Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Me llamo Tony -dijo el ex señorita Sloviak cuando giramos por la avenida Liberty-. Al llegar a casa me quito el disfraz.

– Encantado -dije.

– No pareces sorprendido.

– Últimamente mi capacidad de sorpresa es lenta de reflejos -le expliqué.

– ¿Ya sabías que era un travestí?

Medité un rato la respuesta adecuada. Pensé qué debía decirle para no ofenderlo, después de las múltiples decepciones que había causado últimamente a tantas personas.

– No -dije finalmente-. Te había tomado por una hermosa mujer, Tony.

Sonrió y dijo:

– Ya estamos llegando, es la próxima, la calle Mathilda. Gira a la izquierda. Y vuelve a girar en la calle Juniper.

Nos detuvimos frente a una pequeña casa de ladrillo visto de dos plantas, semiadosada. Había una luz encendida en la buhardilla y una estatua de la Virgen en el jardín, protegida por una especie de caparazón blanco en cuyo interior estaban pintadas todas las estrellas de la bóveda celeste.

– Me gustaría tener una igual en mi jardín -dije-. Lo único que tenemos es una trampa para escarabajos japonesa.

– Lo que la cubre es una bañera -me explicó Tony-. La mitad que no se ve está enterrada en el suelo.

– Es fantástico -dije. En la buhardilla una sombra descorrió la cortina y se aplastó contra el cristal-. Bueno…

– Bueno…

– Pues aquí te dejo, Tony.

– De acuerdo, Grady. -Me tendió la mano y nos las estrechamos-. Adiós. Gracias por acompañarme.

– No hay de qué -respondí-. Eh…, uh… Tony, lo siento si…, si las cosas no… han ido del todo bien esta noche.

– No importa -dijo-. Para empezar no debí hacerme ilusiones. Tu amigo Crabtree, simplemente, busca…, no sé, la novedad, o algo así. Parece que le gusta coleccionar… digamos bichos raros. ¿Me permites? -Giró el espejo retrovisor hacia sí para asegurarse de que no tenía restos de maquillaje en la cara, de que no quedaba rastro de la señorita Sloviak. Al igual que muchos travestís, resultaba bastante más agraciado como mujer; como hombre tenía la nariz muy pronunciada y los ojos demasiado juntos. Durante unos instantes contempló con perplejidad la falta de atractivo de su rostro; después se pasó los dedos por el cortísimo cabello. No tendría más de veintiún años-. Me suelo meter muy a menudo en este tipo de malos rollos.

– Está escribiendo su nombre en el agua -dije.

– ¿Perdón?

Era una expresión semipesarosa -tomada del epitafio de John Keats- que Crabtree utilizaba para expresar su propia incapacidad, que compartía con muchísima gente, para plasmar sobre el papel el talento literario que poseía. Según él, algunos se limitaban a contar mentiras, y otros urdían tramas a partir de los problemas y líos de sus vidas. Ése había sido siempre el género elegido por Crabtree: meterse en algún lío atractivo intelectualmente y tratar después de resolverlo sin dejar huella alguna ni nada que mostrase sus esfuerzos, sino tan sólo una reputación de temerario y un pequeño informe en los archivos de los departamentos de policía de Berkeley y Nueva York.

– Es lo que siempre ha hecho, ¿sabes? -le dije-. Pero ahora… -Agarré el volante y lo hice girar de un lado a otro-. Me parece que se ha desmadrado más de lo habitual en él.

– ¿Porque su carrera está arruinada, quieres decir?

– ¡Dios mío! -exclamé. Así el volante con fuerza, como si estuviésemos a punto de derrapar en una carretera helada, y pisé el freno, aunque seguíamos parados-. ¿Eso te ha dicho?

– Me ha dicho que no ha tenido ni un solo éxito en los diez últimos años y que en Nueva York todo el mundo opina que es un fracasado -me explicó Tony. Volvió a girar el retrovisor hacia mí, y mientras lo movía vislumbré el reflejo de mi rostro hinchado y falto de sueño-. Después de eso era difícil no sentir lástima por él.

– Pero se ha portado bien contigo, ¿no?

– Ha hecho lo que ha podido. -Tony puso una mano sobre la manga de mi chaqueta. Las uñas, ya limpias de esmalte, seguían resultando extravagantes y desagradables-. Estoy seguro de que tu libro es tan bueno que no perderá su trabajo.

