Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– La verdad -dijo Crabtree. Se acercó a una pila de libros y tomó los tres de encima. Eran volúmenes de tapa dura, de un tono oscuro y sin adornos-. Eso siempre ha sido importantísimo para ti, ya lo sé.

Estiré el brazo derecho hacia él con el puño cerrado.

– Elige un dedo -le dije.

– Creo que deberías tomártelo con más calma con respecto a ese chico.

– ¿Sí? ¿ Y por qué?

– Porque ayer te largaste y lo dejaste a oscuras sentado en el aula.

Bajé el puño y exclamé:

– ¡Oh!

No se me ocurrió una respuesta mejor. Contemplé con más detenimiento la colección de fetiches cinematográficos de James y descubrí que la decisión de grabarse el nombre del director fallecido en el dorso de la mano no habla sido un mero capricho de adolescente. El chico era un fanático de Capra. En la pared contra la que estaba colocado el escritorio se acumulaban en diversos estantes pilas de vídeos en cuyas carátulas se leían títulos como El secreto de vivir, Horizontes perdidos, etcétera, y montones de guiones encuadernados en plástico negro con algunos de los mismos títulos escritos en mayúsculas en los lomos. Y por encima de los estantes estaban colgados los carteles de quince o dieciséis películas de Capra -algunas me resultaban familiares, otras ostentaban títulos desconocidos para mí, como Dirigible o La locura del d ó lar - , además de docenas de fotografías de plató, la mayoría de las cuales me pareció que procedían de ¡ Qu é bello es vivir! y Juan Nadie. Esa pared era, por decirlo de algún modo, la capital del reino de la devoción cinematográfica de James, desde la cual su imperio se había ido extendiendo hacia arriba, por las gruesas vigas del techo, y hacia los lados, por las restantes paredes de la habitación, en las que se habían formado prósperas colonias consagradas a algunas de las grandes estrellas que trabajaron a las órdenes de Capra: Jimmy Stewart, Gary Cooper y Barbara Stanwyck, de las que había fotos enmarcadas, pósters y programas de mano de muchas de sus películas, tanto obras maestras como olvidados filmes menores, desde Annie Oakley a Ziegfeld Girl. En las esquinas más alejadas el imperio de la obsesión de James parecía desintegrarse en una vaga zona fronteriza de culto hollywoodiense, en la que se habían establecido unos pocos puestos avanzados en los que asomaban Henry Fonda, Grace Kelly o James Mason.

Después, abriéndome camino entre los candelabros y las pilas de libros y vídeos, me acerqué al enorme y negro barco naufragado que era su cama y comprobé que la pared posterior estaba cubierta por unas cuarenta fotografías en papel satinado de actores de cine cuyo nexo de unión entre ellos o relación con Frank Capra no fui capaz de dilucidar. Ahí estaban Charles Boyer, una exquisita mujer que me pareció que podía ser Margaret Sullavan, y, de nuevo, el rostro sonriente, mofletudo y bigotudo del personaje del reloj de James. Al igual que el de este individuo, los rostros de muchos de los actores de las fotografías me resultaban familiares, pero no podía identificarlos con precisión; algunos otros, en cambio, me eran completamente desconocidos. El centro estaba reservado a varias fotografías muy famosas de Marilyn Monroe -tumbada desnuda sobre terciopelo rojo, leyendo el Ulises, luchando contra la corriente de aire de la rejilla del metro que le levanta la falda-, y mientras las contemplaba creí descubrir cuál era el eje vertebrador de las fotos que colgaban de aquella pared. Deduje que se trataba de un imperio rival que se disponía a conquistar las paredes de la habitación de James: el advenedizo reino de los suicidas de Hollywood. Supuse que la chaqueta de satén habría pasado a formar parte de él.

– ¿Herman Bing se suicidó? -le pregunté a Crabtree, y señalé al tipo de los bigotes tiesos-. ¿Reconocerías a Herman Bing si vieras su fotografía?

– Mira esto -dijo Crabtree, haciendo caso omiso de mi pregunta. Y tomó varios libros con cada mano para mostrármelos-. Todos estos volúmenes son de bibliotecas públicas.

– ¿Y?

– Y deberían haber sido devueltos -me miró y enarcó las cejas en un gesto de complicidad- hace un par de años. Éste hace tres. -Tomó otro libro y le echó un vistazo al pequeño papel pegado en la solapa. Lanzó un silbido-. Este hace cinco. -Tomó otro-. Éste ni siquiera tiene anotada la fecha del préstamo.

– ¿Crees que los ha robado?

Crabtree se puso a revolver los libros, derrumbando torres y hundiendo bóvedas.

