– Es un símbolo.
– ¿Qué quieres decir?
– Bueno, es la clase de pistola que… no sé, pongamos Bette Davis, llevaría en el bolso. -Sonrió-. Apuesto a que ese chico sería mucho más feliz si pudiese ser Bette Davis pegándose un tiro en la sien en lugar de un chaval de labios gruesos con un apestoso abrigo viejo.
Tony cerró la mano sobre la pistola, parpadeó un par de veces con sus largas pestañas y cerró los ojos. Se llevó la pistola a los labios con delicadeza. Aunque ahora sabía que no estaba cargada, al verlo me asusté. Fue en ese momento cuando mi viejo y herrumbroso cerebro se percató de que aquella misma tarde James Leer, uno de mis estudiantes, había intentado realmente suicidarse.
– Será mejor que me marche -dije-. Creo que debo rescatar a James Leer.
Tony bajó la pistola y me la ofreció. Le aparté la mano.
– Quédatela. Va con tu estilo.
– Gracias. -Contempló la fachada oscura y con las contraventanas cerradas de la casa y frunció el ceño-. Tal vez la necesite.
– ¡Oh! -dije mientras buscaba las llaves del coche en el bolsillo de la chaqueta. Estaba seguro de que hacía sólo un momento las tenía en la mano.
– Eh, ¿sabes, Grady?, yo que tú me iría a casa -me aconsejó Tony mientras me metía en el coche-. Me parece que a quien tienes que rescatar es a ti.
– No es mala idea. -Cerré los ojos. Me imaginé deteniendo el coche en el camino de acceso a mi casa cubierta de hiedra en la calle Denniston, colgando la chaqueta en la pilastra al pie de la barandilla, dejándome caer sobre el fragante revoltijo de mantas y sábanas de la cama siempre sin hacer. Entonces recordé que nada ni nadie me esperaba en casa. Abrí los ojos de mala gana y asentí con la cabeza mirando a Tony. Empecé a subir el cristal de la ventanilla, pero me detuve-. ¡Oh, mierda, colega! -recordé de pronto-. Nos hemos olvidado de la jodida tuba.
– Quédatela -dijo. Alargó el brazo y me dio tres suaves cachetes en la mejilla, como quien palmea a un bebé-. Va con tu estilo.
– Muchas gracias -dije, y cerré la ventanilla. Mientras me apartaba del bordillo y enfilaba la calle Juniper, contemplé por el retrovisor a Tony Sloviak, que subía con sus maletas por la larga escalera del porche de la casa de su padre, después de cruzarse con la protectora Virgen, seguido de cerca por su pequeña perra negra, que se dedicaba a mordisquearle los tobillos cada vez que daba un paso.
Crabtree y yo descubrimos el Hi-Hat durante una de sus primeras visitas a Pittsburgh, entre mi segundo y tercer matrimonio. Fue la última época gloriosa de nuestra amistad, de nuestros días heroicos, antes de que las estrellas desaparecieran de ciertos firmamentos, cuando en los bosques, los descampados junto a las vías del tren y las esquinas sombrías del mundo todavía se escondían indios, locos poéticos y mujeres ingeniosas con ojos de reina de tarot. Entonces yo todavía era un ser monstruoso, un yeti, un engendro de los pantanos, el King Kong de desbordantes pectorales de la novela norteamericana. Llevaba el pelo largo y la balanza me adjudicaba unos poco estéticos pero llevaderos 105 kilos. No me privaba de nada, con la indisciplina propia de un chaval joven. Arrastraba mi enorme figura por los bares como un bailarín cubano con un cuchillo en la bota y un hibisco en la cinta del panamá.
