– No sé -dije, y retrocedí un paso. Se me ocurrió que siempre reculaba ante Hannah Green-. ¿Qué te ha parecido lo que has leído hasta ahora?
– Me encanta.
– ¿En serio? -La alabanza de Hannah, aunque escueta, me provocó un ímpetu inesperado y sentí que se me hacía un nudo en la garganta. Me di cuenta de hasta qué punto la redacción de Chicos prodigiosos se había convertido en una aventura solitaria en la que me sentía prisionero, perdido y ciego. Le había enseñado a Emily alguno de los primeros capítulos, y su único comentario fue: «Resulta terriblemente masculino.» No me tomé el comentario muy en serio, pero desde entonces había sido el único lector del libro, el profeta, fundador y único morador de mi utopía particular, materializada en una pequeña ciudad de Pensilvania-. Bueno, en ese caso, de acuerdo.
Hannah acercó su cara a la mía, hasta casi tocarnos. Tenía los labios cortados y se los había untado con un protector que olía a vainilla.
– Y, además, creo que me estoy enamorando de ti -dijo.
«¡Oh, qué demonios!», pensé. «Quizá sería mejor que me quedase.» -¿Está por aquí Tripp? -preguntó Crabtree desde el pasillo. Su voz sonaba tan lastimera, que sentí un súbito acceso de culpabilidad al oírle-. ¿Dónde está? ¿Tripp?
Me sobresalté y me aparté de Hannah.
– No dejes que vea el manuscrito, ¿de acuerdo? -le pedí-. Escóndelo hasta que nos marchemos. -Le di un beso en la mejilla y salí al pasillo-. Hasta luego.
– Ten cuidado -dijo, y se apartó un mechón de pelo que se le había pegado a la crema protectora en la comisura de los labios.
– Lo haré -le aseguré.
Ya que se estaba enamorando de mí, podía empezar a hacerle promesas que no pensaba cumplir.
Encontré a Crabtree en el recibidor. Estaba solo, contemplando a los que en la sala trataban de bailar al ritmo de The Horse. Tenía una mano metida en el bolsillo y con la otra asía una botella de agua con gas. Parecía que durante mi ausencia hubiese estado tratando de borrar su reputación de Crabtree el Espíritu Burlón, de artista del desmadre, manteniéndose pegado a la pared, solo en medio de su propia fiesta, con aspecto sobrio, aislado y aburrido. Llevaba uno de sus trajes cruzados de tono metálico, de un azul muy pálido, casi imperceptible, como el del resplandor que emite un televisor en blanco y negro. Sus ojos carecían de brillo tras los cristales de sus gafas redondas, y tenía las mejillas hinchadas y enrojecidas. Al verlo allí, mirando a los que bailaban, me recordó al James Leer de la noche anterior, un chico sin amigos, corroído por la envidia, merodeando por el jardín de los Gaskell, con la mirada fija en una ventana iluminada.
Cuando Crabtree me vio, su rostro recuperó su habitual gesto sosegado, me saludó con un gesto de la cabeza y se volvió de nuevo hacia la sala.
– Helo aquí -dijo, como si mi abrupta aparición le hubiese dejado totalmente indiferente, como si unos segundos antes no hubiese estado recorriendo la casa como un alma en pena, gritando mi nombre-. ¿Dónde estabas?
– Fui a Kinship.
– Eso he oído.
– ¿Qué tal estás?
– Agonizante -dijo, y puso los ojos en blanco-. Lo del festival literario es, sin ninguna duda, el asunto más soporífero en el que me has metido en tu vida, Tripp.
– Lo siento -me disculpé.
– Mira a esta gente -dijo, meneando la cabeza.
– Son escritores. Por regla general, los poetas suelen ser bailarines medianamente buenos. Pero este año vamos cortos de poetas.
– Éstos son narradores.
– La mayoría de ellos. -Me encogí de hombros varias veces-. Nos encanta hacer este gesto de Snoopy con los hombros.
– Y, además, todos son heteros en esta movida. ¿No hay ninguna locaza en Pittsburgh?
– Claro que sí -le dije-. Voy a llamarlas.
– Y, encima, esta mañana te largas con mi botiquín.
