Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Tengo que ir al lavabo -le susurré a James Leer al oído-. Voy a vomitar.

Me puse en pie, empujé la puerta y salí al vestíbulo. Allí sólo había un par de chavales -uno de los cuales me sonaba vagamente- apoyados contra las puertas de la entrada, que mantenían abiertas con el peso de sus cuerpos, mientras fumaban y expelían el humo cansinamente hacia el exterior. Los saludé con un gesto de la cabeza y me precipité hacia el lavabo de caballeros caminando lo más deprisa posible, pero procurando que no se dieran cuenta de que estaba a punto de vomitar y no quería hacerlo sobre la moqueta. Ni el chispazo de electricidad estática ni la sangre en la nariz ni las náuseas eran síntomas nuevos para mí. Durante los últimos meses aparecían en los momentos más inesperados, junto con una concomitante sensación de extraño júbilo, de ingravidez, como si atravesase el trémulo reflejo del sol que cubre como una red la superficie del agua de una piscina. Me volví para echar un vistazo a los chavales junto a la puerta y por la barbita de chivo de uno de ellos recordé que había sido alumno mío; era un chico con pinta de pasmado y dotado de un moderado talento que escribía paranoicas historias de jazz y drogas al estilo de Hunter S. Thompson, [11]y que el curso pasado apareció por mi despacho una tarde para hacerme saber, con toda la crudeza propia de un alma inocente, que, en su opinión, era una tomadura de pelo que la universidad le cobrase por inscribirse en una clase de escritura creativa impartida por un don nadie pseudofaulkneriano como yo. De pronto el pasillo que conducía a los lavabos pareció abalanzarse sobre mí y me sentí tan febril que tuve que apoyar la mejilla contra la pared, que estaba fría, muy fría…

Cuando volví en mí, estaba estirado boca arriba, con la cabeza apoyada sobre algo, y Sara Gaskell, arrodillada junto a mí, me pasaba la mano con suavidad por la frente. La almohada que había improvisado era mullida por fuera, pero su interior resultaba duro como una piedra.

– ¿Grady? -dijo con tono indiferente, como si tan sólo pretendiese atraer mi atención sobre un interesante artículo en el periódico-. ¿Todavía estás ahí?

– ¡Hola! -respondí-. Creo que sí.

– ¿Qué te ha pasado, chavalote? -Recorrió mi rostro con la mirada y se humedeció los labios con la lengua. Descubrí que, a pesar de lo aséptico de su tono de voz, le había dado un buen susto-. ¿Ha sido otro de esos vértigos?

– Supongo, no lo sé. -Tu perro está muerto, pensé, pero no se lo dije-. Ya me siento mejor.

– ¿Quieres que te acompañe al hospital?

– No hace falta -dije-. ¿Ha acabado la conferencia?

– Aún no. Vi que salías y… pensé… -Se frotó las manos como si tuviera frío-. Grady…

Antes de que Sara pudiese acabar de decirme aquello que parecía costarle tanto expresar, me incorporé y le di un beso. Tenía los labios cortados y embadurnados de pintalabios. Nuestras dentaduras entrechocaron. Sus dedos, que jugueteaban alrededor de mi nuca, estaban fríos como la lluvia. Al cabo de unos instantes nos separamos y la miré directamente a la cara, pecosa, pálida e impregnada de ese aire de decepción que a menudo adorna los complicados rasgos faciales de las pelirrojas. Nos besamos de nuevo y sentí un escalofrío cuando las yemas de sus dedos resbalaron sobre mi nuca como gotas de lluvia. Deslicé mis manos bajo su vestido.

– Grady… -Rechazó mi abrazo, retrocedió y se estremeció.

Respiró hondo. Noté que se reafirmaba en alguna resolución que había tomado previamente y que no parecía dispuesta a dejar que la besase de nuevo-. Sé que éste no es el mejor momento para hablar del tema que debemos tratar, cariño, pero…

– Tengo que contarte algo -la interrumpí-. Algo desagradable.

– Levántate -dijo, con su tono más rectoral, como reacción inmediata a la nota de temor que había traslucido mi voz-. Soy demasiado vieja para revolcarme por los suelos.

