Sí, chica, ya era hora de que te concedieses un respiro. Llora todo lo que te dé la gana.
– Oh, perdóneme… no sabía…
La dependienta había entrado en el probador sujetando tres perchas de las que pendían otros tantos vestidos. Victoria los miró a través de las lágrimas. El primero era precioso y tenía un suave color café con leche, un tono que siempre le había sentado bien.
– Le he traído estos otros… Pensé que ya habría acabado de hablar. -Colocó las prendas en los ganchos de las paredes y la miró con una expresión desolada-. Lo siento mucho, no debería haber entrado sin pedir permiso.
– No se preocupe, es culpa mía.
– Tenga, coja uno… -La chica le tendió una caja de kleenex que había sobre la mesita. Victoria pensó que había visto pañuelos de papel en las consultas de los psiquiatras, pero nunca en una tienda de ropa.
– ¿Les pasa a menudo? Que las clientas se echen a llorar, quiero decir. Como están tan bien preparados…
– ¿Qué? Ah, no… Es por el maquillaje, para proteger las prendas… Algunas señoras se pintan como puertas y tienen muy poco cuidado al ponerse y quitarse la ropa, así que usamos esto.
Agitó la caja en un gesto infantil. Qué agradable resultaba aquella dependienta. Era muy joven, casi una adolescente. Victoria pensó que no era una buena idea tener a una chica de esa edad en una tienda de señoras. A partir de los treinta y cinco, ver unas piernas perfectamente torneadas, una cintura estrecha y un cutis luminoso y libre de arrugas produce cierto desánimo. Se preguntó cuántas dientas se habrían marchado de la tienda sin comprar sintiéndose difusamente insultadas por la juventud de aquella muchacha tan servicial y tan amable.
– Quiero que vea éstos, por si decide cambiar de opinión. -Ladeó la cabeza-. Son muy bonitos, y tienen un buen descuento.
Victoria echó una mirada a aquellos trajes. Eran preciosos, en efecto. El de color café con leche marcaba ciento ochenta euros. La muchacha le dirigió una sonrisa cómplice cuando vio que miraba la etiqueta.
– Costaba quinientos a principio de temporada. Lino cien por cien. Es el único que queda. ¿Por qué no se lo prueba?
Sí, eso: ¿por qué no? Victoria se dio cuenta de que la llantina le había inyectado una pequeña dosis de ánimo, así que se despojó encantada del colgajo negro y se puso el otro vestido, que parecía hecho para ella.
– Es como si lo hubiesen cosido encima de usted. Fíjese en los hombros. Y en la cintura. El negro le ajustaba bien, pero éste es mucho más elegante… y más barato.
El vestido negro esperaba, como desmayado, encima de la butaca de terciopelo. Victoria le dirigió una última mirada de desprecio. Trescientos euros por aquella basura. Jan la maldeciría eternamente si se gastaba tanto dinero en semejante birria. A él le hubiese encantado el otro vestido. Un vestido que le sentaba bien, un vestido bonito que la hacía parecer más delgada y resaltaba el bronceado de su piel. Y pensar que había estado a punto de llevarse aquel despojo que parecía hecho con los restos de un saco, a juzgar por cómo rascaba…
– Me lo quedo. Y búsqueme unos zapatos que le vayan bien. Del 39, por favor.
– ¿Herder?
– ¿Se puede saber dónde estabas? Te he llamado veinte veces.
– Ya te lo dije, haciendo unas compras.
Herder se puso de pie y meneó la cabeza con un ademán paciente que hubiese envidiado el mismísimo santo Job, como diciendo «he aquí a la loca de mi mujer, que se escapa de la cama para ir de tiendas». En ausencia de Victoria había pedido el desayuno y sobre la bandeja descansaban los restos del festín de bollos, huevos revueltos y pan con mantequilla. Al ver las sobras descubrió que estaba hambrienta, y picoteó con cierta avidez las migas del cruasán y las cortezas de las tostadas. Quiso servirse un café, pero la jarra estaba vacía
– Si quieres pedimos algo más.