– ¿Las pastillas? ¿Estaban en el coche?
– Ajá. Al menos, eso espero. Creo que están en tu maletero. Se te debieron caer anoche mientras revolvías en mis maletas.
– Lo siento -me disculpé-. En serio. Escucha, colega, salgamos.
Se cruzó de brazos y puso cara de ofendido.
– No quiero marcharme.
– No vamos a marcharnos.
Me miró fijamente, apartó la vista y dijo:
– Ya vas colocado.
– Lo sé.
– Tienes una pinta horrible, Tripp.
– Lo sé, lo sé, Crabtree. Vamos, te necesito, tío. Necesito que me acompañes.
– ¿Que te acompañe adónde?
– Colega -le dije, y, sin proponérmelo, imité los gestos de Hannah conmigo. Deslicé un dedo por detrás de la hebilla de su cinturón, le di un tirón brusco para atraerlo hacia mí y hacia la puerta. Crabtree se clavó sobre sus talones y no dio ni un paso-. ¿No vas a acompañarme si te lo pido? ¿Tengo que decirte adónde vamos?
– No, no tienes por qué hacerlo. -Sacó mi mano de su cinturón, me volvió la palma hacia arriba, la miró y me la devolvió, como si rechazase un regalo. Estaba tan aburrido, que hasta había olvidado que pretendía parecer malhumorado-. Esta mañana no me has dicho adónde ibas.
– Lo sé, lo sé, de acuerdo, soy un gilipollas. -No le culpaba por estar enojado conmigo. Le había invitado al festival literario con la promesa de que sería una oportunidad para vernos después de meses, o quizá años, sin encontrarnos, y yo desaparecía y lo abandonaba a su suerte, condenándolo a asistir a seminarios soporíferos y conferencias de una banalidad sobrehumana. Y por la noche tenía que organizar su propia fiesta con una pandilla de mamones que, encima, eran todos heteros-. Lo siento, de verdad.
– Bueno, ¿qué tal te ha ido por allí?
– Estupendo. Horrible.
– ¿Emily sigue decidida a dejarte?
– Creo que sí. -Meneé la cabeza-. Para serte sincero, ha sido un completo desastre. James…
– ¿Mi James? -Crabtree se despertó de golpe y se tocó el pecho con la punta de los dedos para recalcar el posesivo-. ¿Ha ido contigo? ¿Está aquí?
– No, y por eso te necesito, colega. -Bajé el tono de voz y acerqué la boca a su oreja-. Lo han…
– ¿Arrestado? -gritó Crabtree.
– ¡Chist! No, lo han secuestrado.
– ¿Secuestrado? ¿Quién?
Dejé pasar unos segundos para que mi respuesta resultase más impactante y dije:
– Sus padres.
El padre de Crabtree era predicador pentecostal en el condado de Hogscrotum, Misuri, y su madre, editora jefe de una revista para entusiastas de las máquinas de tricotar. «Mi madre puede hacerte cualquier cosa» era una de las frases favoritas de Crabtree. «A mí me hizo maricón.» Crabtree había caído en las garras de Satán desde su temprana adolescencia y no veía a sus progenitores desde hacía años.
– ¿Sus padres?
A sus oídos eso debía de sonar como el más horripilante de los destinos.
– ¿Sabes que lleva el nombre de Frank Capra grabado en el dorso de la mano?
– Espera, voy por mi abrigo -dijo Crabtree.
Tomando impulso desde la pared en la que estaba apoyado, se lanzó como un nadador hacia la cocina, cogió su abrigo de estilo militar, que colgaba del respaldo de una silla, y echó un trago de una botella medio vacía de Jim Beam que estaba sobre la mesa. Después encendió un cigarrillo y se ajustó el cinturón del abrigo. Se guardó la botella de Jim Beam en el bolsillo izquierdo y al pasar junto a la nevera se detuvo un momento para llenar el otro bolsillo con un par de botellines de licor de malta Mickey. Cuando volvió al recibidor sonreía y estaba completamente despierto.
– ¡Vamos a comprar una pistola! -exclamó alegremente.
Salimos y fuimos hasta el coche. Estaba a punto de meterme en él cuando Crabtree gritó:
– ¡Eh!
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