Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Lo siento, James -dije.

Metí la mano en la mochila y saqué el manuscrito de El desfile del amor. Lo abrí y volví a estirarme, con la cabeza apoyada en la cabecera de la cama de Sam. A mi alrededor, la casa y sus ocupantes dormitaban. Estaba enclaustrado, aislado del mundo por el haz de luz de la lámpara de la mesilla de noche. Empecé a leer.

Comprobé que era una novela de época, ambientada a mediados de los años cuarenta. Comenzaba en una triste y sucia población industrial del árido interior de Pensilvania, surgida de lo más profundo de la imaginación de James. El protagonista, un chico de dieciocho años llamado John Eager, [36]vivía en una destartalada casa a orillas de un río apestoso con su padre, conductor de carretilla elevadora en la fábrica de maniquíes Seitz, y su abuelo paterno, un viejo cabrón llamado Hamilton Eager que aparecía por primera vez en la página 3 envenenando al perrito del chico. La madre de John Eager, una mujer enfermiza que era cocinera en la cantina de la fábrica de maniquíes, había fallecido la primavera anterior de neumonía; sus últimas palabras dirigidas a su hijo fueron: «Eres un chico apuesto.»

Tan apuesto era, que resultaba invisible, según se desprendía del párrafo siguiente:

Su rostro era como el de uno de los maniquíes para sombreros de la fábrica Seitz. La nariz, semejante a una aleta de tiburón. Los labios, rojos como una señal de stop. Los ojos, negros, con largas pestañas, y vidriosos como los de una cabeza de ciervo colgada en una pared. No había nada en su rostro que quedase grabado en la memoria de la gente que lo veía. Sólo la vaga impresión de que era apuesto. En las fotografías siempre aparecía como si hubiese movido la cabeza en el momento de tomarlas.

Las primeras ciento cincuenta páginas del libro consistían en la ensoñación autobiográfica de John Eager mientras viajaba en autobús a Wilkes-Barre para comprar la pistola con la que en la página 163 le dispararía un tiro entre ceja y ceja a Hamilton Eager como venganza por el envenenamiento de su querido perro Warner Oland. Era una ensoñación perturbadora y poética, demasiado larga, pero con momentos muy convincentes relacionados con episodios de abusos sexuales, violación, incesto, cacería de ciervos, instintos pirómanos, la habitual marca de fábrica de James a base de torturado catolicismo en clave bufa, tentativas de suicidio y los momentos de éxtasis del joven protagonista en la primera fila del cine del pueblo, el Marquis. Al lector no podía sorprenderle que John Eager acabara convirtiéndose en un chico solitario que padecía una profunda falta de autoestima y contaba descomunales mentiras al primero que se le ponía a tiro.

Después de asesinar a su abuelo, John Eager hacía una aparición sorpresa en el baile de homenaje a los ex alumnos del instituto y le pegaba un tiro a un compañero de clase, un matón llamado Nelson McCool que se había pasado la vida aterrorizándolo de maneras tan diversas y crueles que el lector agradecía que finalmente recibiese su merecido. Tras cometer estos crímenes, con los dobladillos de los pantalones empapados de sangre, John Eager se arrodillaba para confesar sus pecados en la iglesia de San Juan Nepomuceno. Después se largaba en otro autobús que lo conducía, en bastantes menos páginas que en el trayecto anterior, a Los Angeles, donde trataba infructuosamente de entrar en el recinto de la Fox, recibía una paliza en el pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de Los Ángeles y, en una escena a un tiempo tierna y siniestra, estaba a punto de ligar con un olvidado actor del cine mudo antes de decidir entregar su infeliz alma al océano Pacífico en la playa de Venice. En la penúltima escena, de camino a Venice en un autobús, se topaba con una chica rubia más bien patética llamada Norma Jean Mortensen, en quien reconocía a un alma gemela -una informe suma de anhelos, mentiras, falta de autoestima y sensación de vacuidad-, y su ajustado suéter barato, sus medias con carreras y su transparente ambición de convertirse en la mayor estrella del mundo ayudaban a John, por algún motivo que no acabé de entender, a reafirmarse en su decisión definitiva de tirarse al mar.

Leí todo el manuscrito -doscientas cincuenta páginas justas- de un tirón en algo menos de un par de horas. Al acabarlo no sabía muy bien qué pensar. La narración era dinámica y sólida, y, como la mayoría de buenas primeras novelas, mostraba esa convicción imperturbable, aunque errónea, de que todos los episodios chocantes y los comportamientos humanos extremos que aparecían en sus páginas provocarían en el lector sensaciones de asombro y horror totalmente nuevas. Se trataba de un ejercicio insolente, ridículo y apasionante a un tiempo, con un poso de genuina tristeza que impedía que la obra naufragase en las aguas revueltas del melodrama. Lo cierto es que James, por evolución personal, por simple aburrimiento o por haberse hartado de escuchar mis continuas críticas y las de sus condiscípulos, había dejado de lado sus estúpidos experimentos de sintaxis y puntuación, y la prosa resultante, aunque caprichosa y cuajada de símiles, resultaba convincente y uno tenía la sensación, al menos mientras duraba la frase o el párrafo que leía, de que los acontecimientos descritos habían sucedido de verdad.

Y, sin embargo, cuando acabé el manuscrito no pude evitar pensar que la mayor parte de lo narrado parecía totalmente falso. La apabullante acumulación de detalles de época, sin un solo anacronismo o dato erróneo, resultaba algo forzada y mecánica: había decenas de referencias a la moda, las orquestas de jazz y los grandes automóviles cromados, pero resultaba obvio que no era material de primera mano, sino que estaba tomado de viejas películas. Aparte de varias anécdotas de la infancia y primera adolescencia, y del extraño episodio con la vieja estrella de cine de cara empolvada y fular anudado al cuello, el grueso de El desfile del amor parecía escrito a base de cosas oídas, retazos y material de segunda mano. La gente hablaba, se divertía y reaccionaba ante los otros como en las películas. Las cosas que sucedían eran las que suelen suceder en las películas. Dejando al margen algunas reacciones emocionales, había muy pocos episodios en la novela que pareciesen provenir de la experiencia vital de su autor. Era una obra de ficción escrita por alguien que sólo conocía ficciones, una especie de La tempestad que hubiera sido escrita por la solitaria Miranda, [37]cuya idea del mundo procedía exclusivamente de la lectura de las novelas de la biblioteca de su padre.

Dejé el manuscrito en la mesilla de noche. Pensé que quizá no era la persona más indicada para juzgar con imparcialidad el trabajo de James Leer. Sabía que en el fondo sentía celos del chico: de su talento, a pesar de que yo también lo tenía, y de su juventud y energía, a pesar de que era absurdo por mi parte lamentarme de haberlas perdido; pero, por encima de todo, sentía celos de algo tan tonto como el hecho de que hubiese terminado su libro. A pesar de todos los defectos que quizá tuviera, podía sentirse orgulloso de haberlo conseguido. La reacción dinámica que se produce por la combinación de ostracismo e imaginación, así como los problemas de convivencia en una familia desestructurada, eran temas muy bien tratados, y la escena en el autobús con una todavía desconocida Marilyn, aunque no resultaba del todo convincente, estaba escrita con el entusiasmo de un auténtico fan y era una grata sorpresa. Y había otra escena anterior que no me había podido quitar de la cabeza durante la lectura y que todavía me inquietaba. Tomé de nuevo el manuscrito y lo abrí por la página 52, en la que el narrador rememoraba con suma crudeza el día de agosto de 1928 en que el viejo Ham Eager violó a la esposa de su recién casado hijo.

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