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Marta Cruz: La vida después

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Marta Cruz La vida después

La vida después: краткое содержание, описание и аннотация

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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Nunca pensó que aquella situación no podía dilatarse eternamente, ni siquiera cuando prescindieron de su colaboración en el periódico y dejaron de hacerle encargos en una de las revistas, tras un rosario de informalidades inauditas en el siempre puntilloso Javier Alonso Nance. Fue Victoria, que tuvo noticias de su despido en el diario gracias a un amigo común, la que puso las cosas en su sitio. Tomó un avión a París en un día del mes de mayo, y aterrizó en el Charles de Gaulle para darse de bruces con una lluvia tenaz y la temperatura desabrida de la falsa primavera parisina. Ni siquiera perdió el tiempo buscando una chaqueta en el desastre de su bolsa de viajera desordenada. Tiritando en una camisa de manga corta, empapados los mocasines de piel en el primer charco que pisó a la salida del aeropuerto, tomó un taxi y se fue directamente al apartamento de Jan. Allí encontró exactamente lo que esperaba: el paradigma de una revolución doméstica -ropa tendida aquí y allá, platos sucios por todas partes, un fregadero atascado y un horno que no funcionaba- y a Jan intentando inducir al sueño a una Solange especialmente llorona.

– Le está saliendo otro diente -dijo en susurros y a modo de saludo. Victoria agradeció que no le preguntase qué estaba haciendo allí. Eso facilitaba las cosas, pensó, y le arrancó a Solange de los brazos.

– Trae. ¿Cuánto tiempo llevas acunándola?

– Ni idea, pero tengo medio dormido el brazo derecho -la besó en la mejilla-. ¿Quieres café?

En aquel momento, Victoria ya estaba embobada con la carita de Solange, que empezaba a relajarse después de la rabieta

– ¡Qué linda es!

– Mírala bien. ¿No encuentras que tiene la misma nariz que yo?

Victoria no contestó. Siempre le había parecido del género tonto buscar parecidos a los bebés. En ese momento, se dio cuenta de que Solange se había dormido. Dejó a la niña en la cuna -cuyas sábanas estaban sólo pasablemente limpias- y se volvió hacia Jan.

– Tenemos que hablar

– Me lo temía. Deja que me tome el café primero, ¿vale? No me he metido nada en el estómago desde ayer. La niña no ha pegado ojo y me he pasado horas paseando por el piso con ella en brazos.

– ¿Y Chloe?

– Haciendo fotos.

– ¿Desde ayer por la noche?

– Vic…

Se oyó el pitido de la cafetera. Había llegado el momento de una pequeña tregua. Jan sirvió las tazas, abrió una lata de galletas danesas y se comió media docena. Victoria se dijo que parecía un náufrago, con la barba de tres días, las ojeras y aquella avidez por unos dulces de supermercado.

– Jan… no he venido para tomar café contigo. Esto no puede seguir así. Ha llegado el momento de que te conviertas en un padre a tiempo parcial. Vuelve a Madrid y visita a tu hija un fin de semana de cada dos, en Navidad y en verano, como hacen miles de tipos del mundo entero.

– ¿A Madrid? Ni lo sueñes. No me fío de Chloe. Dejaría sola a la niña para irse de compras, o se largaría días enteros dejándole abierto un suministro de potitos. Si no estuviese yo cerca, Solange acabaría metiendo los dedos en un enchufe o bebiéndose una botella de lejía.

Era un argumento indiscutible con el que Victoria ya contaba.

– Bueno, pues hagámoslo al revés. Vente con ella a España. A Chloe le parecerá de perlas, te lo digo yo.

– ¿Y crees que eso cambiará las cosas? La niña no va a necesitarme menos allí que aquí.

– Jan, aquí estás más solo que la una. En Madrid estoy yo. Y están otros amigos. Por no hablar de tu madre.

– Olvídala. No me habla desde que le dije que no pensaba casarme con Chloe. Ni siquiera ha venido a conocer a la niña.

