– ¿Y Emily? -quise saber.
– Por supuesto, Emily también. ¿Por qué lo preguntas? No seas tonto.
Sonreí. Supuse que Irene estaba dando muestras de un profundo espíritu de abnegación, algo que hoy día se considera pasado de moda. Siempre me ha resultado difícil ver la diferencia entre la abnegación y lo que antes se conocía como esperanza.
– No creo que sea una pregunta tonta -dije, algo aturdido por la intensidad del optimismo de Irene. De pronto me pareció que no era del todo imposible que mi corazón, aquel timonel desquiciado agarrado al timón en la cabina del piloto de mi caja torácica, me hubiese guiado hasta Kinship con la única finalidad de reconciliarme con mi esposa-. No estoy tan seguro de que le vaya a entusiasmar verme por aquí.
Irene puso los ojos en blanco y se acercó para darme un cariñoso cachete en la mejilla.
– Espero que no hagas demasiado caso de las cosas que este hombre te explique -le dijo a James. Metió la mano en el bolsillo del guardapolvo, sacó otro pollito de chocolate, lo desenvolvió, lo decapitó cruelmente de un mordisco y, una vez más, volvió a guardarse el resto en el bolsillo. Debía de tenerlo repleto de cuerpecitos mutilados.
James y yo atravesamos el lavadero y salimos al jardín.
– ¿Qué sucede, James? -le pregunté-. Pareces un poco alterado.
Llevaba las manos hundidas en los bolsillos de su abrigo, y al volverse hacia mí pude ver una expresión de terror en sus ojos.
– ¿Cuatro preguntas sobre qué? -inquirió.
Al llegar la primavera, como de costumbre, el pequeño lago de los Warshaw se había desbordado hasta convertir su jardín trasero en una zona pantanosa. Los rosales que constituían el imperio de Irene estaban anegados; el bebedero de piedra para los pájaros se había tumbado y lo cubría el agua, y la estatuilla del Gautama Buda que había colocado para que vigilase sus plantas estaba hundida en el barro hasta sus divinos pezones y nos contemplaba imperturbable desde detrás de una azalea. Recorrí cojeando con James el chapucero sendero de tablones construido por Irv, que partía de la puerta trasera de la casa, atravesaba el anegado jardín y llevaba hasta la grisácea cabaña que los antiguos utopistas habían construido para tener la carne y los melones frescos en verano. El sendero, como todo lo que construía Irv, era complicado y estrambótico, un caótico montaje de tablones, maderas y troncos fijados precariamente con clavos siguiendo un ambicioso proyecto que preveía pilotes, pretil e incluso un pequeño banco a mitad de camino, y aquella estructura se hacía más compleja cada año. Yo estaba convencido de que un simple dique de sacos de arena colocados estratégicamente alrededor del lago resultaría mucho más efectivo, pero la mente de Irv no funcionaba así. Mientras avanzábamos con ruidosos pasos por el sendero, llegaron a mis oídos desde la cabaña los brillantes sonidos y los espacios vacíos llenos de ecos de la música serial que tanto entusiasmaba a Irv. En su juventud, antes de decidirse por la ingeniería metalúrgica, Irv estudió composición en el Carnegie Tech con un músico emigrado, discípulo de Schonberg, y escribió algunas piezas inaguantables con títulos como «Moléculas I-XXIV», «Concierto para botella de Klein» [17]y «Reductio ad infinitum». As í era como funcionaba la mente de Irv.
A mitad de camino hacia la cabaña, me detuve y contemplé el lago, azul y jaspeado como el capó de un Buick y con una forma que recordaba vagamente un calcetín. Y en el talón del calcetín había un pequeño cobertizo para guardar barcas y un embarcadero en miniatura, en el que estaban Deborah Warshaw y Emily en sendas chaises longues. Emily nos daba la espalda, pero Deborah nos saludó con las manos, hizo bocina con ellas y gritó:
– ¡Grady!
Emily se volvió y me miró. Al cabo de unos instantes, levantó la mano y nos saludó sin mucho entusiasmo. Llevaba unas gafas de sol con forma de bucle y era imposible descifrar su expresión a aquella distancia. Supuse que El grito de Munch podría ser una apuesta ganadora.
– Es mi mujer -dije.
– ¿Cuál de las dos?
– La que está a punto de sufrir un paro cardiaco. La del traje de baño azul.
