Nada. Un pasado como una caja negra. Un golpe magistral: el hirsuto tenía a qué aferrarse ahora. Era peludo y saludable, y muy alto, de modo que Irene se sentía un poco incómoda, pero persistía en esto de mirarlo: ahora que había llegado hasta acá, y bastante airosa, no estaba dispuesta a ceder posiciones. Además, el hirsuto le estaba diciendo que no tenía por qué preocuparse: ella debía vivir este momento y se acabó. Tenía su filosofía también, iba por la vida cargando con su idea del mundo, convencido de que era una idea magnífica y que valía la pena comunicársela a los otros. Todos cargaban con su idea: el hirsuto, y la vecina que se había tirado del séptimo piso, y el hombre de las cucarachas. Y ella misma ¿no creía ella misma a veces que había algo sobre las mujeres y los hombres que ella quería comunicar a los hombres y a las mujeres? En ciertos momentos, como ráfagas de luz, que al fin se escabullían dejándole esta desazón y este vacío. “¿Qué?”, dijo. El hirsuto se rió. “Sos un poco distraída; recién estabas en la luna de Valencia.” Ahora sí que él ya sabía algo preciso sobre ella. Cierta cosa se le escapaba entonces, algo real conseguía filtrarse con tanta claridad que hasta resultaba evidente para este joven de pelo crespo. “Todavía no me dijiste cómo te llamás.” “Irene.” El hirsuto le dijo que era un lindo nombre. Y si ella le hubiera dicho que a veces tenía la sensación de caber entera en su propio nombre. Le pasaba con ciertas palabras, resplandor, ah, ella podía sentir eso como una reminiscencia luminosa, algo que irradiaba pero muy lejos, una vaga lumbre augurando una luz tan intensa, tan absoluta, que sólo era posible percibir de ella esto delicuescente y angustioso que estaba encerrado en la palabra resplandor. Luz, luz, allí estaba esa palabra dolorosa de tan bella. Ella amaba la luz, qué iba a pasar si se lo decía, que había nacido para amar la luz y sólo había conseguido esto, esta rara destreza de captar lucecitas a lo lejos, pequeñas ventanas detrás de las cuales, a veces, creía vislumbrar la felicidad. Y la sombra, ¿podría ella explicarle el miedo litúrgico, como de ir cayendo silenciosamente por una hondonada, que instalaba en su corazón la palabra sombra? Y así como la luz y como la sombra, cabía ella en su propio nombre. Pero había que conocerle los recovecos y las resonancias, su grave música sacerdotal y los benévolos sones de la infancia, había que amar esa palabra para descifrar su significado.
Era lindo, el hirsuto le había dicho que su nombre era lindo. Era fatal. ¿Y si le hubiera dicho Anacleta o Tiburcia? Ironía desechada: no alterar esta frágil armonía. “Yo me llamo Rogelio (pausa compungida), pero no tengo la culpa.” Irene se rió, todo marchaba a la perfección. Se lo habrás dicho a tantas, pensó con alegre clarividencia. Esto era pan comido para el hirsuto, ahora lo veía, ya le había ocurrido muchas tardes, a la salida de la playa, acercarse a la solitaria a quien venía observando desde el murallón, deslizarle “flaca, qué te parece si tomamos un trago”, y si algún indicio visible indicaba que la muchacha había prendido -amortiguación en el ritmo de marcha, sonrisa a medias, miradita furtiva-, ir avanzando amablemente, sin sorpresas -a menos que la muchacha, claro, se pusiera a llorar sobre su pecho o aullara hasta eliminar de sí toda la pena que le estaba produciendo pensar en su vida-, soltar como a una paloma el chiste liviano: Yo a vos sí te vi, y dejar que las cosas siguieran su curso, que se encarrilaran mansas a la parte en que la muchacha dice su nombre. Entonces sí: Yo, Rogelio. Y ahí la cuchufleta, el flechazo, el raudo distintivo de una personalidad chispeante. Pero no tengo la culpa. Irene se sintió tranquila. Este muchacho sabía lo que estaba haciendo: no había más que dejarse llevar. Eludió con astucia el recuerdo de Rogelio, el hombre que razonaba