– ¿Corría de una manera cómica? -le pregunté.
– Un poco. ¿Te duele el tobillo?
– Sí -admití al tiempo que asentía con la cabeza-, pero se me pasará enseguida. Y tú, ¿cómo te sientes?
– Muy bien -dijo. Se secó la nariz con el dorso de la mano y vi que trataba de no sonreír-. Creo que me alegro de no haberme suicidado esta noche.
Me reincorporé, le di una palmada en el hombro y con la otra mano abrí la puerta.
– Bueno, ¿qué más puedes pedir? -le dije.
El Thaw Hall, el auditorio de la universidad, había servido de ensayo preliminar a los arquitectos que posteriormente construyeron la sala de conciertos llamada Mezquita de Siria. El exterior estaba adornado con esfinges, escarabajos y otros motivos egipcios, y tanto el vestíbulo como el auditorio propiamente dicho eran un amasijo de arcos apuntados, delgadas columnas y arabescos. Las butacas y los palcos rodeaban el escenario formando una especie de óvalo, al igual que en la desaparecida y añorada sala de conciertos, sólo que aquí había menos asientos y el escenario era más pequeño que en la Mezquita. En total habría unos quinientos en el patio de butacas y otros cincuenta en los palcos. Eran de terciopelo rojo sangre y estaban todos ocupados. Cuando entramos en la sala, el chirrido de los goznes de la puerta provocó que las quinientas cabezas se volviesen al unísono hacia nosotros. En la parte posterior del auditorio habían colocado varias sillas plegables; James y yo tomamos una cada uno y nos sentamos.
No nos habíamos perdido gran cosa. Según me explicaron después, nuestro viejo novelista con pinta de elfo había empezado su conferencia leyendo un largo pasaje de El confidente secreto, y no tardé en coger el hilo de su argumentación: a lo largo de su trayectoria como escritor, él -ya saben a quién me refiero, así que lo llamaremos simplemente Q.- se había convertido en su propio Doppelg ä nger, una sombra maligna que moraba en los espejos, bajo los listones de madera del parqué y tras las cortinas de su propia existencia, rondaba a todas las amistades de Q. y se hacía presente en cualquier contacto de éste con el mundo que lo rodeaba. Un ser insensible a la tragedia, indiferente a los sentimientos de los demás y alejado de cualquier empresa humana, a excepción de la vigilancia y la recopilación de información. Su confidente secreto, explicó Q., sólo actuaba muy de tarde en tarde, y subyugaba a su poco dispuesto amo, por llamarlo de alguna manera, ocupando el lugar de su doble el tiempo suficiente para decir algo imprudente o reprensible y asegurarse de este modo de que la desgracia humana, objeto de constante vigilancia por parte del otro Q. y tema de sus relatos, continuara teniendo una presencia respetable en su vida. Evidentemente, de otro modo no tendría asuntos sobre los que escribir.
– Le echo toda la culpa -declaró el pulcro hombrecillo a la, al parecer, encantada audiencia-, absolutamente toda, del espantoso desastre en que se ha convertido mi vida.
Me pareció que Q. estaba hablando de la naturaleza del mal de la medianoche, cuyos primeros síntomas eran una simple sensación de alejamiento de los demás, cierta incapacidad de «adaptación», que no es, ni mucho menos, exclusiva de los escritores, y una sensación de envidia e infranqueable distancia como las que sentirla cualquier insomne en un mundo de durmientes. Pero muy pronto quien padecía el mal de la medianoche empezaba a anhelar esa sensación de aislamiento, a cultivarla e incluso a recrearse en ella. La víctima se iba aislando más y más hasta que un aciago día se despertaba y descubría que se había convertido en el principal objeto de su propia mirada hostil.