Se puso en pie, un poco insegura sobre sus tacones altos, se ajustó el vestido y me tendió la mano. Dejé que tirara de mí para levantarme. Su alianza refulgió con un frío chispazo contra la palma de mi mano.

Una vez en pie, Sara me soltó y echó un vistazo al pasillo, por encima de mi hombro. No había moros en la costa. Volvió a mirarme, tratando de resultar inexpresiva, como si yo fuese el administrador de la universidad y hubiese ido a comentarle alguna mala noticia de carácter financiero.

– ¿De qué se trata? No, espera un momento. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolso que llevaba en los grandes acontecimientos sociales. Era un ostentoso bolso plateado sembrado de pedrería en el que cabía poco más que veinte cigarrillos y un lápiz de labios; un regalo que le hizo su padre a su madre cincuenta años atrás y que no casaba con la personalidad de ninguna de las dos. El bolso que utilizaba habitualmente era muy distinto, una especie de caja de herramientas de cuero con cierre de latón, lleno de hojas de cálculo, libros de texto y un rebosante llavero que, por sus puntiagudas protuberancias y su peso, recordaba una maza-. Ya sé lo que me vas a decir.

– No, no lo sabes -le aseguré. Justo antes de que encendiese el cigarrillo me pareció sentir una ligera vaharada de marihuana. Supuse que procedería de los chicos del vestíbulo. Lo cierto es que olía jodidamente bien-. Sara…

– Amas a Emily -dijo, con la mirada fija en la firme llama de la cerilla-. Lo sé. La necesitas.

– No creo que pueda hacer nada a ese respecto -reflexioné-. Ha sido ella quien me ha dejado.

– Volverá. -Dejó que la llama fuese quemando la cerilla hasta llegar a sus dedos-. ¡Uf! Por esto he decidido… no tener el bebé.

– No tenerlo -dije, y advertí que ahora clavaba en mí su fría mirada burocrática, esperando ver mi cara de alivio.

– No puedo. No es posible. -Se pasó la mano por el cabello y su alianza brilló un instante, lo que dio la impresión de que era su propia melena rojiza la que emitía destellos-. ¿No opinas lo mismo?

– Sí, creo que no hay otra opción -dije, y le cogí la mano-. Sé lo difícil que resulta… para ti… hacer este sacrificio.

– No, no lo sabes. -Apartó mi mano-. Eres un cabrón por decirlo. Y un cabrón por decir…

– ¿Qué, cariño? -le pregunté al ver que enmudecía-. ¿Un cabrón por decir qué?

– Por decir que la única opción es que no tenga el bebé. -Apartó la mirada y al cabo de un instante volvió a fijar sus ojos en mí-. Porque hay otra opción, Grady. O, al menos, debería haberla. -Del vestíbulo llegó el chirrido de goznes de puertas abriéndose y un estallido de murmullos-. Debe de haber terminado -dijo, y consultó su reloj. Soltó una bocanada de humo para ocultar su rostro y se enjugó una lágrima que pendía de la pestaña de su ojo izquierdo-. Será mejor que nos marchemos. -Sorbió por la nariz-. No olvides tu chaqueta.

Se agachó a recoger mi vieja chaqueta de pana, que me había quitado para colocarla a modo de almohada a fin de que apoyara la cabeza. Al levantarla, de uno de los bolsillos cayó algo que golpeó con estruendo el suelo y se quedó allí brillando ostentosamente.

– ¿De quién es esta pistola? -preguntó Sara.

– Es de juguete -respondí, y me agaché para recogerla antes de que lo hiciese ella. Estuve a punto de guardármela rápidamente en el bolsillo, pero no quería que Sara pensase que trataba de ocultarle algo, así que la sostuve en la palma de la mano, para que pudiese echarle un vistazo-. Es un recuerdo de Baltimore.

Sara alargó el brazo para cogerla; traté de cerrar la mano, pero fui demasiado lento.

– Es bonita. -Pasó la yema del índice por la empuñadura nacarada, la sopesó y deslizó un dedo por el gatillo. Aproximó la boca del cañón a su nariz, la olfateó y dijo-: ¡Uf, huele a pólvora!

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