El Hi-Hat de Carl Franklin, o el Hat, como lo llamábamos los habituales, estaba en la zona de Hill, en un edificio destartalado de la avenida Centre, encajonado entre el escaparate tapado con maderas de un mayorista de pescado judío y una empresa de material médico en cuyos mugrientos escaparates se exhibía desde tiempos inmemoriales una familia de diminutos torsos que llevaban unas réplicas exactas a escala de bragueros. En la parte que daba a la avenida tan sólo había una escalera de incendios y una placa oxidada en la que se leía FRANKLIN'S en letras entrelazadas. Para entrar había que meterse en un callejón que daba a un pequeño aparcamiento, donde te topabas con un tipo enorme llamado Clement, cuya misión era echarte un vistazo, hacer una rápida valoración de tu personalidad y darte una palmadita en la espalda si decidía que podías pasar. Cuando te lo encontrabas por primera vez no resultaba una persona muy agradable, impresión que no mejoraba con el tiempo. El propietario, Carl Franklin, era del barrio -había crecido en la calle Conkling, a pocas manzanas de allí- y había sido batería en orquestas y pequeños grupos en los años cincuenta y sesenta, incluyendo una de las últimas formaciones de Duke Ellington. Después regresó a casa y montó el Hi-Hat como club de jazz, con la intención de atraer a una clientela elegante. En el local había un maravilloso Steinway de cola y una preciosa barra acristalada, y las paredes todavía estaban llenas de fotografías de Billy Eckstine, Ben Webster, Erroll Garner, Sarah Vaughan…, pero hacía tiempo que el club se había transformado en un ruidoso garito de rythm & blues, con focos rosados, olor a laca de pelo, cerveza derramada y salsa barbacoa, y una clientela en la que predominaba una no muy sociable multitud de hombres negros de mediana edad con sus ligues, de variada procedencia étnica pero unánimemente poco amigables.
Recuerdo que llevaba unos tres meses arrastrando la desolación de mi nueva vida como profesor de literatura en Pittsburgh, sin amigos, sumido en el aburrimiento y viviendo solo en un minúsculo apartamento justo encima de un café ucraniano en el South Side, cuando hizo su aparición Crabtree, ataviado con un abrigo de policía, de cuero y largo hasta las rodillas. Traía un poco de ácido y los seis mil quinientos dólares de la indemnización pagada por una revista de moda masculina que había decidido despedir al coordinador de las páginas literarias y prescindir de una vez por todas de esa nada rentable sección. Me alegré muchísimo de verlo. Inmediatamente salimos a explorar los bares de mi nueva ciudad -Danny's, Jimmy Post's y La Rueda ya no existen- y aterrizamos en el Hat un sábado por la noche en que a los Blue Roosters, la banda del local en aquella época, se les unió en el escenario Rufus Thomas. No estábamos simplemente borrachos, sino colocadísimos, y por tanto nuestra primera impresión sobre el recibimiento deparado por el Hat y sobre lo bien que nos lo pasamos no era del todo fiable; estábamos convencidos de que todo el mundo nos quería, y recuerdo que nos pareció que Rufus cantaba la versión francesa de la letra de «My Way» con la melodía de «Walkin' the Dog». En cierto momento de la velada, además, a uno de los clientes le dieron una brutal paliza en el callejón y entró de nuevo en el local tambaleándose y con una oreja medio arrancada colgando. Crabtree y yo, que nos habíamos atizado cuatro raciones de costillas a la barbacoa, nos pasamos una interminable media hora expulsándolas por turnos en el lavabo de caballeros. Desde entonces, habíamos vuelto por allí cada vez que Crabtree venía a la ciudad.
Eran aproximadamente las diez y media cuando entré en el Hat después de someterme a la radiográfica mirada de Clement. Me alegré de haberle dado a Tony Sloviak la pistolita; según se decía, si intentabas entrar en el Hat con un arma, aunque la llevases oculta en lo más recóndito de tu anatomía, Clement se las arreglaría para localizarla y quitártela. La banda del local estaba en una pausa entre actuaciones y en la gramola sonaba Jimmie Rodgers. Me quedé quieto unos instantes sobre la moqueta de la sala, de tonalidades entre la aspirina infantil y el naranja, tratando de orientarme. Hacía un par de años que no ponía los pies allí y todo parecía más deteriorado. El suelo de madera asomaba bajo la moqueta, plagada de agujeros de quemaduras de cigarrillos y manchas sobre cuyo origen preferí no especular. En la pared de baldosines reflectantes había varios huecos, como si de una deteriorada dentadura se tratase. Alguien había pintarrajeado el enorme mural situado detrás del escenario en el que aparecía el dueño del local tocando una enorme batería. Ahora de las baquetas colgaban unos testículos peludos y el rostro del propietario lucía un bigotito daliniano. El suelo de la pista de baile estaba sembrado de marcas de tacones. Eché un vistazo a mi alrededor, con la esperanza de localizar alguna mesa ocupada por escritores y asistentes al festival literario envueltos en una humareda rosácea, pero tan sólo vislumbré a la habitual clientela del Hat, que me contemplaba con expresiones de mofa o moderado disgusto. Sin duda, debía de tener cara de idiota.
Читать дальше