demasiado; nada de atajos peligrosos, ella lo leía a los ocho años en Rico tipo, ¿cuántos años tendría el hirsuto? “Pero no (sonrisa angélica, ¿estaría seductora?), si es un nombre muy.” Se interrumpió; hermoso le parecía una exageración. ¿Lindo? Ya lo había dicho él. Pese a las circunstancias, ella conservaba cierto sentido estético. “… personal”, dijo. Bien, ahora sí. Ahora sí eran un simpático par de imbéciles protagonizando un vulgar levante bajo el sol. “Vos también sos muy personal, se nota”, dijo él, con el evidente ánimo de impresionarla. Ella sonrió con ambigüedad. “¿Te gusta la música?”, dijo él. ¿La música? Algo tremoló, se desbarató, barcos a vela surcaron un agua muy azul y Haendel llenó cada resquicio, estalló en cada burbuja de aire, el mundo era una fiesta y todo lo nacido había nacido para ser feliz; en la cabeza de un alemán de oídos muertos rompió a cantar un himno a la alegría, y ángeles se expandieron hacia el cielo como impulsados por el abanico infinito de la Pequeña Fuga, y una precoz enamorada con flequillo suspiró con melancolía al oír por la radio Mi tonto corazón. “Sí”, dijo con sobriedad, “me gusta mucho”. “Entonces, ¿qué te parece si vamos al auto? Tengo unos casetes geniales.” Ella asintió ligeramente -¿putezcamente, tal vez?-con la cabeza.
Y acá estaban ahora, en el asiento delantero de este Peugeot color ciruela, él revolviendo la casetera y ella estudiándolo de reojo. “¿Qué querés escuchar?” Extraño. ¿Sabía él que todas las músicas cabían en ella? Era la que había llorado amargamente cuando su madre le cantaba La loca de amor, la que se había desarticulado bailando rock and roll, la que otro noviembre pero de noche, sentada en la escalinata de piedra que da al río con gente a la que ya no recordaba, cantando a toda voz El ejército del Ebro, respirando el olor del río y sabiendo la infinitud del universo y la pavorosa lejanía de las estrellas que esa noche estaban convergiendo sobre su cabeza, se maravilló por el milagro de su propia voz pero, sobre todo, se maravilló por el milagro de estar viva. Y era la que otra noche de años atrás, en la pequeña pieza iluminada de la calle Bulnes -todos rodeando con devoción el tocadiscos de baquelita que acababa de traer su padre-, puso con mucho cuidado el primer disco y, al escuchar en el violín quejumbroso el Vals del recuerdo, se puso a llorar. Por qué se había puesto a llorar. Qué podía recordar ella a los diez años que la llenara así de congoja. El futuro, pensó, era como si recordara el futuro, como si pudiera saber que algún día, muerto su padre, perdida para siempre esa fugaz ilusión de hogar -todos juntos en la habitación iluminada, rodeando inocentemente el tocadiscos, contemplando el disco de pasta que giraba como si estuvieran ante un acontecimiento maravilloso-, perdida también la tarde de lluvia en que ella recordó por primera vez -pero no sola- ese vals y esa noche iluminada, perdidos todos aquellos que había amado, sólo le quedaría este desconocido en un auto color ciruela.
Esa vez estaba en una penumbrosa casa de Flores, y había un hombre de ojos azules que se reía.
– Así que vos también conocías el Vals del recuerdo?
– Pero si fue mi primer disco. Lo trajo mi papá cuando compró el tocadiscos de baquelita. Vieras, estábamos todos en mi pieza, mirando cómo giraba, y yo sentí el recuerdo de algo que ya no estaba, y eso era muy triste, y me puse a llorar.
– Sí, cierto, tenía eso. Yo lo escuchaba y volvía a ver una ventana. La pieza estaba un poco oscura y una mujer miraba por la ventana. A mí me extrañaba mucho la figura negra, recortándose en el cielo gris. Después alguien encendía la luz y ésa era mi mamá y yo corría hacia ella. El disco tenía una etiqueta roja, ¿te acordás?
– No, azul. El mío tenía una etiqueta azul. Y atrás, las Czardas de Monti.
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