– ¿De verdad te dejas impresionar por esos golpes de efecto? Tu madre sólo está cabreada. En cuanto te vea entrar por la puerta con esta monada entre los brazos, se le derretirá el corazón y te pedirá disculpas llorando a lágrima viva. En serio, Jan… esto está durando demasiado. No creo que puedas aguantar mucho más. Tu vida laboral está a punto de saltar por los aires. Otro artículo más entregado fuera de tiempo, otra excusa barata para saltarte una rueda de prensa en el Elíseo y no habrá quien quiera darte trabajo ni para cortar teletipos. Y ya no tienes edad de ser becario.

Por la forma en que Jan se puso de pie y se pasó la mano por el pelo -demasiado largo y demasiado grasiento-, Victoria supo que había empezado a ganar la partida.

– Habla con Chloe. Apuesto a que para ella no va a ser un problema que te lleves a Solange contigo.

Hacía frío en el apartamento. Hacía frío en París. Jan vio que Victoria se estremecía en su camiseta sin mangas y le frotó los brazos.

– Voy a buscarte un jersey.

Dos días más tarde, Jan y Victoria volaban rumbo a Madrid. En el aeropuerto, Chloe había derramado algunas lágrimas de cocodrilo -después de todo, era lo menos que podía hacer-, pero, aparte de eso, repitió media docena de veces que le parecía muy legítimo que el querido Jan recuperase su vida, su trabajo y sus amigos sin renunciar a su hija, y que ella había sido muy egoísta al haberlo retenido en París tanto tiempo. Mientras gorjeaba con su delicioso acento de Saint-Germain-des-Prés, acariciaba la cabecita de la pequeña Solange con el mismo interés desapasionado que hubiese puesto al tocar el morro de un caballo de carreras. Prometió ir a Madrid «en dos o tres semanas». Victoria apostó contra sí misma que pasarían más de seis meses. Se equivocó en cuestión de días.

Desde entonces, Solange vivía con Jan. No había sido fácil, pero en conjunto ambos lo habían hecho bastante bien. En cuanto a Chloe, limitó sus responsabilidades maternas a unas cuantas visitas intempestivas -generalmente, cuando acababa de romper con su último amante o si había alguna apetecible sesión de fotos que disparar en Madrid- y se ocupó de las vacaciones de la niña del mismo modo desordenado que lo hacía todo. Un año se la quiso llevar a un largo viaje por las islas griegas, y sólo dos días antes de partir anuló el crucero pretextando unas anginas. Una vez, cuando Solange tenía ocho años, le propuso pasar con ella toda la Semana Santa, y elaboró un atractivo plan de excursiones a Eurodisney, paseos en bateau mouche y meriendas en Versalles. La cría sólo estuvo en París dos días: hubo que mandarla de vuelta a España en un avión con el cartelito de «niño a bordo» colgado del pescuezo porque a su madre le había salido un trabajo en Isla Mauricio y sólo tuvo tiempo para dejarla en manos de una azafata que a duras penas pudo disimular su indignación ante la chiquilla llorosa que clamaba por sus fotos soñadas con la Bella Durmiente.

Hubo una época en que a Chloe debió de remorderle la conciencia y propuso a Jan compartir la custodia de Solange. La niña viviría en París durante el curso, y él la tendría durante las vacaciones escolares. Por fortuna, no hubo que discutir aquel plan descabellado -que, con los antecedentes de Chloe, estaba destinado a acabar como el rosario de la aurora-, porque para entonces Solange era ya una terca preadolescente de doce años que había heredado parte del carácter de ambos, lo que se traducía en una tozudez a prueba de bala (regalo de bienvenida de Jan) y nada desdeñables dosis de egoísmo (aportadas por mamá). Solange puso el grito en el cielo al enterarse de los planes de su madre, y declaró que necesitarían a un ejército bien entrenado para llevársela a París. Si Chloe quería verla -jamás la llamaba mamá-, que tomase un avión o que se la llevase en verano a la Riviera con el novio de turno. Jan conocía demasiado bien a su hija como para no tomar en serio su determinación, así que habló con Chloe y le explicó que «de momento» Solange no tenía muchas ganas de mudarse. Chloe hizo pucheros -lo mismo que cada vez que alguien le llevaba la contraria- y luego lo superó, diciéndose quizá que sería mejor así. Solange y ella hubiesen chocado a las primeras de cambio. Aquella hija suya no era lo que se dice una jovencita dócil.

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