– No tengo idea, señor -respondió el viejo súbitamente desazonado-. ¡He andado por tantas partes!… usted sabe.
De pronto el capitán lanzó una alegre carcajada y exclamó:
– ¡Ya lo ubiqué!… usted es Ponciano Vallejos, el que fuera domador en la estancia de mi tío en Bahía Blanca… ¿Me equivoco acaso?
– Desgraciadamente no, capitán… y ahora estoy en sus manos -agregó entristecido el criollo.
– ¡No, viejo! Aquello ya pasó y nadie se acuerda siquiera. ¡Ni yo! ¿Me entiende?… ni yo… entre nosotros… ¡Estuvo muy bien la guapeada!
– ¡ Gracias, capitán!… Y ahora cuando guste salimos -y la voz de Vallejos, el criollo que ocultaba con miedo su pasado, tenía una desusada vibración de coraje y alegría.
Sin embargo la salida se demoró otra hora todavía y ya estaban las estrellas sobre las mesetas cuando el pelotón, encabezado por el infatigable Díaz Moreno, engrosado por Vallejos y completado por el comisario, cruzó el río en dirección al Ensanche.
– ¡Ojalá lleguemos a tiempo! -dijo el capitán a su acompañante en un alto de la marcha.
– Hay un silencio tan grande en estas pampas que ya me parece escuchar disparos de armas.
– No sé si es presentimiento o buen oído, capitán -interrumpió Vallejos levantándose del suelo, donde había permanecido con la oreja pegada a la tierra escarchada-. Pero tiene razón. Alguien anda a los tiros por el lado del Ensanche.
– ¡Diablos! -saltó Díaz Moreno-. ¿Y qué diablos esperamos? ¡A caballo, muchachos!… ¡a caballo!
– ¿Pensará cruzar la pampa de un galope? -rezongó en voz baja un soldado de piel tan morena que parecía un negro.
– ¿Y deande un correntino le afloja al pingo? -se burló su compañero.
– Si no es el pingo, ch'amigo, lo que me cansa… es el sueño, ¡caramba! -respondió el otro montando de un salto.
Galoparon ciegamente entre la niebla, pero el valle tardaba en aparecer y ya aclaraba cuando la característica curvatura de la picada indicó a los jinetes que descendían. Nuevamente se espesó en el fondo del valle la niebla y fue necesario que Vallejos les advirtiera la presencia del Senguerr, que por el vado se confundía con los abundantes charcos y mallines alfombrados de hierba verde, junquillos, mara-cachu 1 salada y cortaderas filosas como cuchillos. Luego se lanzaron raudamente hacia las casas, donde brillaban los espaciados fogonazos de los tiros y los gritos de los hombres se aplastaban en la niebla.
Penetraron en el tumulto al grito vibrante de Díaz Moreno que, metiendo su caballo entre la gente, arremetió hacia el galpón donde luchaban los peones de Lunder y los matones de Sandoval.
– ¡ Soldados!… ¡Pie a tierra y fuego al que levante un arma! -y con un pechazo de su caballo derribó a un individuo que se le vino encima. La gente de Sandoval se vio perdida y uno entre ellos elevó su grito suplicante:
– No tiren… no tiren… ¡nos rendimos!
En pocos minutos la lucha había terminado: sudorosos, jadeantes, los hombres se fueron reuniendo frente a la casa de Lunder, empujados por los sables de los soldados. Díaz Moreno, apeado, los contempló perplejo y disgustado.
– ¡Gracias a Dios que han llegado a tiempo! -oyó exclamar a sus espaldas y cuando volvió encontróse con el padre Bernardo que le habría los brazos.
– En qué terribles circunstancias lo vengo a encontrar, padre -dijo Díaz Moreno respetuosamente.
– Hemos sufrido mucho, es verdad. Pero pase usted.
– En seguida, padre… pero antes quiero presentarle al primer comisario de Paso Río Mayo, aquí presente.
– Gratísima novedad, señor -dijo el religioso extendiendo su mano-; una autoridad estable habrá de impedir sucesos como el que ustedes acaban de presenciar.
– La propiedad privada y la seguridad de las personas estarán desde hoy garantizadas -afirmó Díaz Moreno, mirando apenado al misionero, que mostraba las huellas de la vigilia y el temor. De pronto recordó algo y dijo al comisario:
– Le ruego separe a la gente del Paso y me individualice a Mateo Sandoval.
