Abrió de nuevo la guantera y extendió sobre ella una hoja de papel de fumar, tomó unas hebras de la bolsita y las puso sobre el papel. Cerró la bolsa y la guardó bajo el muslo. Una ráfaga de viento hizo que el papel de fumar navegase por la superficie de la guantera.
– ¡Cuidado! -dije-. ¡Vigila, tío! Quiero que esta hierba me dure mucho tiempo. -Al alargar el brazo para atrapar el barquito de papel de fumar, solté un momento el volante y el coche se fue desviando hacia el arcén hasta que di un golpe de volante-. ¡Dios mío!
– Lo siento -se disculpó James mientras reunía los dispersos ingredientes del porro. Me miró y empezó a liar el canuto, tal cual estaba, como si se tratase de un regalo que estuviese envolviendo para mí.
– No, James, tienes que desmenuzarla un poco, si no, no va a tirar. -Le miré-. Si no he oído mal, has dicho que sabías liarlo.
– ¡Claro que sé! -aseguró con un aire tan ofendido que decidí dejarlo tranquilo.
Me encogí de hombros y fijé la vista al frente, en el serpenteante río negro que era la autopista de Pensilvania, por el que había navegado innumerables veces con Emily y que era, en muchos aspectos, la carretera de su vida. Pasar con el coche junto a aquellos pueblos de casas rojas, negruzcas y ocres, con sus embarrados campos de béisbol, plantaciones de cebollas, cafeterías y herrumbrosas vías férreas, marcaba para ella la sucesión de veranos y vacaciones, la época de estudiante, los cumpleaños en fines de semana, las fiestas de aniversario, las escapadas para evadirse de los altibajos y los fracasos de su vida amorosa en Pittsburgh. Como la mayoría de las mujeres a las que he conocido, Emily había sufrido en sus relaciones afectivas una verdadera acumulación de lo que los hombres gustan de llamar «mala suerte». Yo no era el primer traidor que la había perseguido por la carretera 79 con dudosas intenciones.
– Toma -me dijo James, y me tendió un no muy conseguido porro liado con las mejores intenciones-. ¿Qué te parece?
– Perfecto -dije con una sonrisa-. Gracias. -Le di mi encendedor y ambos nos percatamos de que me temblaban los dedos-. ¿Puedes encendérmelo, colega?
– De acuerdo -aceptó, dubitativo-. ¿Cómo…, cómo te sientes, profesor? Tú también pareces nervioso.
Se puso el canuto entre los labios, lo encendió y me lo pasó.
– Estoy bien -le aseguré. Di una larga y parsimoniosa calada y cuando exhalé el humo contemplé cómo lo arrastraba el viento-. Supongo que me pone un poco nervioso ir a visitar a mi mujer.
– ¿Está realmente cabreada contigo?
– Debería estarlo.
James asintió.
– Es guapa -dijo-. Vi su foto en tu estudio. ¿Qué es…, china?
– Coreana. Es adoptada. Sus padres adoptaron tres niños coreanos.
– ¿Y tienen alguno suyo?
– Tuvieron uno -dije-. Un hijo varón. Sam. Murió muy joven. De hecho, hoy es el aniversario de su fallecimiento. O fue ayer. No lo recuerdo exactamente, por lo del calendario lunar y todo eso. Encienden una pequeña vela durante veinticuatro horas.
James se quedó pensativo un rato y yo me fumé el porro toscamente liado. No había desenmarañado las hebras y continuamente chisporroteaban y me caía ceniza en la chaqueta. Pasamos por Zelienople, Ellwood City y Slippery Rock. El número de salidas de la autopista que me separaban de Emily iba disminuyendo y empecé a lamentar seriamente haber emprendido el viaje. Por mucho que me muriese de ganas de abrazar a los miembros de su ruidosa, sensiblera y confusa familia, no había razón para no pensar que la mayor muestra de delicadeza que podía tener para con Emily en aquellos momentos era dejarla en paz. Ya le había hecho mucho daño, e iba a ser peor cuando supiese que Sara estaba embarazada. Porque Emily y yo habíamos intentado tener un hijo durante un par de años. Ella se iba haciendo mayor, yo también, y en nuestro matrimonio había un pequeño agujero que todo lo devoraba. Cuando nuestros iniciales esfuerzos fracasaron, acudimos a médicos, termómetros y un obsesivo estudio del comportamiento mensual de los ovarios de Emily, pedimos cita en una clínica especializada, empezamos a plantearnos la adopción. Hasta que un día, de manera casi mágica, sin siquiera discutirlo, lo dejamos correr. Suspiré. Sentía los ojos de James escrutándome.
