Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– En mi opinión, muestra una fuerte influencia faraónica en los movimientos de los codos. Y tal vez un ligero toque de Snoopy en los pies.

– ¿Cuánto rato llevan ella y Q. contoneándose? -pregunté.

– Yo diría que demasiado para Q. -respondió Crabtree meneando la cabeza-. Míralo.

– Ya veo -dije-. ¡Pobre desgraciado!

Traté de ignorar el rijoso hormigueo que me subía por la medula espinal mientras contemplaba a Hannah Green bailando.

– ¡Eh! -dijo Crabtree-. ¡Mira a ese tipo!

Señaló hacia una mesa situada al borde de la pista de baile.

– ¿Quién? ¡Caramba! -Sonreí-. ¡Parece que lleve el pelo esculpido!

Era un hombre pequeño, de pómulos delicados, que lucía un peinado asombroso y radiante, un alto copete que se elevaba como una descomunal ola de pelo sobre su cabeza. Sabía que muchos estilos de peinado de otras épocas sobrevivían en ciertos ambientes marginales de Pittsburgh. El tipo vestía, además, un enrevesado traje de terciopelo, con ribetes e incrustaciones dorados y carmesíes, y fumaba un largo y fino cigarro. Sus manos eran muy grandes en comparación con el resto del cuerpo, y en el lado derecho de su cara se distinguían unas marcas de un rosa intenso, vestigio de una antigua herida.

– Es un boxeador -dije-. Un peso mosca.

– Es un jockey -me refutó Crabtree-. Se llama…, uh, Curtís Hardapple.

– Curtis no -dije.

– Entonces Vernon. Vernon Hardapple. Las cicatrices son de…, de los cascos de un caballo. Se cayó durante una carrera y el caballo lo pisoteó.

– Es adicto a los calmantes.

– Lleva una placa incrustada en la cabeza.

– Le tuvieron que amputar un dedo del pie por culpa de la diabetes.

– Ya no puede mear de pie.

– Vive con su madre.

– Correcto. Tenía un hermano pequeño que era… entrenador.

– Mozo de cuadra.

– Y se llamaba Claudell. Era retrasado mental. Y la madre culpa a Vernon de su muerte.

– Porque…, porque… porque Vernon le permitió… que se ocupase de un semental agresivo… que le aplastó la cabeza. O…

– Lo asesinaron -dijo una voz somnolienta- cuando un gángster llamado Freddie el Narizotas intentó cargarse a su caballo favorito. Se interpuso y recibió la bala.

Ambos nos volvimos hacia James Leer, que abrió un ojo inyectado en sangre para mirarnos.

– Vernon, ése de allí, estaba metido en el fregado -añadió James.

– ¡Es magnífico! -dijo Crabtree al cabo de unos segundos. Vimos cómo el ojo de James volvía a cerrarse.

– Ha oído lo que estábamos diciendo -comenté, perplejo.

Crabtree, que daba cuenta de su sexta o séptima botella de cerveza, no parecía demasiado sorprendido por eso. Bebí algunos sorbos más de mi veneno. Al cabo de unos minutos el silencio se hizo insoportable.

– ¡Pobre Vernon Hardapple! -dijo Crabtree meneando apesadumbrado la cabeza. Después sonrió y añadió-: Siempre resultan ser unos desgraciados.

– Todas las historias narran el fracaso de alguien -sentencié, citando al escritor vaquero de pelo cano en cuya clase nos habíamos conocido veinte años atrás.

– ¡Eh, profe! -dijo Hannah Green, que se dirigía hacia nosotros sobre sus puntiagudas botas rojas-. ¡Ven a bailar conmigo!

