Emmanuel Carrère - De vidas ajenas

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«En cuestión de pocos meses, fui testigo de dos de los acontecimientos que más temo en la vida: la muerte de un hijo para sus padres y la muerte de una mujer joven para sus hijos y su marido. Alguien me dijo entonces: eres escritor, ¿por qué no escribes nuestra historia? Era un encargo, y lo acepté. Empecé, pues, a contar la amistad entre un hombre y una mujer, los dos supervivientes de un cáncer, los dos cojos y los dos jueces, que se ocupaban de asuntos de sobreendeudamiento en el tribunal de primera instancia de Vienne (Isère). En este libro se habla de la vida y la muerte, de la enfermedad, de la pobreza extrema, de la justicia y, sobre todo, del amor. Todo lo que se dice en él es cierto». Así presentaba Emmanuel Carrère la edición francesa de este libro verdaderamente extraordinario: inolvidable, desgarrador, de una potencia narrativa inaudita. De vidas ajenas recibió el Premio Globe y otros galardones y la prensa cultural francesa lo eligió mejor novela del año.

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Bien, ahora la segunda cosa. Sé que si muero Diane no tendrá recuerdos de mí. Amelie sí, Clara unos pocos, Diane no, y me cuesta mucho aceptarlo. Patrice saca fotos, por supuesto, pero tú, Philippe, eres buenísimo para eso. Quisiera que me fotografíes todo lo posible, a partir de ahora. Si sacas muchas fotos, quizá haya algunas no demasiado feas.

Philippe dijo que sí y así lo hizo. Pero lo que era terrible, recuerda, es que el simple gesto de sacar la cámara y enfocarla con ella empezó a significar: vas a morir.

Todo tenía que quedar dispuesto, los expedientes en orden, como en la víspera de las vacaciones judiciales, y tenía miedo de que no le diese tiempo. No sabía exactamente cuánto le quedaba, pero poco, en cualquier caso. Repartió las tareas entre sus amigos, preguntó a cada uno qué podía darle y cuando una cosa había sido dicha, dicha quedaba, no la repetía. Philippe era el encargado de las fotos y de la misa. Anne-Cécile, que es logopeda, se ocuparía de la pequeña dificultad en el habla de Clara, y Christine, que es profesora, de la orientación escolar. Laurent, director de recursos humanos en una empresa, fue ascendido a consejero para asuntos de dinero: indemnización por defunción, hipoteca de la casa, cobertura social de Patrice y las niñas, lo cual preocupaba enormemente a Juliette. Examinó con él las dos opciones, defunción a corto plazo o larga enfermedad. La segunda la inquietaba quizá más, desde el punto de vista económico, porque las bajas por larga enfermedad implican una reducción del sueldo, y el presupuesto familiar era ya muy justo. Una solución era hacer trampa, trabajar una semana y ausentarse la siguiente; otra era obtener una cuarta parte de tiempo terapéutico, pero temía no tener fuerzas para eso. En el caso de defunción, el seguro pagaría la hipoteca de la casa, y el consejero de la caja de previsión de la justicia, a quien ella y Laurent fueron a ver juntos, les dijo que Patrice estaría cubierto durante dos años. Pero ¿después?

También a él le preparaba para la vida que le esperaba sin ella. Al principio él se negaba a mantener estas conversaciones que le parecían morbosas, pero se dio cuenta de que les hacían bien a los dos, y casi llegó a aguardarlas con placer: relajaban la tensión y Juliette estaba después más tranquila. Había una especie de dulzura muy conyugal y que, en algunos instantes, le parecía totalmente irreal, en sentarse a la mesa, debajo de la lámpara, para hablar de esto. En su pareja, era ella la que trabajaba fuera y él el que se ocupaba de la intendencia, no hacían falta consignas para la vida doméstica pero ella se empeñaba, de todos modos, en pasar revista a todo, como un propietario un poco maniático que explica a su inquilino el sitio de cada cosa en la casa, qué días hay que sacar la basura y cuándo habrá que renovar el contrato de mantenimiento de la caldera. El más penoso fue el día en que abordó la cuestión de las vacaciones de verano. Ya las había organizado y previsto que las niñas pasaran algunas semanas en cada una de las dos familias. Pensaba que a Patrice le vendría bien disponer de un tiempo para descansar: aquel verano sería duro para él. Al comprender que ella se refería al verano próximo, él tuvo un momento de vértigo que ella captó. Le cogió de la mano, dijo que hablaba en el caso de que, pero ninguno de los dos se engañaba.