– ¿Crees que se alegrará de verte? -preguntó-. Me refiero a tu mujer.
– No -respondí-. Creo que no.
Asintió.
– La pascua judía -dijo al cabo de un rato-. Es cuando uno no puede comer pan, ¿verdad?
– Exactamente.
– ¿Y se pueden comer donuts?
– Supongo que tampoco.
Me tendió uno del paquete y él tomó el que hacía rato que reposaba sobre su regazo. El aroma del porro debía de haberle despertado el apetito. Dimos grandes mordiscos y masticamos en fraternal silencio. Al cabo de un rato, James se volvió hacia mí, con el labio superior cubierto de un azucarado bigote, y me dijo:
– Pues no parece que sea una fiesta muy divertida, la verdad.
Cinco kilómetros después de dejar la autopista interestatal, justo donde la vieja autopista estatal se cruza con la carretera de Youngstown, había un restaurante llamado Séneca, que tenía un tocado de plumas indio en cromo y neón como logotipo. Era mi punto de referencia para dar con el destrozado camino asfaltado que conducía a la granja de los Warshaw. Justo después del Séneca había que tomar el primer camino a la izquierda, atravesar el puente de acero que cruzaba un insignificante horcajo del río Wolf y pasar por la tienda, el surtidor de gasolina y la oficina de correos, que era lo único que quedaba de Kinship, Pensilvania. La escuela del pueblo era poco más que una pintoresca pila de madera, y el cuartel de bomberos voluntarios, abandonado desde hacía una década, fue pasto de las llamas hasta los mismísimos cimientos en 1977. Durante los últimos años hubo una especie de tienda de antigüedades en la planta baja del Odd Fellows' Hall, pero también había desaparecido. Todo se había ido deteriorando mucho en Kinship desde hacía unos cien años, cuando el núcleo de población original fue abandonado y sus utópicos moradores de sombreros negros se dispersaron en la gran expansión del sueño americano. La bienamada cabaña de Irving Warshaw era uno de los pocos edificios de los primeros tiempos que todavía seguía en pie, e Irene Warshaw se había pasado años tratando de conseguir que la declararan monumento nacional, aunque creíamos que no era porque le apasionase especialmente la historia de la comunidad de Kinship. No, Irene estaba convencida de que tenía que ser como mínimo delito federal que un anciano se pasase el día entero fumando cigarros El Producto, escuchando música de Webern y Karlheinz Stockhausen e inventando pintura magnética, sierras de agua y pistas de hockey sobre hielo de teflón para climas desérticos, en un edificio incluido en el Registro Nacional del Patrimonio Histórico.
Además de la cabaña, sólo el establo y el cobertizo junto al pequeño lago seguían en pie a finales de los cincuenta, cuando Irving Warshaw compró la parcela. Había tenido que construir el edificio principal desde cero, durante los fines de semana, días festivos y vacaciones veraniegas de los años de Kennedy y Johnson. Sobre los cimientos de una construcción anterior había levantado, con materiales que recogía en granjas abandonadas a lo largo de todo el condado de Mercer, una modesta casa de dos plantas cubierta de grisáceas placas de material aislante, con una chimenea de piedra sin tallar, un ecléctico surtido de ventanas emplomadas en la sala y el comedor, y un par de tragaluces en la buhardilla, que estaban colocados demasiado cerca y hacían que la casa pareciese bizca. El suelo no era liso, ninguna de las puertas encajaba del todo y, cuando soplaba el viento, la chimenea no tiraba bien y la casa se llenaba de humo. Pero Irv había hecho todo el trabajo prácticamente solo, con alguna ayuda de su ya fallecido hermano Harry y de un lugareño llamado Everett Tripp, un electricista-fontanero alcohólico que intentó toquetear a Emily cuando tenía ocho años y que muy bien hubiera podido ser primo lejano de quien lo narra, es decir, mío. Cuando sus hijos fueron suficientemente mayores para echarle una mano, Irv restauró el semiderruido establo, una enorme arca gris desfondada y volcada entre la alta hierba a unos cien metros de la casa, que un experto del estado de la Universidad Estatal de Pensilvania había datado como anterior a la guerra de Secesión.
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