Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Antes de dejar a Juliette, le dijo: no sé lo que va a pasar esta noche, pero va a pasar algo. Mañana serás distinta. Cuando volvió, a la misma hora de la tarde del día siguiente, ella tenía la cara descompuesta. Le dijo: no ha funcionado. No he conseguido esa especie de conversión de la que hablas. No consigo ver la enfermedad como tú, en realidad no he entendido bien cómo la veías tú. Es ridículo, pero yo la veo ahí, como algo que me acecha en esa butaca.

Le mostró la butaca de escay negro, con tubos de metal, donde aquella tarde él no se había sentado, optando por el radiador.

(Al leer esta página, tres años más tarde, Étienne me dijo que aquella cosa agazapada en la butaca, al acecho, le había hecho pensar en mi zorro, en el sofá de François Roustang. Yo pienso, por mi parte, que Juliette dijo aquel día lo contrario de lo que dice Étienne: mi enfermedad es externa. Me mata, pero no soy yo. Y también creo que ella nunca la vio de otra manera.)Pues bien, has vivido tu primera noche, le dijo Étienne. Empiezas tu relación con la enfermedad. Le has cedido un espacio, no todo el espacio. Está bien.

Juliette no pareció convencida. Suspiró, como alguien que ha suspendido un examen y que prefiere no hablar de él, y luego dijo, tristemente: mis hijas no se acordarán de mí.

Tú tampoco te acuerdas de tu madre cuando eras pequeña. Ni yo de la mía. Ya no vemos la cara que tenían. Sin embargo, nos habitan.

Se acuerda de estas palabras que, dice, se le ocurrieron sin pensarlo. Y, también sin pensarlo, le digo: me has hablado mucho de tu padre, pero no de tu madre. Háblame de ella. Me mira un poco asombrado, guarda un momento de silencio, aparentemente no se le ocurre nada, y después se lanza. Cuenta una infancia solitaria en Jerusalén, donde el abuelo dirigía el hospital francés. La nieta no iba a la escuela, su madre le daba clases. Durante mucho tiempo sólo conoció del mundo un círculo familiar ansioso y recluido. El padre de Étienne también fue educado en una gran soledad, fueron dos soledades que se encontraron. Ella amó con todo el amor de que era capaz a aquel hombre excéntrico, insumiso, desgraciado. Supo proteger a los hijos de la depresión de su marido, transmitirles una libertad y una aptitud para la felicidad que ella y él no poseían, y Étienne la admira por ello. Era el tercero de los hermanos. Antes de su nacimiento, el segundo, Jean-Pierre, murió a la edad de un año de una insuficiencia respiratoria. Murió asfixiado en el hospital donde lo ingresaron, con un sufrimiento atroz e incomprensible, lejos de su madre, a la que prohibieron quedarse a su lado y que durante el resto de su vida no dejó de pensar en ello: en su pequeño bebé muerto totalmente solo, sin ella. Es lo que te puedo contar de mi madre, dice Étienne.

Juliette pidió a los médicos de Lyon-Sur que fueran francos con ella, y ellos lo fueron. Le dijeron que no tenía cura, que moriría del cáncer, que no podían predecir el tiempo que le quedaba pero que a priori podía contarse en años. Era de esperar que esos años los pasase muy medicada y que la calidad de su vida disminuyera en consecuencia. Tenía un marido, tres niñas a las que acompañar hasta donde fuera posible, había que aprovecharlo y decidió someterse con docilidad a los tratamientos. Una semana después del diagnóstico, empezó la quimioterapia y la herceptina, que le administraban a razón de una sesión semanal en el hospital de día. Esto era para el cáncer. Para sus dificultades respiratorias, los anticoagulantes, por desgracia, habían demostrado su insuficiencia, tenía los pulmones deshechos -de cartón, había dicho el radiólogo, moviendo la cabeza con tristeza: nunca había visto a una mujer de esta edad en tal estado-, no había más remedio que recurrir a los aparatos. Así pues, enviaron a Rosier, depositadas sobre una carretilla para transportarlas de la camioneta a la casa, dos enormes bombonas de oxígeno, una para la habitación y otra para la sala. Había un cursor para regular el caudal, un tubo largo, una especie de gafas que pasaban por detrás de las orejas y dos tubitos que entraban en la nariz. En cuanto sentía que se acercaba uno de los accesos de asfixia, Juliette se conectaba y notaba un alivio inmediato. Conservaban la vaga esperanza de que esta ayuda fuese provisional, de que los tratamientos anticancerosos hicieran también efecto en este frente, pero, por el contrario, recurrió cada vez más al aparato, hacia el final lo usaba casi todo el tiempo, y la afligía la idea de que sus hijas conservasen de ella aquella imagen de enferma, o de criatura de ciencia ficción.

