– Sacaré un caballo, o dos, del corral y dispararé por el faldeo -contestó Llanlil, que en realidad no tenía ningún plan determinado.
Ruda lo contempló; erguido, paciente, lerdo; como hundido en otra atmósfera, lejano en espíritu, diferente. Pero se había habituado a sentirlo así, como si toda la fuerza de la tierra, de su tierra, estuviese contenida en él, tomando del árbol no de la fugacidad de la flor sino la reciura de la raíz; de lo transitorio del paisaje sólo la eternidad del mineral. Como su tierra tenía la fuerza adentrada, no en flor, sino en carne viva e íntima; no hecha sonrisa, sino arruga pétrea, surco cerrado y por lo mismo guardándose y creciendo de adentro hacia afuera, hasta romper los diques y fortalecer fortaleciéndose. Ruda sabía que, a diferencia de los blancos, Llanlil era todo fuerza vital enclaustrada en siglos de reserva y dura expectativa, pero su alma escondida se daba entera, no ya tan sólo por la mujer que quería, sino también por todos aquellos que otorgaban a su corazón el calor del afecto que reclamaba. Cordialidad de árbol generoso era la suya y no de enredadera fácil y efímera. Sí, evidentemente Llanlil era todo un hombre y Blanca había entregado su corazón al mejor. Ruda lo comprendió así en aquel examen a la escasa claridad de una luz vacilante; y tranquilo, como quien habla a un hermano largamente esperado, murmuró simplemente:
– Ojalá lo consigas, muchacho; te aseguro que estamos en un gran aprieto.
Luego los tres hombres se sentaron alrededor de la estufa con los fusiles apoyados sobre las piernas; y se abstrajeron en silencio ante el resplandor del hierro en ascuas. La helada, la impiedosa helada patagónica, cristalizaba el aliento aún dentro de la habitación…
Llanlil, fortalecido en la paciente espera del cazador solitario, no se rindió al sueño; se mantuvo alerta y encogido, recibiendo los rumores del exterior. A ratos Juan se despabilaba y animaba el fuego o cebaba mate amargo. Cuando creyó llegado el momento, Llanlil se dispuso a partir. Ruda y Juan habían abierto pequeños orificios en el adobe para vigilar los movimientos de Sandoval y su gente.
Pero tampoco María había cedido al cansancio de la dramática velada y así alcanzó a ver a Llanlil que se escurría fuera de la casa.-¡Va a entregarse!-fue su espantado pensamiento. El grito nació en la casa como un quejido animal y corrió por el valle apagándose en la niebla.
– ¡Vuélvete! No vayas, Llanlil… ¡no vayas! ¡Te matarán!…
– ¡Maldición! -rugió Ruda desesperado-. Pero; ¿quién grita de ese modo? -y corrió por el pasillo. Todos en la casa corrían, hacían preguntas, se llamaban, pero sólo Ruda comprendió la verdad y la buscaba, maldiciendo la fatal imprudencia de María. Cuando llegó al fondo del pasillo alcanzó a verla corriendo ya hacia afuera. María escapaba por la galería detrás de Llanlil y la niebla absorbió envolviéndola en una gran ola algodonosa y húmeda que se cerró tras ella con el eco de su grito desgarrado.
Cuando Sandoval se encontró en el frío de la noche con la puerta cerrada, dejó escapar un grito de cólera e intentó volver hacia ella, pero los hombres que lo rodeaban y que no estaban como él enceguecidos por la pasión, no querían correr el riesgo de verse metidos en una ratonera y sin muchos miramientos lo apartaron.
El ruido de la caballería que se acercaba cesó de pronto y el recelo de los asaltantes se convirtió en una asustada cautela.
– ¡Vamos al galpón!… -gritó, reaccionando, Sandoval.
En mitad del corto trecho hasta la barraca los esperaba Pavlosky y otro más; pero el polaco no era quien había visto a los jinetes.
– Entonces, ¿quién de ustedes los vio? -preguntó enardecido el administrador mientras corrían.
– Yo patrón le avisé… alcancé a distinguirlos apenas… obscurecía mucho, pero por el galopar eran varios le explicó el hombre que iba a su lado.