– Nos está saludando -observó James-. Es una buena señal, ¿no?
– Supongo que sí -admití-. Apuesto a que está alucinando.
– ¿Y qué es lo que lleva la otra?
Miré con atención. Sobre el pecho de Deborah se vislumbraban dos pálidos óvalos, como las cazoletas de un bikini, decorados con sendos rosetones más oscuros en el centro.
– Lleva los pechos al aire -dije.
Junto a su silla, en el embarcadero, había una botella baja, ancha y angulosa, con un líquido oscuro, y una pila de lo que parecían revistas, pero que debían de ser cómics. Doborah no tenía un buen nivel de lectura en inglés y raramente leía otra cosa. No me pareció que fuese un día tan caluroso como para tomar el sol en topless, pero era propio de Deborah decidir que la mejor manera de prepararse para el seder familiar era beber Manischewitz y tomar el sol medio desnuda leyendo Betty y Veronica. Deborah era siete años mayor que Emily, pero, paradójicamente, conocía a sus padres desde hacía mucho menos tiempo. Tenía casi catorce años cuando llegó de Corea y, a diferencia de Emily y Phil, jamás logró amoldarse del todo a la vida americana ni a una casa construida de modo chapucero con materiales de lo más variopinto, como todos los inventos de Irving Warshaw. Lamentaba no haber podido celebrar el bat mitzvah, [18] a causa de la edad a la que había sido adoptada, y yo sabía por pasadas pascuas que consideraba el seder como una especie de innecesaria e infinitamente más tediosa reduplicación de la comida del Día de Acción de Gracias. Deborah era una especie de antítesis de Emily; era normal y corriente, mientras que Emily era guapa; era agresiva, mientras que Emily era sosegada; era dada a las rabietas y a la exaltación, pero inepta, a diferencia de Emily, que era un modelo de reflexión y saber estar en su sitio. Yo siempre había pensado que era como si los Warshaw hubiesen adoptado una niña salvaje, criada por los lobos.
– ¡Hola, Grady!
Trazó un lento círculo en el aire con una mano. Quería que nos acercásemos a saludarlas. Emily seguía sentada, inmóvil, con un cigarrillo en la mano, mientras el viento mecía su lacio cabello negro. Me di cuenta de que todavía no me sentía preparado para encontrarme cara a cara con ella. Así que le respondí con un alegre saludo con la mano y un simpático meneo de cabeza, me volví y conduje a James hasta la cabaña. Llamé a la puerta.
– ¿Quién es? -preguntó Irv.
Cuando estaba allí dentro y alguien llamaba nunca decía directamente «Adelante».
– Soy Grady -respondí.
Se oyó rechinar una silla contra el suelo de madera y un «¡ay!» proferido en voz baja mientras Irv trataba de ponerse en pie.
– No te levantes -dije mientras empujaba la puerta y pasaba de la intensa luz exterior a la penumbra y el inagotable frescor de aquella cabaña en la que antiguamente se guardaban los alimentos durante el verano. El manantial que brotaba en su interior se había secado en los años veinte, pero, a pesar de todos los cambios que había introducido Irv a lo largo del tiempo, dentro se seguía sintiendo el fresco que procuraba el agua del pozo artesiano y reinaba un aire de perpetuo crepúsculo, como si estuvieses en una caverna y la árida música que entusiasmaba a Irv fuese el sonido del agua goteando desde las altas estalactitas en el insondable y oscuro pozo.
– Adelante, adelante -dijo Irv, que dejó el libro que estaba leyendo y gesticuló con sus brazos como aspas de helicóptero desde la recargada butaca. Mientras entrábamos, se agarró la rodilla en la que llevaba la prótesis y logró levantarse. Me acerqué a él, nos estrechamos las manos y le presenté a James. No nos habíamos visto desde enero, y me sorprendió comprobar que durante ese tiempo el cabello se le había vuelto completamente gris. Por lo visto, los sucesivos desastres matrimoniales de sus hijas le habían afectado mucho. Tenía los ojos enrojecidos y las ojeras delataban la falta de sueño. A pesar de que llevaba, como solía en las celebraciones familiares, pantalón de vestir, zapatos ingleses negros y corbata, la camisa tenía arrugas y manchas de sudor en las axilas, e iba muy mal afeitado, con numerosos pelos blancos en la barba y abundantes cortes.
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