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Marta Cruz: La vida después

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Marta Cruz La vida después

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Victoria lleva en Nueva York la que parece una vida envidiable: da clase en la universidad, tiene un marido rico y guapo y un ático en el Upper East Side. Cuando recibe la noticia de la muerte de Jan, su mejor amigo, regresa a Madrid para asistir al funeral. Allí se encontrará con la sofisticada Chloe, antiguo amor de Jan; con su hija, la rebelde Solange; con Marga, su esposa; con su excéntrica suegra, Shirley… Un giro de los acontecimientos obligará a Victoria a permanecer en Madrid, donde tendrá que enfrentarse a la desconfianza de cuatro mujeres que nunca creyeron que su amistad con Jan fuese del todo sincera. La vida después es una novela sobre los amigos y el afecto, y también sobre las relaciones entre mujeres. Una historia en torno al complicado mapa de los sentimientos donde hay lugar para los conflictos, los celos y la envidia, pero también para el cariño, la lealtad y la entrega. En estas páginas, Marta Rivera de la Cruz -la novelista de las cosas pequeñas- vuelve a traernos una historia de ternura sobre la que gravita una pregunta fundamental: ¿es posible que dos personas de distinto sexo se quieran sin amarse? ¿Pueden un hombre y una mujer ser nada más que amigos?

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– Es terrible, ¿verdad?

«Teguible, ¿vegdad?»

– Por fortuna, estaba en París cuando Solange me llamó. Se encontraba tan trastornada, la pobre… Me costó trabajo entender lo que decía. Tomé el primer avión, claro. Tuve que dejar una sesión a medias…

«Qué considerado por tu parte. Ve a pedir que te den una medalla por ocuparte de tu única hija.»

– No sabes el trabajo que dan las colecciones de otoño. Prefiero no imaginar lo que me espera cuando vuelva. Jean Claude se puso como una fiera cuando le dije que me marchaba, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Oh, me alegro tanto de verte. Deberías venir a visitarme cuando pase todo este lío. Podrías quedarte en casa, por supuesto. Hay sitio de sobra en el nuevo apartamento.

«¿Todo este lío? ¿El nuevo apartamento? ¿Y quién demonios era el tal Jean Claude que tanto se había enfadado cuando supo que Chloe acudía a consolar a su hija huérfana?» No era la primera vez que Victoria se preguntaba qué podía haber visto Jan en semejante descerebrada aparte de su figura de maniquí y su perfecto rostro de estatua griega.

Se habían conocido en Barcelona, en el verano del 92. Ella era fotógrafa y estaba trabajando para París Match durante las Olimpiadas. Es fácil adivinar que Jan cayó rendido a los pies de aquella deidad francesa -después de todo, si Chloe resultaba espectacular a los cuarenta y dos, a los veintipocos era una verdadera belleza- y cuando acabó el verano la siguió a París como un perrito faldero. Se vieron durante meses en un ir y venir complicado que culminó con la mudanza de Jan a la capital del Sena. La cosa no duró mucho: Jan tenía su carácter, y el que Chloe se considerase una especie de Nefertiti reencarnada no debió de ayudar demasiado a la convivencia. No había pasado más que medio año cuando Jan estaba de regreso en Madrid, cabreado como una mona y renegando del tiempo perdido junto a aquella preciosidad caprichosa y desconsiderada. Un mes después recibió una llamada llorosa desde la buhardilla que Chloe ocupaba en algún bonito edificio de Le Marais. Estaba embarazada, le dijo, y pensaba tener al niño.

A Jan le costó asimilarlo. Él, que no quería hijos todavía, iba a ser padre del bebé de una mujer a la que había llegado a detestar después de unos cuantos miserables meses de relación. Le dijo a Chloe que podía contar con él para todo, pero que ni en un millón de años iba a volver a su lado, así diese a luz a una carnada de cinco francesitos. Chloe le contestó que no tenía el menor interés en retomar la relación donde la habían dejado y Jan se ahorró dar detalles del tono displicente que imprimió a su voz para hacer esa declaración: «¿Qué te crees, muchacho, que eres el premio gordo de la lotería?» A pesar de todo, Chloe necesitaba saber que su hijo iba a tener un padre. Un padre y una pensión, para ser más exactos. Jan no puso objeciones: le daría la ayuda económica que necesitara. Ni siquiera se planteó -como sí habían hecho su familia y sus amigos- que el bebé que esperaba Chloe fuese en realidad hijo de otro tipo y ella hubiese preferido cargarle el muerto a él, pues a buen seguro era el menos indecente de todos los hombres con los que se había acostado en los últimos tiempos. Pero a Jan no se le ocurrió pedir una prueba de paternidad, y nadie se atrevió a sugerírselo, aunque Victoria tuvo la cuestión media docena de veces en la punta de la lengua. Jan era demasiado honesto como para elucubrar acerca de la mezquindad ajena, así que se limitó a echar cuentas con el fin de averiguar cuánto dinero necesitaba un niño para vivir holgadamente en el París de los años noventa.

