Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Nunca he estado en una auténtica granja -dijo James cuando, justo después de dejar atrás el Odd Fellows' Hall, giramos a la derecha y nos metimos por un camino bordeado de gruesos olmos, todavía sin hojas, que iba desde la carretera de Kinship hasta la casa. Los árboles habían sido plantados a intervalos regulares el siglo pasado por meticulosas manos utópicas, y gracias a la providencial orientación de los vientos se libraron durante muchos años de la plaga que afecta a los árboles de esa especie, aunque ahora había bastantes huecos en la doble hilera. El verano pasado había ayudado a Irv a talar dos árboles marchitos, y, por lo que se veía, unos cuantos más ya no habían rebrotado aquella primavera. Las imponentes hileras acabarían desapareciendo en pocos años.

– No te impresiones demasiado -le dije-. Si esto es una granja de verdad, yo soy un buen profesor de literatura.

– ¡Mira! -exclamó James sin hacer caso de mi consejo, y señaló un par de vacas lecheras que eran, junto con un irritable caballo castrado de pelaje claro, los únicos ocupantes actuales del restaurado establo-. ¡Vacas!

– ¿Es que no las hay en Carvel? -pregunté, impresionado por el ingenuo entusiasmo con que respondió a la dulce mirada de las vacas-. Pensaba que era un pueblo pequeño.

– No en todos los pueblos hay vacas.

– Eso es cierto -admití-. El animal de pelaje claro es un caballo.

– ¿Sí? -dijo James-. He oído hablar de ellos.

– Son un buen alimento -le expliqué.

Aparqué detrás del Bug de Emily, bajo la intermitente sombra de un castaño de Indias, y nos apeamos. El árbol debía de tener unos ochenta años, y ya le habían brotado las hojas; en pocas semanas estaría cubierto de flores blancas. En el jardín delantero del Hotel McClelland también había un castaño de Indias igual de alto, rebosante de ramas y de forma ovalada. Mientras bajaba del coche sentí un hormigueo en las mejillas, los oídos me zumbaban debido al viento y tenía el pelo echado hacia atrás, como la tiesa cabellera de cromo de las figuritas ornamentales de los capós de ciertos automóviles. El tobillo se me había quedado rígido durante el trayecto y resultó que a duras penas me podía mantener de pie.

– Echa un vistazo ahí -le dije a James, y señalé el prado que había detrás del majestuoso y viejo árbol. En él asomaba un irregular círculo de piedras blanqueadas que parecía un monumento megalítico. Bajo cada una de las piedras, le expliqué a James, reposaba el esqueleto de uno de los animales de compañía de la familia Warshaw, enterrados al modo egipcio junto con sus collarines de falsa pedrería, huesos de plástico o ratones de juguete. La mayoría de los nombres escritos en la piedra ya se habían borrado, pero todavía se podían leer las inscripciones sobre la última morada de Shlumper, Farfel y el gato Earmuffs. A un lado, apartada de las restantes, había una enorme y erosionada piedra molar. Señalaba la tumba de un perro schnauzer que le regalaron a Emily para consolarla tras la muerte de su hermano mayor, que se ahogó el verano en que ella cumplió nueve años. Emily insistió en llamar al perro igual que al muchacho, y, cuando el animal murió, su nombre, Sam, quedó escrito en la piedra, donde, aunque un poco borrado, continuaba siendo legible. Los huesos del otro Sam, el chico, yacían bajo una placa de bronce en el cementerio Beth Shalom, en North Hills, en la esquina entre la avenida Tristán y la calle Isolda.

– Yo de niño tenía peces -recordó James-. Pero cuando se morían, simplemente, los tirábamos al retrete.

– ¡Oh, mierda! -dije-. ¡Las flores para Emily!

Eché un vistazo al asiento trasero y descubrí que durante el viaje el viento había hecho volar hasta el último pétalo de las rosas. Debíamos de haber dejado un rastro de pétalos por toda la autopista desde Pittsburgh hasta Kinship. No era más que un ramo de seis dólares, apañado con un relleno de musgo y lilas, pero de todas formas su pérdida hizo que me sintiera desconcertado y, en cierto modo, desarmado.

