– Ah, no -él ponía cara de entendido-, el mío tenía la Rapsodia Sueca.
No, no, ella también tenía la Rapsodia Sueca, pero en otro disco. Y Pantalones de fantasía, y también Por la verja, pero ésos no los había traído su papá sino su hermano. Él estaba contento porque también tenía Pantalones de fantasía y Por la verja. ¿Y Canción de septiembre? Canción de septiembre, claro.
Y los dos reían, entonces era como si el pasado no estuviese muerto, o no hubiese que guardarlo como a una colección de pájaros congelados en la bohardilla desordenada a la que ahora ella le tenía tanto miedo. Lo extraño era que ya parecía saberlo a los diez años. Todo lo que iba a encontrar, y todo lo que iba a perder, y la tristeza con que veinte años después, junto a este desconocido, iba a recordarse recordando el Vals del recuerdo.
“Qué.”
“Serrat, si te gusta Serrat.” Ah, sí, eso estaba muy bien. Serrat le gustaba de verdad y ahora avanzaban por Libertador. Las cosas no resultaban tan difíciles al fin y al cabo. La mano derecha de él manipulaba con habilidad el pasacasetes. Listo. Ahora se escuchaba, inundando el auto, Porque te quiero a ti, porque te quiero, dejé mi puerta una mañana y eché a andar. La mano del pasacasetes, sin que nada lo hiciera prever, se apoyó en el muslo de Irene. Primero fue la pierna: se puso rígida. Después ella. “¿Estudiás?” Y ahora este interrogatorio, que amenazaba ser agobiante. “No.” Fue un “no” desagradable, lo notó de inmediato. Nada que ver con esta pareja que surcaba mundanamente Libertador, la mano de él apoyada con familiaridad sobre el muslo de ella. “¿Y qué hacés? ¿Trabajás?” El tono de él había virado apenas hacia la hostilidad, pero Irene no tenía nada de ganas de intentar algo para remediarlo. “No.” Él emitió un tenue resoplido. Pero de pronto algo lo iluminó. “Ya sé; sos casada.” La última esperanza. “No.” Ella no tenía actividades, ni esposo, ni pasado. Y si al hirsuto no le venía bien…
No le venía bien. Inesperadamente detuvo el auto junto al cordón. “¿Te querés bajar?” ¿Era una invitación -gesto caballeresco ante evidente abatimiento de la convidada- o una mera grosería? No le gustaban las dificultades, al parecer. Yo conozco a uno al que sí le gustan, ji, ji. Pónganlo en un laberinto, acósenlo, enrédenlo y se envalentonará, se hará de acero y roble, y emergerá saludable y renovado como un recién nacido. ¿Y yo? Yo también, querido muchacho, gorjeó inesperadamente la que dormía en las tinieblas. De esta materia estoy hecha y con esta materia me forjaron manos más sabias que la que, impaciente, ha abandonado mi pierna. Pensó en las altas y hermosas palabras que bajo soles como éste y bajo cielos de plomo y en la media-luz de los bares y en la penumbra de los cuartos la habían ido tallando apasionada y amorosamente. Todo esto está acá: soy yo. Y el pato hinchó su plumaje, se zangoloteó y reverberó. Yo de aquí no me bajo porque voy a llegar hasta el final. Sea cual fuere el final. Ya que ahora comprendía que había algo que estaba buscando, algo preciso que la había llevado a este auto. Motivo por el cual no pensaba abandonarlo así nomás y, mucho menos, desdeñada por un desconocido. Yo te voy a enseñar, pequeño aprendiz de Don Giovanni, yo te voy a enseñar a tener temperamento.
– No sea descortés, muchachito.
La voz la sorprendió. Era su voz, por eso la sorprendió. Ese tono ligeramente sobrador, la levísima tonalidad risueña, la velada autoridad. ¿Empezaba a divertirse? “Es que me pareció por un momento que…” Estaba confundido. “Subí al auto, ¿no? Nunca subo si no tengo ganas.” Minga. No te voy a regalar mi inexperiencia ni mi miedo. Ni esta corriente vertiginosa que me circula, ni esta sensación de poder que lentamente se abre paso, aletea. Algo aletea dentro de mí, un pájaro quiere echarse a volar, si lo dejara, si me animara a soltarlo. “… porque por un momento pensé que eras una de esas que se hacen las raras. No me gustan las raras. Uno tiene que vivir el momento y no hacerse tanto problema, ¿no te parece?” No. A Irene le parecía que no le parecía. Que cada momento estaba atado a algo, a algo que ella a veces no podía precisar pero que la aturdía como un estallido. Que este instante de ahora en que el auto arrancaba se hilaría al fin a esa red enmarañada pero bien definida que era su vida, de modo que era exactamente eso, su vida, lo que ella estaba decidiendo a cada paso. Ahora también, mientras doblaban hacia la izquierda y ella conseguía glosar con moderación y amabilidad la sintética filosofía del hirsuto.