Había muchas cosas en el discurso de Q. con las que estaba de acuerdo, pero no tardé en percatarme de que cada vez me costaba más concentrarme en sus palabras. Gracias a la codeína, el mordisco de Doctor Dee en el tobillo me provocaba sólo una leve punzada de dolor, pero al mismo tiempo todos mis sentidos se habían alterado. Sentía la maquinaria de mi corazón bombeando en el pecho y calambres en el estómago. Cinco tragos de Jack Daniel's y la considerable dosis de oxígeno aportada por la carrera a través del campus habían bastado para que me sintiese completamente borracho, y todo lo que brillaba a mi alrededor -los focos del escenario, los candelabros dorados de las paredes, la cabellera rubia de Hannah Green siete filas delante de mí, la enorme araña de cristal que colgaba sobre la audiencia sostenida por una delgadísima cadena- parecía envuelto, como farolas en la niebla, en un pálido y oscilante halo. Pero en cuanto lograba enfocar la mirada, el halo se desvanecía. Me llegó un olor malsano y que en cierto modo invitaba a la nostalgia, un olor a polvo, a seda y a trastos viejos maltratados por el tiempo: apolillados vestidos de baile, viejas ropas de bebé, la descolorida bandera con cuarenta y ocho estrellas que mi abuela guardaba en un baúl debajo de las escaleras traseras e izaba en el porche del Hotel McClelland cada Cuatro de Julio. Me hundí en la silla y crucé las manos sobre el estómago. El ardor que allí me provocaba la codeína me reconfortaba y me ponía melancólico. En aquel momento no me preocupaba el minúsculo cigoto que debía de estar describiendo órbitas como un satélite por la estrellada bóveda del útero de Sara, ni mi matrimonio a punto de desmoronarse, ni el descarrilamiento de la carrera de Crabtree, ni el animal muerto que se estaba quedando rígido en el maletero de mi coche, y todavía me preocupaba menos Chicos prodigiosos. Contemplé a Hannah Green, que asentía con la cabeza, se recogía un mechón de cabello por detrás de la oreja y, con un gesto que me era familiar, levantaba la rodilla hasta tocarse la frente, hundía las manos en una bota y se subía el calcetín con un brusco tirón. Pasé diez maravillosos minutos con la mente totalmente en blanco.
Pero, de pronto, James Leer empezó a reírse a carcajadas de algún chiste privado que había emergido de las profundidades de su cerebro. La gente se volvió y le clavó recriminadoras miradas. Se tapó la boca, agachó la cabeza y levantó la vista para mirarme, rojo como las mismísimas botas de Hannah Green. Me encogí de hombros. Las personas que se habían girado volvieron a mirar hacia el escenario; todas excepto una. Terry Crabtree, que estaba sentado a tres butacas de Hannah, separado de ella por la señorita Sloviak y Walter Gaskell, siguió contemplando a James Leer durante un par de segundos. Después me miró, me guiñó un ojo y en su rostro circunspecto apareció una mueca juguetona con la que pretendía decir algo así como: «¿Qué hacéis vosotros dos ahí atrás?», y yo, sin realmente pretenderlo, le respondí frunciendo el ceño en un gesto irritado que significaba algo parecido a: «Déjanos en paz.» Crabtree se quedó perplejo y se volvió rápidamente.
Los efectos calmantes de la codeína se disipan muy pronto, así que, de repente, tras las absurdas risotadas de James Leer, me di cuenta, sorprendido, de que estaba repasando una escena particularmente complicada de la novela por enésima vez, igual que un mono desquiciado pasa sin cesar los dedos por las barras de su jaula. Era una escena que sucedía justo antes de los cinco malogrados finales que había probado el mes pasado, en la cual Johnny Wonder, el menor de los tres gloriosos hermanos predestinados a la perdición, le compra un Rambler American de 1955 a un personaje secundario llamado Bubby Zrzavy, un veterano que participó en los experimentos con LSD del ejército americano. Llevaba semanas tratando de conseguir que de esa compra emanase la poderosa música del gran órgano del destino, pues era un momento crucial del libro: en ese coche, reconstruido durante diez años a partir del chasis por el desequilibrado Bubby Z. siguiendo las nociones de mecánica automovilística de sus venáticas neuronas, Johnny Wonder cruzaría el país de costa a costa y al regresar a casa de este viaje iniciático llevaría consigo a Valerie Sweet, una chica de Palos Verdes que arrastraría a la familia Wonder a la ruina. Uno de los motivos de que hubiera escrito tantas páginas antes de llegar a Valerie Sweet era que me enfrentaba a tremendas dificultades para lograr conducir la historia hacia un final porque estaba colado por ella. Tenía la sensación de que me había pasado la vida escribiendo con la única finalidad de llegar a la página en la que asomaban por primera vez sus cursis gafas de sol de montura rosa. Cuando mi cerebro de mico enjaulado volvió de nuevo sobre el irresoluble problema de cómo salir del lío novelístico en el que yo mismo me había metido, y que arrastraba desde hacía siete años, se me ocurrió que tal vez debería prescindir de ese personaje, y, de pronto, noté algo raro, como si se hubiera producido un repentino bajón del fluido eléctrico en el auditorio. Un deslumbrante estallido de electricidad estática me pasó como un aguacero ante los ojos, sentí olor a sangre en las fosas nasales y una oleada de acidez me empezó a subir desde el estómago.
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