Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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El porro se me había apagado. Lo encendí de nuevo con el encendedor del coche. Ahora me daba cuenta de que, no obstante todas sus criaturas surgidas de la nada cósmica -con sus cuencas sin ojos y sus gigantescas y aterradoras fauces-, los relatos de August Van Zorn trataban en el fondo del horror al vacío: el vacío de un par de zapatillas de mujer abandonadas en el fondo de un armario, de un folio en blanco, de una botella de bourbon apurada hasta la última gota en el alféizar de una ventana a las cinco y media de la madrugada. Tal vez Albert Vetch, al igual que su personaje Eric Waldensee al enfrentarse a las habitaciones y los pasillos desiertos en La casa de la calle Polfax, apoyó una pistola contra su sien porque al final descubrió que había demasiados silbantes agujeros negros en su habitación del Hotel McClelland. Ése era el auténtico Doppelg ä nger del escritor, pensé, y no alguna especie de personificación de la perversidad que te vigilaba desde las sombras y se presentaba periódicamente vestida con tu ropa y llevando en el bolsillo las llaves de tu casa para destrozar tu vida. No, era más bien el prototípico protagonista -Roderick Usher, Eric Waldensee, Francis Macomber, Dick Diver [32]- de las obras de un escritor; al principio, los avatares de aquél reflejaban aspectos de la personalidad de éste, pero acababa por determinar el mismísimo curso de la vida de su creador.

Pensé en mis propios personajes, en aquel heterogéneo grupo de azorados y desacreditados románticos sin suerte: Danny Fixx, que al final de Tierras bajas se mete con su canoa en la oscuridad de una cueva en Nuevo México para esconder el cadáver de Big Dog Slaney; Winthrop Pease, el protagonista de La novia del pir ó mano, que sufre un ataque al corazón mientras cava un hoyo en el jardín trasero de su casa para enterrar los chamuscados restos del esmoquin que llevaba cuando prendió su último gran incendio, y Jack Haworth, el héroe de El mundo subterr á neo, que se dedica a gobernar y engrandecer su pequeño imperio del sótano, con su tren en miniatura y sus pulcros y ordenados pueblecitos bautizados con los nombres de sus hijos y sus esposas, mientras en el pueblo que hay en la superficie, en la casa que hay sobre su cabeza, su familia y su propia vida se vienen abajo. No me había percatado antes, pero en mi obra había una permanente invocación a lo subterráneo (un tema clásico de la literatura de terror), un recurso al entierro y el ocultamiento en las profundidades de la tierra como leitmotiv. De hecho, tenía previsto un episodio similar en Chicos prodigiosos, en el que Lowell Wonder, después de dejarse seducir por Valerie Sweet, forzaba la entrada del refugio antiatómico de su antiguo instituto y permanecía escondido allí durante tres semanas. Cuando decidía salir -muerto de hambre, muy pálido y medio ciego-, se enteraba de que su padre, el viejo Culloden, había fallecido. Al parecer, mis personajes siempre trataban de huir de sus terribles errores de juicio refugiándose en cuevas, bodegas y sótanos, o de ocultarlos -de deshacerse de ellos- enterrándolos. «¡Claro, lo mejor es enterrarlo!», pensé. Respiré profundamente, me aseguré de que no había nadie rondando por allí y tiré la colilla de porro. Bajé del coche, fui hasta el maletero y lo abrí.

La luz del maletero llevaba años fundida, pero gracias a la luna llena era fácil distinguir lo que había en su interior. Me quedé parado un momento contemplando el cadáver y la funda de la tuba, amigablemente pegados uno al otro. Me dije que no era correcto dejar a Doctor Dee tirado allí dentro. Una de sus orejas colgaba retorcida formando un conmovedor ángulo con su cráneo, y el pobre animal empezaba a descomponerse. En el porche trasero de la casa, una a cada lado -las recordaba perfectamente- había dos palas, excedentes del ejército, recubiertas de una mohosa capa de mugre. Un par de veranos atrás, Irv y yo cavamos con ellas un agujero en el jardín delantero para colocar un largo poste de abedul que sostenía un refugio para pájaros. Era una magnífica pieza de artesanía, en forma de palacio ruso, con cúpulas bulbosas de diferentes colores, pero, por desgracia, la cola, basada en esmalte para uñas resistente a las inclemencias meteorológicas que Irv había inventado para pegar las piezas, se disolvió al llegar el invierno y la nieve quedó sembrada de multicolores pedazos de madera. Miré las lápidas desperdigadas entre la hierba bajo el castaño de Indias. Después volví a echarle un vistazo al cadáver de Doctor Dee. Sus dementes ojos sin vida parecían mirarme fijamente de nuevo. Me encogí de hombros.

