Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– ¡Pobre bicho! -comentó la señorita Sloviak al cabo de unos instantes. Apoyó la maleta en el borde del maletero, le quitó el envoltorio de plástico y la abrió-. Pero sus ojos me dan escalofríos.

– Sara todavía no lo sabe -admití-. No se lo he podido explicar.

– Bueno, por mí no se preocupe -dijo la señorita Sloviak mientras se quitaba los largos bucles negros y los guardaba en la maleta echándoles una última mirada con pesar, como un violinista que por la noche guarda su instrumento-. No voy a decir ni pío.

Según se contaba, mamaba con tal avidez del pecho de mi madre que le produje un absceso en la delicada piel del pezón izquierdo. Mi abuela, que en aquella época era menos comprensiva de lo que sería después, desaprobaba con dureza que mi madre se hubiese casado a los diecisiete años y consiguió inculcarle la idea de que no estaba preparada para la maternidad; la incapacidad de su pecho para resistir el ardoroso envite de mis labios infantiles sumió a mi madre en la amargura. No acudió al médico con la prontitud con que hubiera debido hacerlo, y cuando mi padre la encontró desvanecida sobre el teclado del piano del hotel y la llevó al hospital del condado, ya se le había extendido por la sangre una infección estafilocócica. Murió el 18 de febrero de 1951, cinco semanas después del parto, y, por tanto, no me acuerdo de ella. Sí recuerdo, en cambio, algunas cosas de mi padre, George Tripp, llamado Pequeño George para distinguirlo de mi abuelo paterno, su tocayo, de quien por lo visto he heredado la complexión y los apetitos.

El Pequeño George se ganó una triste fama en la zona del estado donde vivíamos cuando mató a un joven que, entre otros potenciales logros, parecía llamado a convertirse en el primer judío licenciado por la Universidad de Coxley en sus ochenta años de historia. Mi padre era policía. Mató al prometedor muchacho -hijo del propietario de los almacenes Glucksbringer de la calle Pickman, prácticamente enfrente del Hotel McClelland- creyendo, sin demasiado fundamento, como se demostró después, actuar en defensa propia frente a un asaltante armado. Mi padre regresó de Corea sin una tercera parte de su pierna derecha y carente también, diría yo, de otras extremidades fundamentales de su armazón espiritual; después de su mortal error de juicio y subsiguiente suicidio se especuló mucho sobre su idoneidad para ser agente de la ley. Cuando lo llamaron a filas tenía fama de chiflado, y regresó a casa en medio de rumores que hablaban de desmoronamiento psíquico. Pero, como todas las ciudades pequeñas, la nuestra poseía una casi infinita capacidad de perdón ante cualquier flaqueza personal de sus ciudadanos, y como el Viejo George había sido el jefe de la policía local durante cuarenta años, hasta que sufrió un fatal aneurisma mientras jugaba una partida de póquer en la trastienda de la Alibi Tavern, a mi padre se le permitió ir armado con un 38 y recorrer las calles a medianoche, a pesar de padecer el suplicio de la aparición de susurrantes sombras en su visión periférica.

Todavía no había cumplido cuatro años cuando se suicidó, y la mayor parte de los recuerdos que guardo de él son fragmentarios y azarosos. Recuerdo el vello rojizo de su venosa muñeca, atrapado entre los eslabones de la cadena de su reloj; uno de sus paquetes de Pall Mall, rojo como un ranúnculo, arrugado sobre el alféizar de la ventana de su dormitorio; el repiqueteo de una bola de golf al entrar en una taza de té cuando ensayaba golpes cortos en el amplio recibidor del hotel. Y recuerdo una ocasión en que lo oí volver del trabajo. Como ya he explicado, tenía el turno de noche, de ocho a cuatro, y regresaba a casa en la oscuridad de la madrugada. Todos los días mi padre desaparecía tras la puerta de su dormitorio cuando apenas empezaba a despertarme y reaparecía en el momento en que estaba a punto de acostarme; sus invisibles llegadas y partidas me resultaban tan llenas de misterio como una nevada o la visión de mi propia sangre. Una noche, sin embargo, estaba despierto y pude oír la risita de la campana plateada que había encima de la puerta del hotel, los leves crujidos de la escalera de servicio, la airada tos de mi padre. Y lo siguiente que recuerdo es que estaba en el quicio de la puerta de su dormitorio, contemplando cómo el Pequeño George se desvestía. Antes pretendía -y así solía explicárselo a mis amantes- que esos recuerdos correspondían a la noche en que mi padre se autoliquidó. Pero lo cierto es que llevaba dos semanas suspendido de servicio, con derecho a paga, cuando hundió en su boca el azulado cañón de su pistola reglamentaria. Así que no sé a qué noche corresponden exactamente esos recuerdos, ni por qué me quedaron grabados en lugar de cualesquiera otros. Tal vez sean de la noche en que mi padre mató a David Glucksbringer. Tal vez uno nunca olvida la visión de su propio padre desnudándose.

