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Marta Cruz: La vida después

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Marta Cruz La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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A Victoria le importaba un bledo tener un marido senador. De hecho, le importaba un bledo a qué se dedicara Herder. La relación entre ambos había pasado de ser tensa a no ser. Cada uno tenía su vida, y su existencia común se limitaba al intercambio de palabras más o menos amables cuando coincidían, de milagro, en alguna de las siete habitaciones de su apartamento de la calle Setenta y dos. Victoria se sentía como un verdadero gusano cuando se enfrentaba al hecho de que aquel apartamento constituía otra razón para no divorciarse de Herder. Era el lugar más maravilloso del mundo, o al menos eso pensaba ella, con sus vistas a Central Park, su luminoso salón con chimenea y la terraza de veinte metros cuadrados con la pequeña fuente de piedra y las enredaderas frondosas que le daban el aire equívoco de un patio romano. Hubiese sido capaz de matar por aquella terraza, un jardín en miniatura en el Upper East Side. No, ni todos los Herder van Halen del mundo conseguirían que renunciase a aquel paraíso urbano. Además, gracias al ingente trabajo de precampaña, Herder estaba en casa mucho menos que antes, aunque ahora sus ausencias había que atribuirlas a las ansias de nominación y no a la amante de turno. De todos modos, pensaba Victoria, el señor Van Halen tendría que revisar su conducta sexual si pretendía zambullirse en las aguas procelosas y pacatas de la política norteamericana, donde las infidelidades y el puterío, por fino que sea, no están lo que se dice bien vistos. Por lo demás, para ella no había problema en seguir adelante con el pacto de no agresión que habían firmado hacía tiempo, e incluso estaba dispuesta a hacer su parte de trabajo, que hasta ahora se había limitado a unas cuantas meriendas con señoras, cenas con posibles donantes y dos o tres apariciones públicas en actos benéficos, donde entraba agarradita de la mano de Herder. Una mano, por cierto, que siempre estaba helada.

Herder salió de la ducha envuelto en una toalla, y Victoria tuvo que admitir que seguía siendo un hombre atractivo, aunque era incapaz de sentir por él ni una sombra de lo que pudiera confundirse con deseo físico. Por primera vez desde que salieran de Nueva York, se preguntó por qué demonios había insistido en acompañarla a Madrid. No era capaz de recordar la última vez que habían pasado juntos más de veinticuatro horas seguidas -y veinticuatro horas junto a Herder no eran fáciles de olvidar- y sin embargo se había empeñado en emprender con ella un largo y pesado viaje trasatlántico. Victoria estaba segura de que había gato encerrado tras tanta amabilidad, pero ahora no tenía tiempo ni ganas de investigar los motivos del lobo. Le había venido muy bien que la secretaria de Herder se ocupase de comprar los pasajes, pedir un coche para el aeropuerto y reservar un hotel en Madrid, así que eso era lo que ya había sacado de la compañía del profesor Van Halen: la perfecta logística de aquel viaje inesperado. Quizá debería haber pedido a esa Brittany, o comoquiera que se llamase, que le hiciera también el equipaje. Seguro que ella no se hubiese olvidado de meter en la maleta la ropa apropiada, pensó, e instintivamente miró el vestido que acababa de comprarse.

– Me voy a duchar.

– ¿A qué hora es eso?

Victoria cerró sin contestar la puerta del baño. Ése era el profesor Herder van Halen: un tipo capaz de llamar «eso» al funeral por la persona a la que más había querido su mujer en sus cuarenta y seis años de vida.

Llegaron al tanatorio al filo de las doce. Para sorpresa de Victoria, Herder la tomó de la mano al bajar del coche. Ella se dijo que era la costumbre: debía de creerse que estaban en alguno de sus dichosos actos de campaña. Se dio cuenta de que alguna gente los miraba y pensó desapasionadamente que formaban una pareja atractiva: Herder van Halen, alto y bien plantado, impecable en su traje oscuro, llevando de la mano a una mujer sofisticada y esbelta, que protegía el rostro bronceado detrás de unas enormes gafas de sol. Hubiesen quedado bien en una revista, se dijo amargamente Victoria.

– ¿Dónde es?

