Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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Estaba junto al maletero, dando golpecitos con los dedos de una mano.

– ¿Qué? -pregunté, aunque ya sabía lo que quería-. ¡Oh! -Caminé lentamente hasta la parte posterior del coche-. Creía que habías dicho que no las querías.

– Mentía.

– Lo suponía.

– Abre el maletero.

– ¿Y si esperamos…?

– Ábrelo.

– Hablo en serio, Crab, yo…

– Ahora.

Lo abrí.

– ¡Dios bendito! -exclamó Crabtree-. ¡Tú eres el que se ha cargado al perro!

– No, espera un momento, Crab…

– ¡Puaj! -A aquellas alturas el hedor era indescriptible, una mezcla de los olores típicos de un coche viejo y los de la sangre y la descomposición de un cadáver. Era un hedor dulzón como el de la basura y acre como el de la gasolina, mezclado con un pestazo como el que desprenderían miles de neumáticos cubiertos de cagadas de murciélago al quemarse-. ¿Y esto qué es? -Se apartó del coche, estiró el cuello y metió la cabeza en el maletero, moviéndola en todas direcciones como si fuese una cámara colocada en el extremo de una pértiga. De repente, la sacó con un movimiento brusco y enfocó sobre mí su asombrado objetivo-. ¿Es una serpiente? -preguntó.

– Es un trozo de serpiente -le expliqué, y empecé a cerrar el portaequipajes-. Vamos. Te lo contaré por el camino.

– No tan rápido. -Me agarró por la muñeca-. Quiero mis medicinas. -Tras un breve forcejeo, me apartó y volvió a abrirlo-. Por mí, como si tienes un casuario muerto ahí dentro. -Con sumo cuidado metió la mano hasta el fondo del maletero y, frunciendo la nariz, empezó a palpar-, ¡Puaj!

Llegamos a Sewickley Heights hacia las tres de la madrugada y circulamos con la capota bajada por calles sinuosas y oscuras. Las aceras estaban bordeadas por enormes sicomoros y altos setos que ocultaban las mansiones que había detrás. Crabtree tenía en las manos un plano de Pittsburgh y sus alrededores, y sostenía entre los labios una notificación de retraso en la devolución de un libro de la biblioteca de la universidad, enviada por correo hacía un par de semanas a James Selwyn Leer, Baxter Drive, 262. Los Leer, tal como pudimos comprobar en la cabina telefónica de una gasolinera Shell, no figuraban en el listín; pero Crabtree, como hombre de recursos que era, inspeccionó la mochila de James y encontró la notificación entre las páginas de la biografía de Errol Flynn. Ahora la mochila descansaba sobre su regazo.

¿Y la dirección que figura en el manuscrito? -preguntó Crabtree, que ladeó el plano para aprovechar la débil luz de la guantera-. Harrington 5225.

– Es la casa de su tía. Está en Mount Lebanon.

– Lo he mirado en el índice y el nombre de esa calle no está.

– ¡Qué extraño!

Mientras conducía hacia la zona residencial de las afueras de Pittsburgh, había puesto a Crabtree en antecedentes de lo que nos había sucedido a James Leer y a mí desde el momento en que le quité al chico su pequeña pistola la noche anterior, así como todas las verdades y mentiras que había descubierto acerca de él. Pero me salté la parte que concernía a la chaqueta de Marilyn Monroe. Me dije que, a fin de cuentas, la tenía perfectamente doblada en el asiento trasero, así que lo único que debía hacer era dejarla ahí hasta mañana y devolverla cuando acompañara a James a casa de los Gaskell para aclararlo todo. Pero lo cierto era que me incomodaba hablar de eso con Crabtree. No tenía ninguna gana de intentar explicarle qué hacíamos James y yo en el dormitorio de los Gaskell. Así que le dije que fue un estúpido accidente el que James le pegara un tiro a Doctor Dee. Mientras le hablaba de James y su libro, Crabtree parecía cada vez más convencido no sólo de que el chaval llegaría a convertirse en un excelente escritor -durante el trayecto le echó un rápido vistazo profesional al manuscrito de El desfile del amor a la luz de la lamparilla de la guantera-, sino, además, de que él, Terry Crabtree, Agente del Caos, era un cambio de agujas hacia el que el tren de James Leer se precipitaba inexorablemente. También le hice un breve resumen de mis penosas andanzas con Emily y los Warshaw, pero no pareció interesarse demasiado por mis problemas, o, al menos, eso era lo que quería que creyese. Todavía estaba enojado conmigo por haberlo dejado solo por la mañana. En cuanto a Chicos prodigiosos, no hizo ningún comentario, y me daba miedo preguntarle al respecto. Si se lo había mirado y no tenía nada que decirme, su silencio resultaba bastante significativo.