Bailamos al ritmo de «Shake a Tail Feather», «Sex Machine» y algún tema cantado por la voz áspera de Joe Tex cuyo título no recuerdo. Bailé con Hannah hasta que la banda del local volvió a salir a escena. Mientras preparaban sus instrumentos, regresé a nuestra mesa y le pedí a Crabtree que me diese otra dosis de codeína y un par de pastillas de lo que fuera que tuviese a mano. Necesitaba algo para el tobillo y también para mi amor propio. Porque me había sentido ridículo meneándome como un picassiano minotauro herido persiguiendo obcecadamente a una angelical jovencita. Crabtree había conseguido reanimar a James Leer, al menos momentáneamente, y ambos estaban enfrascados con el viejo Q. en una, al parecer, intrincada discusión acerca de la función o significado de la cacatúa en Ciudadano Kane. Crabtree no era cinéfilo, ni mucho menos, pero tenía muy buena memoria para los argumentos y su retorcida imaginación hacía que encontrase muchos puntos de interés, o eso, al menos, era lo que quería que James Leer pensase, en la obra de Orson Welles, quien, por cierto, padecía, como yo, problemas de sobrepeso. Bajo la fría e ineludible mirada de Q., o de su Doppelg ä nger, Crabtree me ofreció un puñado de bolitas azuladas, pequeñas lunas rosadas, pececitos plateados y pentágonos blancos que parecían platos en miniatura.

– Joder, la palma de tu mano parece una bandeja de caramelos! -dije-. Voy a probar uno de estos blancos.

Me lo tragué con ayuda del contenido de un vaso que había sobre la mesa, delante de Crabtree; apestaba a diversos compuestos químicos y me pareció que podía ser tequila de mala calidad. Y acto seguido regresé a la pista y bailé durante una hora más al ritmo de lo que el canoso Carl Franklin llamaba el estilizado rythm & blues del mejor grupo de Pittsburgh, los Double Down, hasta que dejé de sentir el tobillo y perdí mayormente el sentido del ridículo. Hannah se subió las mangas y se desabrochó los dos botones superiores de su blusa de franela, dejando al descubierto el raído cuello de una camiseta de canalé y un medallón con filigranas que colgaba de una cadenita de plata.

Mientras bailaba, Hannah mantenía los ojos cerrados y describía solitarios círculos entrelazados, de modo que en ciertos momentos tenía la sensación de que no bailaba conmigo, sino que me utilizaba como fulcro, como eje sobre el que realizar sus particulares giros de tiovivo. Y con razón, pensé; desde luego, de estar en su pellejo, lo último que hubiese deseado es que alguien pudiera pensar que había elegido como pareja de baile a una elefantiásica máquina como yo, repleta de tubos aspiradores y engranajes, con una anodina esfera analógica por cara; a un tipo que parecía un viejo Galaxie 500 abollado y chupagasolina. Pero de repente abrió los ojos y me regaló una de sus amplias sonrisas de chica de Utah y me tendió las manos para que la hiciese girar unos instantes. Cuando nuestras miradas se encontraban, me sentía obligado a hablar, mayormente para expresar mis dudas sobre mis aptitudes como bailarín, y cuando los Double Down hicieron una nueva pausa, suspiré aliviado y me dispuse a volver a nuestra mesa. Pero ella me agarró de la muñeca, me arrastró hacia el mágico teléfono negro y eligió tres canciones.

– «Just My Imagination» -le pidió a la operadora, sin consultar el mugriento listado-. «When a Man Loves a Woman». Perfecto. Y «Get It While You Can».

– ¡Huy, huy! -dije-. ¡En qué lío me he metido!

– Calla -replicó Hannah, y me rodeó el cuello con los brazos.

– Mañana me voy a arrepentir de esto -comenté.

– Es encantador -dijo-. Todo el mundo debería relajarse bailando.

Varias parejas más se nos unieron en la pista y nos mezclamos entre ellas. Jamás había sido capaz de comprender con exactitud en qué consistía lo de bailar lento, así que, tal como llevaba haciendo desde mis años en el instituto, me limité a aplastarme contra Hannah, respirando inoportunamente contra su oreja y balanceándome de un pie a otro como alguien que espera un autobús. Sentía el sudor que se enfriaba sobre sus antebrazos y me llegaba un aroma a manzana de su cabello. En cierto momento, en mitad del tema de Percy Sledge, la combinación de sustancias que había ingerido a lo largo de la noche alcanzó un cierto equilibrio y durante unos instantes olvidé todo lo malo que me había sucedido a lo largo del día debido a mi necedad y mala conducta, y todas las buenas razones que tenía para dejar en paz a la pobre Hannah Green. Me sentía feliz. Planté un beso en el cabello pajizo y con aroma de manzana de Hannah. Sentía que algo empezaba a despertar bajo mis calzoncillos. Creo que lancé un suspiro, y que, a pesar del burbujeo y el ardor que fluían en esos momentos por los ventrículos de mi corazón, debió de sonar tremendamente triste.

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