– ¡Vaya! -exclamó James, que me miraba con una expresión a medio camino entre la lástima y la reprobación, la típica mirada que se le dedica a un borracho que al ponerse en pie comprueba que llevaba una hora sentado encima de su sombrero.

– Por aquí -le indiqué con un gesto vago. Lancé el arruinado ramo sobre la tumba de Sam-. Y no olvides tu mochila.

Fui cojeando hasta la puerta del lavadero e hice pasar a James. Nadie entraba por la puerta principal. Atravesamos el cálido y dulzón olor de la secadora y entramos en la cocina, rebosante de vapor. Descubrí una mueca de decepción en James. Supuse que esperaba encontrar una cocina rústica, con madera de pino, cacharros de cobre y cortinas de encaje en la ventana. Pero Irene la había reformado en plenos años setenta según el gusto de la época, y era una auténtica orgía de colores: dorados, verde aguacate y naranja oscuro; el acabado de los armarios era de formica de nogal, con recargados pomos dorados. Olía a mantequilla requemada y cebollitas caramelizadas, y se percibía también el intenso aroma, como de pólvora, de los cigarrillos canadienses de Emily. Pero no había ni rastro de ella. Irene y Marie, la esposa de Philly, estaban junto al horno, de espaldas a nosotros, echando bolas de matzoh [15] todavía crudo en una cacerola de hierro. Cuando entramos en la cocina, ambas se volvieron.

– ¡Sorpresa! -dije, y pensé que me sentiría fatal si Irene Warshaw no se alegraba de verme.

– ¡Hola, hola! -me dijo a modo de saludo mientras me tendía los brazos y meneaba la cabeza con un gesto de incredulidad. Irene no era alta, pero pesaba sus buenos veinte kilos más que yo, y cuando sacudía alguna de las partes de su cuerpo, las restantes tendían a sumarse al bamboleo. En el campo -y desde la jubilación de Irv, hacía cinco años, vivían prácticamente siempre en el campo- procuraba vestir siguiendo en lo posible los modelos de Monet en Giverny, y llevaba un ancho sombrero de paja y un guardapolvo de batista azul con mangas amplias y largo hasta las rodillas. Era rubia natural, de manos y pies delicados, y en sus fotografías de juventud aparecía una chica de ojos burlones y sonrisa trágica, dos adjetivos que el curso de su vida se encargaría de intercambiar.

La besé en la suave mejilla. Cerré los ojos y apretó con fuerza mi frente contra sus labios. Desprendía un olor amargo e intenso, mezcla de aceite de cocina, jabón de tocador y vitamina B, de la que se tomaba diariamente una dosis de quinientos miligramos.

– ¡Hola, cariño! -dijo-. Me alegro mucho de verte.

– Y a mí me alegra oírlo -dije.

– Estaba segura de que vendrías.

– ¿Cómo lo sabías?

– Lo sabía -respondió con un encogimiento de hombros.

– Irene, te presento a James Leer, un alumno mío. Es un escritor de mucho talento.

– ¡Qué maravilla! -dijo Irene, y alargó el brazo para tomar la pálida mano de James.

A principios de los años cuarenta, en el Carnegie Tech, Irene se había especializado en literatura inglesa, y, a pesar de su prolongado trato conmigo, seguía teniendo en alta estima a los escritores. Tenía un gusto literario más selectivo y refinado que Sara, y leía con mayor meticulosidad: releía, subrayaba frases, anotaba listas de personajes en las solapas y trazaba su árbol genealógico. De la pared de su estudio, sobre su escritorio, colgaba una severa fotografía de Lawrence Durrell, su escritor predilecto, con un suéter y rodeado de una espiral de humo de tabaco. Y en la cartera llevaba siempre un pedazo de un arrugado programa, rescatado de una papelera, en el que un aburrido John Updike había dibujado, durante la ceremonia de entrega de premios de un certamen poético, un incisivo cariado que le estaba matando. Hacía mucho tiempo que me beneficiaba de la buena consideración que mi trabajo le merecía a Irene.

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