– La calle Baxter es la siguiente -dijo levantando la vista del plano.

Opté por girar a la izquierda. La numeración empezaba en el 230 e iba hacia arriba. Apagué los faros, y cuando nos aproximábamos al 262 paré el motor. Gracias al impulso que llevaba, el coche se deslizó hasta el camino de acceso a la mansión de los Leer. La entrada estaba bordeada por columnas coronadas por piñas de piedra. A ambos lados se extendía una verja de hierro con unas puntas de lanza de aspecto horrible, que se extendía unos treinta metros hacia ambos lados y después se perdía en la oscuridad. Nos apeamos del coche y cerramos con sumo cuidado las puertas. Después nos adentramos con paso inseguro en el camino de acceso a la casa de los Leer, un largo y serpenteante río de la mejor gravilla, con piedrecitas que parecían hematites y ópalos tallados, y que describía una serie de perezosos meandros a través de los treinta metros de césped que nos separaban del amplio porche de la casa. Éste tenía que ser amplio por fuerza pues rodeaba por completo la mansión de los Leer, un excéntrico edificio de piedra con cubierta de tejamaniles y adornado con marquesinas, entramados y ventanas abuhardilladas que asomaban en todas direcciones, a lo que habría que añadir una amplia colección de aleros. La puerta principal y buena parte de la fachada estaban iluminadas por focos ocultos entre los setos.

– ¡Dios mío, Crabtree! -dije en voz baja-. Esta casa tiene cincuenta o sesenta ventanas. ¿Cómo vamos a dar con el dormitorio de James?

– Lo tienen confinado y encadenado en el sótano, ¿recuerdas? Sólo tenemos que encontrar la puerta de la bodega.

– Si es que James no mentía -comenté-. Si es que no es mentira todo lo que ha contado.

– Si todo lo que ha contado fuese mentira -reflexionó Crabtree-, ¿cómo habríamos llegado hasta aquí?

– Buena pregunta -admití.

Recorrimos el camino en dirección a la casa y cuando ya estábamos cerca, vislumbré una larga y estrecha franja de luz que se filtraba a través de los árboles de la izquierda. En alguna parte del piso superior, en un extremo de la casa, había una lámpara encendida.

– Sus padres todavía están despiertos -dije señalando la luz.

– Deben de estar afilándose los dientes -comentó Crabtree, que a causa de la genuina simpatía y el creciente deseo que sentía por James Leer se sentía inclinado a decir tonterías; era algo habitual en él-. Vamos.

Lo seguí. Rodeamos la casa y llegamos al jardín trasero. Parecía saber adónde se dirigía. La gravilla crujía ruidosamente bajo nuestros pies, y traté de caminar con el sigilo de los indios, apoyando sólo la punta y el talón de uno y otro pie alternativamente, pero me resultaba doloroso, así que al final opté por recorrer el trecho sembrado de gravilla lo más deprisa que pude.

No se veía ninguna puerta de una posible bodega, ni había señales de que hubiera una bodega, pero en los cimientos de cemento visto de la parte trasera de la casa había una especie de piso bajo con una puerta acristalada y una ventana a cada lado. Las ventanas estaban tapadas con visillos punteados, que filtraban el brillo de la luz proveniente del interior. Al otro lado de la puerta una dulce y melancólica voz femenina cantaba:

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