– Enseguida te saco de ahí -dije, y cerré el maletero.

Di la vuelta a la casa hasta la parte trasera, encontré las palas justo donde recordaba que estaban y llevé una hasta el jardín delantero, arrastrándola por la hierba anegada. Las lápidas, iluminadas por la luna, proyectaban en el suelo sombras de contornos irregulares. Hundí la pala en la tierra y empecé a cavar en un espacio libre entre las tumbas de Earmuffs y Whiskers, un conejillo de Indias de larga pelambrera, si no recordaba mal. Mientras cavaba, debido al colocón y al miedo, me pareció oír voces indignadas procedentes del interior de mi cabeza o de algún rincón de la granja. Cada vez que sacaba una palada de tierra hacía ruido, y estaba convencido de que en cualquier momento saldría alguien de la casa y me preguntaría qué demonios estaba haciendo, y tendría que explicarle que me disponía a enterrar a otro perro en el jardín.

Al cabo de diez minutos mi carrera como personaje de uno de mis libros estaba acabada. No tenía fuerzas para seguir cavando. Me apoyé contra el castaño de Indias y traté de recuperar el aliento mientras contemplaba un hoyo que, según mis cálculos, era suficientemente profundo, todo lo más, para meter en él a un chihuahua grande. Mi jodido Doppelgänger no estaba para aquellos trotes, pensé. Suspiré, y mi suspiro tuvo su eco en la carretera comarcal. Me volví a tiempo de ver una larga y pálida estela de luz que topaba con la hilera de olmos. Un coche se acercaba a considerable velocidad a la casa, golpeando las ramas y traqueteando ruidosamente cada vez que encontraba un bache. Miré hacia la casa. En el antiguo dormitorio de Sam Warshaw se había encendido una luz y se veía una silueta en la ventana. James Leer contemplaba cómo se acercaba por el camino el coche de sus padres.

Era un modelo reciente de Mercedes. El motor hacía un ruido peculiar; se diría que utilizaba soda como carburante. A la luz de la luna parecía delicado, grisáceo y majestuoso como un sombrero de fieltro. Se detuvo detrás de mi coche y permaneció un minuto con el motor en marcha y los faros encendidos, como si sus ocupantes estuviesen pasando por unos momentos de duda, fuese ésta de orden geográfico o moral. Después el conductor hizo marcha atrás, giró bruscamente hacia la izquierda, dio media vuelta y dejó el coche orientado hacia la carretera antes de apagar el motor; supuse que era por si tenían que huir precipitadamente. Del lado del conductor emergió un largo zapato negro y puntiagudo, que emitía destellos a la luz de la luna de pascua. Estaba unido mediante un calcetín oscuro y varios centímetros de blancuzca pantorrilla a un hombre vestido con un traje de etiqueta y un fular blanco de esmoquin que en un primer momento tomé por un chal para las plegarias. No era tan alto como James, pero era de porte desgarbado y sus hombros parecían anudados el uno contra el otro por lo encorvado que iba. Me saludó alzando la pálida y sombría palma de la mano y después ayudó a salir a la mujer que lo acompañaba. También era alta y, además, gruesa, una mujerona envuelta en el blanco luminoso de la piel de algún animal muerto, que se tambaleaba por el camino de acceso a la casa sobre unos altísimos tacones. Se acercaron hacia mí, sonriendo como si hubiesen pasado a visitar a unos viejos amigos. Una de las manos del hombre reposaba sobre la cintura de la mujer en un gesto de bailarín de cha-cha-cha. Con sus trajes oscuros y sus estolas de un blanco radiante, parecían figurantes de un anuncio de una marca francesa de mostaza, o la pareja que se coloca encima de una tarta de bodas, o un par de elegantes fantasmas que murieron en el choque de dos limusinas mientras se dirigían a un baile de etiqueta.

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