádico placer, hasta que se desmayó. Recién entonces Sandoval reparó en el bárbaro castigo y, pasándose la mano por el rostro huyó desesperado.
Agosto mostraba ya algunas señales de la variación en el tiempo y en la estancia se daba comienzo a los trabajos: inspección y baño de las ovejas, dilatados rodeos que abarcaban leguas de galopes interminables entre la niebla y las primeras lluvias, que enfangaban los valles y cañadones. Pavlosky, elevado al cargo de hombre de confianza desde la muerte de Bernabé, hacía sentir sobre los peones y los indígenas que le huían como la peste, el rigor de sus puños y el temor de su rastrerismo lacayuno de bruto. Aunque el segundo de Sandoval en el manejo de la hacienda era en realidad un viejo criollo, eficiente y taciturno, que maldecía la hora en que se había encontrado con aquel individuo, Pavlosky ejercía una verdadera tiranía sobre la gente, procedimiento tácitamente consentido por su jefe.
– ¡Déjelo! -contestaba a las protestas del capataz-. Esta gente necesita una mano dura que los maneje y esa bestia me conviene… ¿No ve que así nos quedamos en paz nosotros?
– ¡Pero ese hombre es un criminal! -argumentaba el criollo indignado.
– ¿Y por casa cómo andamos? -respondía Sandoval aparentando condescendencia. Entonces el viejo bajaba la cabeza amargado… Aquella cabeza que sólo en el desierto estaba segura. Cosas de hombres tocados por la desgracia que no perdonaba y lo seguía hasta allí implícita en la posible delación. El viejo se resignaba hirviendo de rabia y acariciando el mango del facón que jurara no volver a desenvainar en el resto de su vida.
Por eso asistió mudo y ausente a los preparativos que un día Sandoval ordenó a un grupo de sus más feroces secuaces. Siempre le había preocupado la amenazante presencia de aquellos forajidos, ignorantes del cuidado de las ovejas, pero que galopaban incesantes por los límites de las tierras de la estancia, cumpliendo misteriosas comisiones de las que él nunca llegaba a enterarse. Aquellos hombres no recibían órdenes de nadie y sólo se avenían ante la fuerza ciega de Pavlosky y la fría resolución del administrador.
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