Un follaje de esmeraldas celebraba contra el cielo la alegría de estar vivo. Las familias retozaban, momentáneamente desentendidas de que toda dicha es fugaz y de que algo acecha, ahora mismo, que arrasará lo que un segundo antes brilló como un diminuto diamante al sol. La sombra de un árbol gigantesco cubría ahora el auto que el muchacho había detenido con habilidad a unos pasos del tronco nudoso. ¿Un ombú? A Irene se le ocurría que todos los árboles de gran copa eran ombúes. Antes los había llamado paraísos y su boca parecía cantar al nombrarlos. Paraísos. Pero esto no era un paraíso y tal vez el momento no resultaba el más adecuado para esas especulaciones. Además, estuviera o no en el paraíso, parecía a punto de morder la tradicional manzana. Furtivamente observó la cara algo abotargada del hirsuto, los ojos glaucos, los labios hinchados y entreabiertos. Educada, cerró los ojos y abrió la boca. La sorprendió la carnosidad desconocida sobre sus labios. Pero sobre todo la sorprendió la actitud un tanto frenética -aunque desprovista de deseo- con que ella estaba respondiendo. Heme aquí, se dijo, en medio de esta selva umbría, besando a este individuo con tanto brío como si nos fueran a ahorcar dentro de diez minutos. Debía estar haciéndolo bastante bien porque el hirsuto, algo jadeante, se separó un segundo de ella, la miró con sus ojos de carnero degollado y le dijo: “Sos tan dulce y maravillosa”. Eso la sorprendió: ella más bien se veía a sí misma como una yegua. Pero tal vez algo se filtraba, ¿verdad?, cierta sabiduría lentamente forjada, cierto delicado juego de hábitos que hacían del amor, o de la introducción al amor, un demorado diálogo silencioso en el que cada movimiento, cada roce, iba desatando la emboscada ebriedad de los cuerpos. Y algo de esa destreza debía trasuntar ella, ya que el hirsuto, luego de lamerle una oreja, guió la mano de Irene, la depositó con decisión en un sitio del que parecía sentirse orgulloso y sin más trámite le dijo: “Mirá, mirá lo que me hiciste”. Besos brujos, pensó Irene, quien no miró lo que el joven le estaba indicando pero en cambio tuvo oportunidad de palpar la alteración física que sus besos habían causado. Con delicadeza dejó la mano allí, ya que consideró una ofensa retirarla. Volvieron a besarse con desesperación de agonizantes y la mano del hirsuto llegó al lugar que ella, a los cuatro años, había llamado pichoncolina. Tal vez estaba yendo demasiado rápido. Ella acababa de pensar eso, cómo decirle, con qué palabras, que él estaba yendo demasiado rápido, que el cuerpo de ella requería ciertos ritos de iniciación, cuando uno de sus ojos se abrió indiscreto y en la ventanilla, mirándolos con expresión admirada, plena de fascinación ante los misterios del mundo, vio la absorta cara de luna de una nena con flequillo. Un hachazo en el corazón. Irene se separó con violencia, el hirsuto se alarmó y la de flequillo huyó despavorida, antes de que Irene pudiera decirle que no era eso. Que el amor no era eso. Que no registrara este episodio en su cabecita perversa, este manoseo inútil, estos contactos semihumanos que nunca alcanzarían la alta embriaguez a la que sólo ciertas bestias, y un hombre y una mujer que se buscan, que se rastrean en la penumbra con sabiduría y con temor y con temeridad hasta desencadenar todos los ríos embozados, a la que sólo ciertos animales, y ciertos hombres y mujeres pueden llegar. Y, sobre todo, que no la registrase a ella en esa cabecita aviesa. Esta no soy yo, Irene; ésta no soy yo. Y súbitamente pensó que iba a llorar, viéndose a sí misma a los cuatro años viéndose a sí misma.
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