Ya frente a la puerta del galpón, Sandoval se volvió al polaco que jadeaba de fatiga y le ordenó:
– ¡Anda por detrás de la casa!… Necesito saber cuántos son. Ustedes por el otro lado. ¡Rápido!
– ¿Yo patrón? -balbuceó Pavlosky atemorizado.
– Sí, vos… ¿tenes miedo ahora? -respondió Sandoval fríamente. Pavlosky tenía algo más que miedo, pero conociendo al administrador no se atrevió a replicar y se fue entre las sombras.
A cada paso que daba en la obscuridad imaginaba sombras siniestras colocándose a sus espaldas y en cada bulto un enemigo aguardándolo. Luego entrevió la figura a caballo y cuando con la rapidez de una pesadilla hizo fuego, gritó y fue herido, comprendió que su hora había llegado y el infinito horror de la muerte lo sorprendió blasfemando.
Sandoval escuchó el grito y se levantó electrizado, dejando caer el cigarrillo que estaba liando. Caminó unos pasos aplastándose contra la pared del cobertizo empuñando el revólver, pero el grito no volvió a repetirse.
– ¡Maldita noche! -dijo casi gimiendo uno de los hombres que volvía.
– Lo que es yo no doy un paso más afuera hasta que aclare -terminó decidido el que lo seguía. Y se metió en el galpón donde sus compañeros esperaban vigilando a los peones de Lunder.
– Parece que le han acertado al polaco -volvió diciendo Sandoval.
– ¡En lindo lío estamos metidos, patrón! -dijo el que estaba más cerca y se estremeció ante el desconocido peligro que los rondaba.
Sandoval no contestó. Se arrimó al calor de la gran estufa de hierro y se detuvo contemplando hoscamente silencioso las lenguas de fuego que se escapaban por la boca de hierro. Tenía el rostro desencajado y los ojos casi perdidos en las órbitas, brillaban con una punta de luz amarillenta que parecía el reflejo de las llamas. Con un gesto automático tomó la bota de aguardiente que le ofrecía uno de sus hombres y bebió ávidamente un largo trago que le recorrió el cuerpo como un río de fuego líquido. La reacción producida por el alcohol pareció sofocarlo y volvió a salir tratando con la mirada y el pensamiento de indagar lo que ocurría en la casa de Lunder.
En un rincón del galpón, alejados del grupo principal, dos hombres del Paso conversaban en voz baja.
– Che, al fin te das cuentas ¿qué se hizo del paisano?
– ¿Y yo qué sé? -respondió el segundo agriamente-. Pero me parece que a Sandoval le falló el asunto y le están dando en las narices…
– Lo peor es que nos hemos metido de puro zonzos no más… esto se pone feo y ya me veo matrereando en la cordillera -reflexionó el primero, traduciendo la inquietud que en menor o mayor grado había hecho presa en todos ellos.
– Ya que hablas del indio… -siguió el segundo, pasándose la mano por la cara barbuda -creo que al patrón le interesa más la rubita del gringo que agarrar al paisano…
– ¿Y recién te das cuenta? Es un bocado de primera… ¿Sabes qué estoy pensando?
– Decilo… -se evadió el otro.
– ¡Tengo unas ganas locas de bajarle el humo a nuestro amigo Sandoval, que después de todo nos tiene de sirvientes!… ¡Si pudiera echarle mano a la mocita esa, se la ofrecía preparada y todo!…
– ¡Ja… ja… ja…! -se rió su compañero, entendiendo la intención de la propuesta. Súbitamente el pensamiento de la broma trágica y la lujuriosa satisfacción enredó a los dos forajidos en un baho espeso y lascivo. Envueltos en telas trasudadas, exhalando el hedor de las caballerías y los cueros, sucios, greñudos, con esa repugnante animalidad, tan distinta de la verdadera naturalidad de la bestia librada a sus instintos, que el ser humano adquiere cuando rompe los límites morales para encerrarse en el pozo de sus peores pasiones, los dos hombres se regocijaban en la imagen de la mujer joven, inviolada y deseada. La pasión de Sandoval se expandía hasta ellos y se enroscaba en sus cerebros hasta adquirir la fijeza de una placa.
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