– En la sala cuarenta y dos. Escucha, Herder… eh… ¿Te importa si entro sola?

– Pero ¿por qué?

Herder parecía decepcionado, como si no quisiera renunciar a su parte del pastel. Como si ejercer de marido de Victoria fuese en esa ocasión un triunfo social. Victoria pensó que iba a tener que defender con uñas y dientes el deseo de prescindir de su compañía, pero Herder van Halen debió de recordar de pronto que allí no había nadie a quien pedir el voto, ni tampoco fotógrafos ante los que hacer el paripé de matrimonio perfecto.

– Si es lo que prefieres… Debe de haber una cafetería por alguna parte, ¿no?

Ella se sintió vagamente agradecida. Notó un atisbo de ternura hacia él, y le besó en la mejilla.

– Seguro que sí. El funeral empieza en media hora. Te espero dentro.

Para su sorpresa, cuando Herder se alejó, notó algo parecido al pánico. Incluso tuvo la tentación de llamarlo, pero sabía que hubiese sido una claudicación. Después de todo, se dijo, incluso muerto Jan era cosa suya y no tenía nada que ver con Herder, ni con su matrimonio deficiente, ni con su soledad. Eran ella y Jan. «Yo sola, a partir de ahora», pensó, y notó un dolor agudo en el centro del pecho.

Avanzó hacia la sala. Vio algunas caras conocidas pero, afortunadamente, nadie pareció reparar en ella. Sí, era preferible haber dejado a Herder a buen recaudo: yendo con él no era fácil pasar desapercibida, y a Victoria no le apetecía pararse a saludar, ni intercambiar cortesías sociales en semejante escenario. Qué espantoso invento eran los tanatorios, pensó. Qué forma maquiavélica de colectivizar el dolor, de convertir la muerte en algo seriado. Por otro lado, aquella eficiente organización de los decesos -salas numeradas, pantallas que informaban de la ubicación de los cuerpos- podían entenderse como una forma de quitar hierro al drama, como si cada uno de los fallecidos y su corte de duelo fuesen parte de una cadena de montaje.

– ¡Victoria! ¡Oh, no sabes cuánto me alegro de verte!

Chloe. Rubia, alta, francesa, de ojos glaucos y piel traslúcida. Delgadísima, por supuesto. Victoria no pudo evitar echar un vistazo a su cintura de avispa ni a sus bien torneados brazos. Chloe siempre presumía de no necesitar gran cosa para conservar la línea de una veinteañera: «Es cuestión de comer equilibradamente y sentirse bien con una misma.» Victoria se había prometido estrangular a Chloe si alguna vez repetía en su presencia aquel puñetero mantra del bienestar interior como clave para estar estupenda. A partir de los cuarenta, la única forma de conservar la línea es matarse en el gimnasio, alimentarse de ensaladas sin aliñar y pasar las cenas a base de té verde con sacarina o, si hay suerte, un yogur desnatado. Además, sabía por Solange que Chloe se había sometido a dos o tres operaciones de estética que nada tenían que ver con la armonía interior, a no ser que el budismo diga algo del levantamiento quirúrgico de glúteos y la reducción de cartucheras mediante bisturí. Sea como fuere, allí estaba, espléndida desde su uno setenta y cinco sin tacones, luciendo un pantalón de lino crudo y una blusa negra de seda que era exactamente la indumentaria perfecta para su dudoso papel en aquella función indeseable: el de madre de la hija del muerto. Se había maquillado muy ligeramente, apenas un poco de base y algo de colorete sobre los pómulos marcados a cincel, y su cabello dorado tenía tan buen aspecto que parecía recién salida de un salón de belleza.

– Querida… Menos mal que has llegado. Solange no hacía más que preguntar por ti.

¡Oh, su irresistible acento francés! Hacía tanto tiempo que no hablaba con Chloe que había olvidado el toque final para todo su atractivo conjunto. No era de extrañar que volviese locos a los hombres. No era de extrañar que hubiese vuelto loco a Jan, aunque fuese por un corto espacio de tiempo. Chloe Deschamps, con su porte aristocrático, su hablar argénteo y aquellas piernas kilométricas que aún ahora, casi dieciocho años después, reclamaban un lugar de privilegio en el último capítulo de la vida de su mejor amigo.

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