Guardé silencio.

– ¿No es así?

– Por supuesto -dije-. Es una joya.

– Seguro que sí -añadió-. Tengo que irme, ¿vale? -Asentí-. ¿Estás bien?

Se oyó una puerta abriéndose y cerrándose, y nos volvimos hacia la casa. Alguien había encendido la luz del porche, que brillaba con una aureola amarillenta bajo la lluvia, y vi a un hombre bajito y canoso que nos miraba desde el último escalón con una mano en la frente para que el resplandor no lo deslumbrase.

– Es mi padre -dijo Tony-. ¡Hola!

Un bicho salió disparado escaleras abajo, pasó junto a la estatua de la Virgen y unos instantes después oímos un ruido de patas arañando la puerta del pasajero y por la ventanilla asomó una blanca y amplia sonrisa.

– ¡Sombra! -Tony Sloviak abrió la portezuela y dejó entrar a un orondo caniche, negro como el carbón, que parecía encantado de ver de nuevo a su amo-. ¡Hola, chiquilla! -La perra se alzó para colocar primero sus patas delanteras y después las traseras sobre el regazo de Tony, y acto seguido procedió a lametearle parsimoniosamente la cara con su rosada lengua. Tony movía la cabeza de un lado a otro, riendo y tratando de quitarse al animalito de encima-. Es mi perra -aclaró.

– Ya lo he supuesto.

– Oh, vaya -dijo-. ¿Quién es mi chica? Si, tú. ¿Quién es…? ¡Eh, Sombra!

La perra saltó de su regazo y salió del coche. De pronto giró hacia la derecha y un instante después oímos su susurrante lamento canino desde la parte trasera del coche.

– Ha dado con Doctor Dee -suspiré.

– ¡Grady! -exclamó Tony llevándose la mano a la boca-. ¡El resto de mi equipaje! ¡Vamos a tener que abrir el maletero!

– De acuerdo -dije, y paré el motor-. Mantén a tu perra alejada.

Bajamos del coche y fuimos hasta la parte trasera, vigilados por las atentas miradas de Sombra y del delgado anciano del porche. Abrí el maletero.

– ¡Quieta, Sombra! -ordenó Tony, que agarró a la perra por el cuello con una mano a modo de collarín para impedirle llevar a cabo la que parecía ser su intención: saltar al maletero y darle el último adiós a Doctor Dee-. Eh, Grady, ¿por qué…? ¿De qué ha muerto el pobre husky?

– Le pegó un tiro James Leer -le expliqué mientras sacaba su maleta a cuadros y la dejaba en el suelo-. Fue un malentendido.

– Ese chico está realmente mal -opinó Tony-. Y ahora que tu amigo Crabtree se ha cruzado en su camino, va a estar mucho peor.

Saqué la bolsa portatrajes de Crabtree y cerré el maletero.

– No estoy seguro de que eso sea posible -dije, pero no era cierto. En el fondo pensaba que James Leer todavía podía levantar cabeza, aunque, desde luego, no gracias a la ayuda de Terry Crabtree; claro que, si bien podía levantar cabeza, también podía ir a peor.

– Pero entonces, ¿ese chico va armado? -preguntó Tony.

– Más o menos -respondí. Sostuve la bolsa con la mano izquierda, metí la derecha en el bolsillo de mi chaqueta y saqué la inmaculada pistolita-. Llevaba esto. De hecho, para serte sincero, hace unas horas lo sorprendí apuntándose a la sien con ella.

– ¿Puedo echarle un vistazo? -Tony extendió la mano-. Por absurdo que parezca, todos mis hermanos coleccionan pistolas. -Se la di. Sombra contempló con cierto interés cómo nos la pasábamos, pensando, como hacen siempre los perros, que tal vez fuera algo comestible-. Empuñadura nacarada. Del veintidós. Creo que este modelo es de un solo disparo.

Eché un vistazo al porche, pero el anciano parecía haber decidido no esperar más a su imprevisible hijo y había entrado después de apagar la luz exterior. También el resto de las luces de la casa estaban apagadas. Ahora entendía por qué la señorita Sloviak no parecía precisamente impaciente por regresar a su hogar. Tony levantó la vista de la pistola que tenía en la mano y meneó la cabeza.

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