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Marta Cruz: La vida después

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Marta Cruz La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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– Parece una pista de patinaje. -Jan la miró y frunció el ceño-. Pensé que no te gustaban las piedras preciosas.

– ¿Por qué tienes que ser tan desagradable? ¿No puedes alegrarte por mí?

– Perdona… claro que me alegro. -La abrazó y la besó en el pelo-. El anillo es precioso y el señor del nombre raro tiene muy buena pinta. Pero, si quieres que te diga la verdad, esta boda no me hace ninguna gracia.

– ¿Por qué…?

– Pues porque ahora sí que ya no vas a volver a Madrid más que de visita.

– No pensaba hacerlo, ni con boda ni sin ella. Tengo una plaza fija en la Universidad de Grace, y me va bastante bien en Nueva York.

– Ya. Sea como sea, míster Fiordo acaba de matar mis últimas esperanzas de que regreses a casa. Estoy condenado a verte de siglo en siglo y a mandarte mails cuando quiera saber de ti. Confieso que siempre pensé que lo de Nueva York sería algo pasajero, pero el señor comosellame me ha aguado la fiesta. Por eso le odio con toda mi alma. A él y a sus enormes diamantes. Pero te veo contenta… y, además, estás muy guapa. Así que claro que me alegro por ti. No pongas esa cara, chica. Venga, vamos a tomar una copa.

Victoria había recordado muchas veces las palabras que Jan había dedicado a Herder. «Le odio con toda mi alma», había dicho, con la misma pasión burlona que imprimía a todas sus declaraciones. Siempre pensó que aquella deliberada exageración, aquella frase extrema pronunciada con un deje frivolo, escondía algo mucho más profundo que el rencor hacia el hombre que cortaba definitivamente sus amarras con Madrid. No, Jan era demasiado generoso, demasiado bueno, la quería demasiado como para pensar en sí mismo al evaluar la decisión que Victoria había tomado.

Supo que había algo que Jan no le estaba diciendo, algo que ni siquiera él era capaz de explicar. Quizá fue el único que, con sólo un apretón de manos, descubrió al estúpido que vivía dentro de Herder van Halen. Mientras el resto de conocidos y amigos caían rendidos bajo su influjo de americano guapo y distinguido -parece el Gran Gatsby, le había dicho alguien-, Jan había visto en Herder algo que no le gustaba. Exactamente lo mismo que Victoria había tardado años en descubrir. Ahora que lo había hecho, ahora que conocía al verdadero Herder, se preguntaba qué demonios venía a continuación, qué se hace cuando tu marido ya no te gusta y no te atreves a volver a empezar llevando sobre los hombros la conciencia de una relación fracasada, y sobre todo, cuando eres incapaz de enfrentar la incomodidad que supone un nuevo cambio de vida.

Sí, eso era: el matrimonio la hacía sentir muy cómoda. Había algo confortable en el hecho de ser una mujer casada -y podía decirlo bien alto, porque durante casi cuarenta años había sido soltera- y no estaba dispuesta a volver a convertirse en una cuarentona solitaria con un divorcio a sus espaldas y un futuro incierto delante de las narices. Sería distinto si se hubiese casado con Herder a los veintiocho años, y estuviese considerando la posibilidad de un divorcio desde la cómoda atalaya de los treinta y tantos. Entonces podría plantearse el asunto con más o menos tranquilidad. Pero cuando la próxima década es la de los cincuenta lanzarse de cabeza a lo desconocido evidencia una notable falta de sesera. Y Victoria no era lo que se dice una estúpida.

Por eso llevaba más tiempo del recomendable cocinándose a conciencia en su propio rencor, en una rabia sorda que con el paso de los meses iba haciéndose más y más ingobernable. A veces se preguntaba hasta dónde podía llegar aquella sensación de hastío, de pura incomodidad, que le provocaba la sola presencia de Herder. Y ése era el principal problema: la profunda antipatía que su marido despertaba en ella. Desalentada, se decía que había algo muy infantil en ese sentimiento tan primario. A veces hubiese preferido odiar a aquel hombre, detestarlo con cada una de las fibras de su cuerpo, que experimentar hacia él lo que podía ser una pura pulsión de desgana. No es que abominase de Herder. Simplemente, le caía fatal.