– Déjalo, no vamos muy bien de tiempo. ¿Todavía no te has duchado? No puedo creer que…
Pero Herder cortó en seco los consiguientes reproches sobre su pachorra.
– Vicky, no empieces. Te largaste sin decir nada, luego me colgaste el teléfono y lo apagaste, así que llevo un buen rato preguntándome dónde diantres está mi mujer. Incluso pensé que te había pasado algo.
– Por favor… ¿Qué iba a pasarme? Estamos en el centro de Madrid, no en un suburbio de Caracas.
– Ya. Bueno, a ver… ¿Qué has comprado?
– Unos zapatos y un vestido.
– Negro…
– No. Marrón.
Sacó el vestido y lo extendió en la cama deshecha. Herder miró la prenda y luego la miró a ella de arriba abajo, como si no pudiese dar crédito: se había lanzado a la calle después de un agotador viaje porque necesitaba imperiosamente un vestido negro, y ahora volvía con algo que no era ni remotamente parecido a lo que había ido a buscar. Victoria se preparó para el contraataque, pero Herder estaba cansado y, en el fondo, le daba exactamente igual el color de la ropa de su mujer.
– Voy a darme una ducha.
Herder… Llevaban casados cinco años, y Victoria empezaba a reconocer ante sí misma que le habían sobrado por lo menos los dos últimos. Herder van Halen, profesor de Lengua y Literatura Hispánicas en la muy prestigiosa Universidad de Columbia. Políglota, gran docente, investigador destacado. Un tipo estupendo a decir de los que le conocían. «Un imbécil», pensaba su mujer, un ególatra con mayúsculas incapaz de preocuparse por nadie que no fuese él mismo. Un memo integral que la ignoraba y hasta la despreciaba, o al menos eso había llegado a creer en los últimos tiempos. Bueno, tal vez exageraba en lo del desprecio, pero, sea como fuere, el querido Herder había demostrado con creces que era un completo cretino lleno de manías, de prejuicios y de ideas absurdas. Alguien demasiado centrado en mirarse el ombligo como para dedicar siquiera unos segundos a ponerse en el pellejo de otros, no digamos ya en el de su mujer. Un superficial, un cínico de libro, que, además de tener una elevadísima opinión de su persona, consideraba que el resto de la humanidad no estaba en absoluto a su altura, lo cual se traducía en una perenne actitud suficiente que sacaba de quicio a quienes la detectaban, que dicho sea de paso eran muy pocos.
Casi todo el mundo consideraba al profesor Van Halen como un milagro de la naturaleza, una prodigiosa conjunción de virtudes intelectuales y físicas, un crisol de bondad, inteligencia, belleza y talento. Pero, bajo esa gruesa capa de felices atributos, Herder era un tipo muy difícil de soportar. Lo malo -o tal vez lo bueno- era que casi nadie se daba cuenta.
No siempre había sido así, se repetía Victoria, aunque cada vez con menos convicción. Cuando empezó el desencanto -es decir, cuando comenzó a entender cómo era en realidad el hombre del que se había enamorado y con quien se había casado-, le gustaba recordar que había habido una época en la que Herder van Halen parecía una persona divertida, alegre, afectuosa y entregada. Al ir descubriendo al hombre malencarado, egoísta e impaciente que era en realidad su marido, intentó definir en qué momento había empezado a gestarse aquella amarga metamorfosis -la mariposa convertida en oruga-, o quién había lanzado la maldición capaz de convertir en sapo al príncipe encantador. Intentó culpar al entorno de Herder, a su insoportable familia de Nueva Inglaterra, a los compañeros de trabajo en la universidad, incluso a su legión de amigos -una cohorte de aduladores que parecían estar en el mundo con el propósito de besar por donde pisaba Herder y, básicamente, para lamerle el culo a todas horas- y al final tuvo que rendirse ante la evidencia: Herder van Halen había sido siempre la misma persona arrogante y vanidosa que ahora se le antojaba insufrible. Lo que pasaba era que, por alguna misteriosa razón que no lograba comprender, se había enamorado de él. Y desde tiempo inmemorial se sabe que el amor es capaz de cubrir con una pátina de virtudes imaginarias cada uno de los defectos del otro.
Читать дальше