– Todos son de bibliotecas -aseguró mientras, acuclillado y dando pasos hacia atrás como un cangrejo, echaba un vistazo a los libros de la parte baja de la pared-. Todos, sin excepción.

– Ya estoy listo -dijo James, que reapareció con mis tejanos, que le iban enormes, y subiéndose las largas mangas de mi camisa de franela.

– Me da la impresión de que le van a caer a usted unas multas de campeonato, señor Leer -dijo Crabtree señalando los libros.

– ¡Oh! ¡Ah! Yo…, uh, bueno, yo nunca… -balbució James.

– Tranquilo -dijo Crabtree. Cerró bruscamente uno de los libros robados y me lo tendió-. Toma. -Se enderezó y cogió a James del brazo-. Larguémonos.

– Uh, hay un pequeño problema -dijo James, que se liberó de la mano de Crabtree-. La vieja baja aquí más o menos cada media hora para vigilarme, lo juro. -Echó un vistazo a las manecillas sobre el rostro de Herman Bing-. Probablemente vendrá dentro de unos cinco minutos.

– La vieja -repitió Crabtree, y me guiñó un ojo-. ¿Y por qué te vigila? ¿Qué teme que hagas?

– No lo sé -respondió James, sonrojándose-. Supongo que escaparme.

Miré a James y recordé su aparición en el jardín de los Gaskell con aquel oscilante brillo plateado en su mano. Después eché un vistazo al lomo del libro que Crabtree me había dado y descubrí con asombro que era un ejemplar reencuadernado de Las abominaciones de Plunkettsburg, de August Van Zorn, propiedad de la Biblioteca Pública de Sewickley. Según constaba en la etiqueta de control, había sido dejado en préstamo en tres ocasiones, la más reciente en septiembre de 1974. Cerré los ojos y traté de apartar de mi mente aquella prueba de la inutilidad del arte de Albert Vetch, de la inutilidad de cualquier manifestación del arte, del esfuerzo humano, de la vida humana en general. Sentí un súbito acceso de náuseas y el ya familiar zumbido que me perforaba el cráneo. Me pasé la mano por delante de la cara, como si tratase de ahuyentar una nube de avispas. Comprendí que podía escribir diez mil páginas más de brillante prosa y no por ello dejar de ser un minotauro ciego dando traspiés sin ton ni son, un ex chico prodigioso fracasado, adicto a la marihuana, con problemas de obesidad y un perro muerto en el maletero del coche.

– Necesitamos un señuelo -dijo Crabtree-, eso es lo que necesitamos. Hay que meter algo que haga bulto en tu cama para que parezca que estás durmiendo.

– Claro, un par de buenos jamones, por ejemplo -propuso James-. Utilizaron ese truco en La isla de los corsarios.

– No -dije, y abrí los ojos-. Un par de jamones no. -Ambos se quedaron mirándome-. ¿No tienes alguna lona o algo parecido por aquí? O una manta de reserva. Algo resistente.

James reflexionó unos instantes y con un movimiento brusco de la cabeza señaló las puertas al fondo de la habitación.

– Allí. La puerta de la izquierda. En el armario hay varias mantas. ¿Qué pretendes hacer?

– Voy a vaciar mi maletero -respondí.

Fui hasta la puerta contigua a la del lavabo, la abrí y entré en un cuarto oscuro que olía menos a rancio y a humedad que el aposento de James. Encendí la luz y descubrí que se trataba de una especie de informal sala de juegos, con paredes forradas de madera de abeto sin barnizar y una alfombra beréber. Había un bar y un viejo televisor Philco, al fondo, y, justo en el centro, una mesa de billar. En el bar no había nada, el televisor estaba desenchufado y ni rastro de tacos de billar. El armario que había mencionado James estaba junto a la puerta. Lo abrí y en uno de los estantes bajos encontré una pila de andrajosas colchas y mantas. Ninguna de ellas parecía suficientemente grande para lo que tenía pensado hacer, pero había una manta a rayas como la que Albert Vetch solía ponerse sobre el regazo para combatir los gélidos vientos que soplaban desde el vacío cósmico. Me la eché sobre un hombro y volví a la habitación de James. Él y Crabtree estaban sentados en la cama. La mano de Crabtree había desaparecido bajo la camisa de James -mi camisa- y se movía sobre el pecho del chico con un arrobamiento sosegado y metódico. James miraba hacia abajo y contemplaba a través de la abertura del cuello cómo Crabtree le metía mano. Cuando entré en la habitación, James me miró y me sonrió con una expresión soñolienta y vulnerable, como la de alguien sorprendido sin sus inseparables gafas.

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