Si Jan pensó que iba a solventar aquel cambio en el guión de su vida con una mensualidad generosa, se equivocó de medio a medio. Porque lo que nadie había previsto -y él menos que cualquiera- fue que iba a enamorarse de aquella criatura pringosa salida de las entrañas escuálidas de Chloe. Durante el resto de su vida, Jan contó a todo el que quiso oírlo que había empezado a amar a aquella niña en el preciso instante en que la vio, chiquita y amoratada, cubierta aún de restos de placenta y gritando como un becerro para anunciar al mundo que ya estaba allí y que había llegado para quedarse. Victoria decía que, de haberse atrevido, Jan habría agarrado a aquella ranita envuelta en gasas y se la hubiese llevado con él para pasar el resto de su vida escondido de todo aquel que pretendiera separarlo de su pequeño y precioso milagro.

Quizá hubiera sido mejor así. Si desde el primer momento Jan hubiese manifestado su interés por hacerse cargo de la niña, Chloe habría cedido sin grandes aspavientos. No tenía el más mínimo sentimiento maternal, y de la misma forma en que Jan se prendó del bebé nada más verlo, ella sintió nacer en su interior una rara corriente de rechazo hacia aquel bichejo ajeno. Para Chloe, la cría era sólo un engorro, una carga de tres escasos kilos de peso que le impediría llevar la vida envidiable de la que había gozado hasta entonces. Era algo en lo que no había pensado cuando decidió seguir adelante con el embarazo: no ya en la interminable lista de grandes renuncias que implicaba un hijo, sino también en cada una de las pequeñas dificultades que trae consigo convertirse en madre.

Chloe había decidido tener al bebé no porque la maternidad le interesara, sino por lo mucho que le atraía el cliché de la madre soltera: le pareció divertido convertirse en la mujer coraje, capaz de sacar adelante sola a la personita que se había creado en su vientre. Bastó una noche sin dormir escuchando los berridos de la pequeña Solange, el primer pañal manchado de heces líquidas y un doloroso pellizco en el pezón cuando intentaba darle de mamar, para que Chloe se sintiese prematuramente harta de aquel renacuajo insomne y voraz, que olía a leche agria y tenía cera en el ralo cabello oscuro. No tardó ni veinticuatro horas en arrepentirse de su decisión de tener el bebé. Si al menos hubiese albergado algún interés en conservar a Jan, podría haberle servido para atornillarlo de por vida, pero aquel español guapo había sido para Chloe sólo un entretenimiento de temporada. Así que, se mirase por donde se mirase, todo aquello había sido un mal negocio. Un gigantesco error.

Fue una pena, pensaba Victoria, que uno y otro no hubiesen optado por poner las cartas boca arriba desde el primer momento. De haber dicho Chloe «no tengo ningún interés en quedarme con la niña» y de haber contestado Jan «perfecto, entonces me la llevo yo», se hubiesen ahorrado el caos extraordinario en que se convirtió la vida de todos en los meses siguientes. Porque el padre primerizo -que estaba más dispuesto a separarse del brazo derecho que de su niña del alma- regresó a París y se instaló en un apartamento diminuto no lejano de la buhardilla de Chloe, y allí se convirtió en una especie de canguro de guardia que estaba disponible las veinticuatro horas. Chloe lo llamaba no ya cuando tenía sesiones de fotos o le surgía un viaje inesperado, sino también cuando la invitaban a una fiesta, quería ir de compras o le apetecía tirarse al novio de turno libre de la presencia poco alentadora de un bebé llorón.

A Jan no le importaba. Adoraba a Solange, y consideraba una bendición cada minuto pasado junto a ella, pero inevitablemente su trabajo se resintió. Había conseguido la corresponsalía de un periódico y colaboraba también con dos revistas y una cadena de radio, pero no es fácil mantener cierto nivel de actividad cuando el teléfono suena a las siete de la mañana y en media hora te han dejado en la puerta a una cría de cinco meses a la que le está saliendo un diente o llora sin parar porque tiene cólicos. Jan se las veía y se las deseaba para hacer a la vez de periodista y de padre, de avezado corresponsal y de niñera, y un día se sorprendió a sí mismo en una rueda de prensa llevando en su mochila no una cámara de fotos ni media docena de cuadernos, sino a una dormida Solange que acababa de conciliar el sueño después de una noche infernal.

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