Victoria estaba segura de que Herder van Halen no tenía la menor idea de lo que ella sentía. En realidad, a Herder le preocupaba muy poco todo lo que no estuviese directamente relacionado consigo mismo: sus clases en la universidad, sus publicaciones, sus conferencias y sus veleidades arribistas. Quería entrar en política, y había empezado a preparar el desembarco multiplicando su actividad académica y su presencia en foros más bien populistas con acceso a los lobbies que crecían en Nueva York como las setas en otoño. Herder van Halen, descendiente de uno de los cuatrocientos de la señora Astor, caucasiano, rico por su casa y eminente profesor universitario, llevaba meses en feliz chalaneo con asociaciones de hispanos de la Costa Este, participando en campañas cívicas y promoviendo iniciativas vanguardistas -la última, conseguir que una marca de cereales pagase unas clases de inglés para inmigrantes adultos que seguían sin conocer la lengua de su patria adoptiva-, convencido de que si Chicago había sido capaz de lanzar a la Casa Blanca a un tipo negro, la población del estado de Nueva York bien podía dejarse conquistar por un aspirante a senador rubio y de ojos azules que abrazaba a líderes hispanos tras hablarles con soltura en su propia lengua, contaminada sólo por su ligero y musical acento de Nueva Inglaterra.

Herder pensaba presentarse a las siguientes elecciones al Senado con las bendiciones de su distinguida familia, que se había declarado dispuesta a apoquinar la pasta necesaria para conseguir la nominación. Los Van Halen estaban convencidos de que las ambiciones de Herder acabarían haciendo de ellos los próximos Kennedy, así que no importaba lo que tuviesen que invertir si el apellido Van Halen iba camino de convertirse en parte de la historia de la Gran Nación Americana. El jefe de campaña de Herder repetía media docena de veces al día que el aspirante a senador Van Halen era un candidato de ensueño: rubio, alto, guapo y atlético -más de lo que JFK había sido nunca, con sus eternos problemas de espalda y sus alergias a media docena de cosas-, cultísimo y millonario. Que además fuese profesor en una de las mejores universidades del país y hablase tres lenguas aparte de la suya añadía más puntos al marcador. Su paso por el ejército hubiese sido la guinda del pastel -ya se sabe lo mucho que encandila a los americanos la historia del héroe-, pero Herder nunca manifestó interés por la vida militar, y hasta había escrito artículos incendiarios en contra de la política de Bush en Iraq, así que nada había que hacer en ese sentido. Por fortuna, la Era Obama había inaugurado una nueva etapa en la que el antimilitarismo podía despertar la simpatía de los votantes, y a eso se agarraba Herder. Por lo demás, el cuadro de sus virtudes lo completaba una hermana homosexual con pareja estable -Victoria hubiese pagado cinco mil dólares por estar presente el día en que Berenice van Halen confesó a sus exquisitos papás que le iban las chicas-, la superación de una leucemia durante su primera juventud… y su esposa española. Victoria Suárez de Castro, con su sonoro apellido, su procedencia europea -sí, los americanos tenían claro por fin que España no limita con México- y su atractivo aspecto mediterráneo.

«Su esposa es una Jackie Bouvier del siglo XXI», había dicho a Herder uno de sus asesores para justificar lo esencial que sería la implicación de Victoria en la campaña. Ella había accedido a pedir un año de excedencia en la universidad de Grace -donde daba clase de Relaciones Internacionales- para ayudar a su marido a obtener la nominación. Todos aquellos tipos -publicistas, jefes de prensa y demás parafernalia preelectoral- decían que si Herder van Halen era el candidato perfecto, su esposa no se quedaba atrás: aquella distinguida morena de largas piernas, profesora en una universidad de menor prestigio que la de su marido que colaboraba como analista de temas internacionales en dos o tres publicaciones importantes, resultaría mucho menos agresiva para el votante medio que una abogada correosa o una barracuda de Wall Street que ganase más que Herder -durante la campaña de Obama, fue un problema publicar que el sueldo de Michelle era mejor que el de su marido-. Por otra parte, el modelo «matrona adorable entregada a su familia» había finiquitado con la mujer de George Bush, así que a nadie le preocupaba mucho que los Van Halen no tuvieran hijos. Herder sí los tenía: dos chicos y una chica de su primer matrimonio. Sólo habría que llamarlos de vez en cuando para las sesiones de fotos y sacarlos en alguno de los mítines de fin de campaña si su ex mujer no tenía inconveniente. Y, desde luego, mientras Herder fuese tan generoso con la pensión que le pasaba, no es fácil que la antigua señora Van Halen pusiese problemas a la hora de exhibir a su ejemplar descendencia.

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