– Vaya tranquilo, capitán; ¡en seguida volveré con él!
Y Díaz Moreno entró en la casa, donde Ruda, con la cabeza entre las manos, parecía ajeno a todo. El capitán alzó los ojos hasta el religioso, interrogándolo.
– Ya le dije que han ocurrido cosas espantosas y lamentables… La furia de los hombres ha ahogado en sangre y vergüenza hasta la sencilla inocencia de una muchacha de la casa… ¡He ahí el porqué de la desesperación de este buen y noble amigo!
– ¿Y el patrón? -preguntó consternado el capitán, que recién empezaba a medir la intensidad de la tragedia.
– Herido ferozmente por Sandoval, el único responsable por este desatinado atropello que subleva incluso mi harto débil resignación cristiana.
– Ya tendrá ese canalla el castigo que se merece -murmuró el capitán con los labios apretados de indignación.
En un rincón Ruda permanecía en su actitud de hondo abatimiento.
– Aquí vuelve el comisario… ¡y qué cara trae! -exclamó Díaz Moreno. El aludido, en efecto, tenía una expresión de cansancio y fastidio.
– ¡Qué estreno, por el cielo! -gritó casi-. Vea, capitán; hay dos muertos de bala y varios bastante aporreados; hay una confusión tremenda y dos desaparecidos… uno es el mismo Sandoval… ¿qué me dice?
– El otro es Llanlil, un indígena leal que no ha desaparecido, sino que, afrontando singulares peligros, ha salido hacia la Colonia a pedir ayuda -intervino el padre Bernardo.
– Entonces es verdad lo que me dijo uno de los que están afuera… Sandoval salió detrás de ese indio, persiguiéndolo.
Díaz Moreno se acercó hasta Ruda y tocándole en el hombro le preguntó:
– ¿Quiere usted guiar a mis hombres para alcanzar a su ofensor?
– ¡Déjeme en paz! -murmuró Ruda sin levantar la cabeza.
El capitán lo miró severamente, pero el padre Bernardo exclamó:
– Don Pedro… Un caballero le pide su ayuda ¿y va usted a negársela justamente ahora?
– ¡Está bien! -rugió el español plantándose de un salto-. ¡Vamos adonde quieran!… ¡Tenía un corazón y lo han deshecho! ¡Vamos a buscar a ese maldito y ojalá estas manos honradas lo ahoguen para siempre! ¡Vamos! ¿Qué esperan?… ¡Por Dios! ¿Qué estamos esperando?… -y con el último grito se le cruzó un sollozo ahogado en el pecho.
– ¡Cabo! -llamó Díaz Moreno desde la puerta-; ¡salga de inmediato con este hombre y dos soldados! Búsqueme al fugitivo por el este… hacia la Colonia, pero si al mediodía no lo encuentra, se vuelve…
– ¡Entendido, mi capitán! -respondió el cabo desde la claridad lechosa del patio.
Ruda escapó hacia afuera con el rostro salvajemente crispado, instantes después la patrulla galopaba en busca de Llanlil y Sandoval, conducida por un hombre que estaba condenando sin piedad cuarenta y cinco años de hidalguía, pero cuyos ojos, al recibir el amarillento sol de la planicie, tenían la acuosa debilidad de las lágrimas viriles.
– Allí hay dos despenándose -gritó un soldado morocho que resultó ser el correntino del sueño asombrosamente postergado.
– ¡Son ellos! -bramó Ruda.
– ¡ Cayó uno… y ahora el otro! -gritó el cabo.
– ¡Piiiii… piii… uuu!… ¡Pelea machaza! -aulló el correntino largándose a la carrera sobre la meseta.
…Entonces Llanlil realizó el acto más absurdo de toda su vida y sin embargo el más natural. El no se sentía en modo alguno un héroe, sino un hombre desesperado que defendía su existencia. Amagó un golpe, se inclinó hasta tocar el suelo y con su mano izquierda levantó una piedra pequeña pero de aristas agudas y la tiró con todas sus fuerzas a la cara de Sandoval. El administrador recibió el impacto en la frente y la violencia del mismo le hizo soltar el cuchillo. Por un instante permaneció de pie, pero luego las rodillas se le doblaron cayendo suavemente hacia adelante. Allí quedó encogido y con los brazos abiertos en un ángulo inverosímil, como dislocado de los hombros.
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