Volví a pensar en aquel verano, que ya hemos dejado atrás, cuando Patrice me contó esto. Clara y Amélie pasaron una semana con nosotros, como Juliette había previsto, e hicimos lo posible por distraerlas. Clara se aferraba a Hélène. En un cuaderno con tapas, con su bonita letra escrupulosa, Amélie empezó una novela cuya heroína era, por supuesto, una princesa, y de la que recuerdo la primera frase: «Erase una vez una madre que tenía tres hijas.» Y, de repente, estas imágenes que eran para mí recuerdos me las representé como anticipaciones. Unos meses antes, Juliette había imaginado aquellos paseos en bicicleta, aquellos baños, aquellos mimos impregnados de pena, pensando: yo ya no estaré aquí. Será el primer verano de mis hijas sin mí.

En un momento de la temporada que pasé en el juzgado de primera instancia, la señora Dupraz, la secretaria con la que Juliette se entendía mejor, me habló de la tutela de menores, de las que se ocupaban las dos todos los martes. Cuando en una familia muere uno de los progenitores y deja una herencia a sus hijos, el juez de tutelas tiene por misión salvaguardar sus intereses y para ello controlar el uso del capital que hace el cónyuge superviviente. Debe darle cuenta un mes o dos después de la muerte del consorte, y algunos toman a mal lo que consideran una injerencia en la vida familiar. Lo cierto es que el viudo o la viuda no pueden sacar un céntimo de la cuenta de su hijo sin la autorización del juez, y los bancos son a este respecto tanto más estrictos porque en el caso de que incumplan esta normativa pueden ser condenados a reembolsar la suma. La mayoría de las peticiones no plantean problemas y Juliette adquirió pronto la costumbre de firmar fajos enteros de mandamientos judiciales en junio, para las vacaciones, y en diciembre, para los regalos navideños. Pero a veces ocurre que la frontera entre el interés del niño y el del adulto no está clara. Se puede autorizar la reparación de un tejado porque es mejor para el niño tener un techo sin goteras sobre su cabeza. Pero también es mejor para él tener un padre al que no le persigan los ujieres, ¿y esto significa que su capital puede servir para saldar las deudas paternas? Esto compete a la capacidad de apreciación del juez y hace falta mucho tacto para que estos arbitrajes se hagan con la menor interferencia posible. Juliette, me dijo la señora Dupraz, destacaba en esta justicia tan humana, con la que Patrice acaba de tener contacto. Pensando en él, Dupraz se acordó emocionada de un joven al que habían recibido para la apertura de su expediente. Acababa de perder a su mujer, tenían dos hijos pequeños, y su forma de hablar de ella y de ellos, la nobleza y la simplicidad de su aflicción las habían conmovido. Además era guapo, tan guapo que entre ellas pasó a ser una broma ritual decir: oye, a ése habría que citarle más a menudo. Me pregunto si Juliette, antes de morir, evocaría este episodio, recordaría a aquel joven viudo tan guapo, tan dulce, tan desvalido. Me pregunto si imaginó la entrevista que tendría Patrice en este despacho del juez de tutelas que había sido el suyo, y la impresión que causaría a la persona que lo ocupase, dos o tres meses después de su muerte. Sin duda.

Philippe, que dos o tres veces por semana tiene por costumbre salir a correr temprano por la mañana, convenció a Patrice de que le acompañara: le despejaría la cabeza. Corrían por todos los caminos del campo alrededor de Rosier, a un ritmo muy lento, a la vez porque Patrice no estaba entrenado y para poder hablar. Patrice confiaba a Philippe lo que no se atrevía a decirle a Juliette. Se reprochaba no apoyarla más, huir de ella en algunos momentos. También era penoso estar los dos todo el tiempo en casa, ella postrada en el sofá de la sala con su bombona de oxígeno, tratando de leer, dormitando, sufriendo y, por otra parte, sin reclamar la presencia de Patrice, que, refugiado en el sótano, en el cuarto que le servía de taller, fingía vagamente que trabajaba y en realidad se aturdía con videojuegos. Martin, el hijo de Laurent y Christine, iba a verle algunas veces y se pasaban horas intentando despegar con aviones o disparando bazucas contra huestes de enemigos. A Juliette no le gustaba que perdiese el tiempo de aquel modo, pero al mismo tiempo se daba cuenta de que él necesitaba aquella anestesia. En cuanto se detenía, el carrusel volvía a dar vueltas en su cabeza: miedo, piedad, vergüenza, amor ilimitado y luego las preguntas sin respuesta. Ya no: ¿se va a morir?, sino: ¿cuándo se morirá? ¿Podríamos haber hecho algo para evitarlo? Si hubieran detectado el tumor antes, ¿habría cambiado algo? ¿El primer cáncer no había tenido algo que ver con Chernóbil, y el segundo con la línea de alta tensión que se encontraba a cincuenta metros de su casa anterior? Había leído un estudio muy alarmante sobre el tema en la revista Sortir du nucléaire, a la que estaba suscrito. Este tipo de elucubraciones desquiciaban a los padres de Juliette, según dicen ellos, y Patrice había aprendido a no decir ni pío sobre estos temas, pero los seguía rumiando, y hacerlo le minaba.

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