Me veo espiando a través de la puerta entreabierta de su dormitorio, con la mejilla aplastada contra la fría moldura de roble, contemplando cómo aquel tipo grandote con uniforme azul que vivía en nuestro hotel, con su gorra como una enorme corona, sus amplias charreteras, su pesada placa dorada, las balas en su cinturón y una gruesa pistola negra, se transformaba en otra persona. Se quitó la gorra y la dejó boca arriba sobre la cómoda. Algunos finos mechones de cabello empapado en sudor que se le habían pegado a la gorra quedaron tiesos y se mecían como algas sobre su cabeza. Despreocupadamente llenó un vasito de whisky y se lo bebió de un trago mientras con la mano libre se desabrochaba y se quitaba la camisa de uniforme. Se sentó en la cama para desatarse los cordones de los zapatos negros como ataúdes, que después lanzó a un rincón. Cuando volvió a ponerse en pie, parecía más bajo, más débil y muy fatigado. Se quitó los pantalones, dejando a la vista la prótesis de color naranja claro con su simulacro de discretos dedos y su complejo sistema de arneses de cuero. Creo que después fue hasta la ventana de la habitación y se quedó allí un rato, contemplando la desértica topografía del hielo sobre el cristal, la calle vacía, los maniquíes con vestidos de primavera en el escaparate iluminado de los almacenes Glucksbringer. Se quitó la camiseta sin mangas, después los calzoncillos, y volvió a sentarse en la cama para desabrocharse el extraño artilugio que le servía de pie. Ya no le quedaba nada más que quitarse. Estaba fascinado y horrorizado al mismo tiempo ante el acto de despojamiento que acababa de presenciar; era como si se me hubiese permitido contemplar al tullido, calvo y adiposo gnomo oculto tras su descaradamente falsa apariencia cotidiana, escondido en el interior del torpe gólem al que me había acostumbrado a llamar papá.

Iba pensando en todo esto mientras acompañaba a la señorita Sloviak a su casa en Bloomfield, circulando en dirección este por el bulevar Baum, y se transformaba en hombre. Sacó un tarro de crema y un frasco de acetona de uñas de un bolsillo con cremallera de la pequeña maleta que había colocado entre los dos asientos y los dejó en la guantera, que previamente había abierto. Se desmaquilló con una sucesión de bolas de algodón y se quitó el esmalte rosa pálido de las uñas. Metió las manos bajo el vestido y se quitó las medias, que dejaron al descubierto sus depiladas piernas. Sacó unos tejanos de la maleta, los desdobló y, no sin cierta dificultad, se los puso bajo la falda de su vestido negro, que acto seguido se quitó por la cabeza. Quedó a la vista un sujetador de licra negra, acolchado, con una cinta perlada entre ambas cazoletas y un ingenioso par de pequeñas protuberancias para simular unos erectos pezones muy femeninos. Debajo, el pecho era pequeño, pero musculado, y lampiño. Se puso un jersey a rayas, calcetines blancos con unos caballitos y un par de deportivas blancas. Guardó primero la crema y la acetona y después el vestido negro, los zapatos de tacón y la ligera maraña en que se habían convertido las medias. Sentí tener que prestar atención a la carretera, porque su numerito resultaba impresionante. Había reflotado su yo masculino con la precisión y rapidez con que los asesinos profesionales de las películas montan las piezas de su rifle.

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