Cuando Amélie le preguntó: mamá, ¿te vas a morir?, ella optó por ser tan franca como los médicos habían sido con ella. Le dijo: sí, todo el mundo se muere algún día, también Clara, Diane y tú os moriréis, pero dentro de mucho, muchísimo tiempo, y papá también. Yo no me moriré dentro de muchísimo tiempo, pero sí dentro de un pequeño mucho tiempo.

¿Dentro de cuánto?

Los médicos no lo saben, pero no enseguida. Te lo prometo, no enseguida. Así que no hay que tener miedo.

Amélie y Clara lo tenían, por fuerza, pero menos, pienso, que si les hubiera mentido. Y, en cierto modo, estas palabras que tranquilizaban a las dos niñas y les permitía continuar seguir llevando su vida de niñas, cumplían la misma función con su padre. Patrice vive en el presente. Practica espontáneamente lo que los sabios de todas las épocas consideran el secreto de la felicidad, estar aquí y ahora, sin añorar el pasado ni preocuparse por el futuro.

Todos admitimos en teoría que es inútil inquietarse por problemas que amenazan con presentarse dentro de cinco años, porque no sabemos si se presentarán ni si estaremos aquí para afrontarlos. Admitirlo, de todos modos, no nos impide preocuparnos. Patrice, en cambio, se despreocupa. Esta despreocupación va emparejada con el candor, la confianza, el abandono, todas las virtudes ensalzadas en las bienaventuranzas, y estoy seguro de que esto que escribo aquí le dejará perplejo, hasta tal punto es intransigente su cultura laica, y en cambio me asombra que unos cristianos fervientes como sus suegros no vean que la actitud ante la vida de este anticlerical primario es simplemente el espíritu del Evangelio. Al igual que un niño se repite, en el fondo de su cama, una fórmula mágica que le apacigua, al igual que sus hijas, Patrice se repetía: no enseguida. Dentro de tres, cuatro, cinco años, Juliette se volverá cada vez más frágil, cada vez más dependiente, y la tarea de él consistirá en ocuparse de ella, ayudarla, transportarla en brazos como lo hacía desde el principio. No quiero ser demasiado idílico, el insomnio y la angustia hicieron estragos en Patrice como lo habrían hecho en cualquiera, pero creo, porque me lo ha dicho, que muy pronto puso en práctica este programa: estar allí, transportar a Juliette, vivir el tiempo de vida juntos que se les concedía y pensar lo menos posible en el momento en que acabase, y aplicar este programa les ayudó inmensamente a todos, a él, a ella y a sus hijas.

Cuando se enteró de la enfermedad de Juliette, la madre de Patrice se sacó de la manga un investigador heterodoxo llamado Beljanski, cuyos medicamentos a base de plantas habrían curado -curado, no sólo aliviado- a cancerosos y enfermos de sida. Turbado por los testimonios que su madre citaba, aunque sólo creía en ellos a medias y quizá aún me- nos, Patrice prefirió no descartar nada y quiso convencer a Juliette de que tomara, paralelamente a los tratamientos químicos, aquellas pastillas que les podía facilitar un médico de familia. Hija digna de sus padres, ella respondió que se sabría si existiese una píldora milagrosa contra el cáncer o el sida. Digno hijo de los suyos, Patrice le explicó que si no se conocía mejor su existencia era porque el descubrimiento de Beljanski amenazaba los intereses de los laboratorios, que hacían todo lo posible por silenciarlo. Esta clase de comentarios exasperaban a Juliette. Era un viejo objeto de disputa entre ellos. A ella le horrorizaban las teorías del complot y él reconocía de buen grado que les daba crédito. Patrice se batió en retirada, pero no por ello renunció: aunque no creyese en ella, le pedía que probase la medicina por él: para que no se reprochara, si ella moría, haber desperdiciado una posibilidad, por ínfima que fuera, de salvarla. Ella suspiró: si es para que te sientas bien es distinto; conforme. El médico de familia llegó con las cápsulas, explicó el protocolo y Juliette se avino con tanta reticencia que no se atrevía a confesárselo a sus propios médicos. Cuando acabó decidiéndose, temiendo que el tratamiento de Beljanski tuviera un efecto contraproducente sobre la herceptina, sólo le dijeron, encogiéndose de hombros, que era un complemento alimenticio que, si no le beneficiaba, tampoco le haría daño. Dejó de tomarlo al cabo de unas cuantas semanas y Patrice no tuvo ánimos para insistir.

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