Tomaron juntas una copa de un vino áspero y barato -Victoria tuvo que recordarse que, después de todo, Jan no era un autor de bestseller-, y a Marga se le soltó un poco la lengua. Era licenciada en Filología Inglesa, y llevaba años saltando de un empleo precario a otro esperando la convocatoria de unas oposiciones que no llegaban nunca. Daba clases de inglés a domicilio, corregía textos para las editoriales y los fines de semana hacía turnos de doce horas en una librería. Victoria volvió a sentir una ráfaga de vergüenza al recordar su poca piedad catalogando a aquella chica. Cuando llegó Jan, le dio la mano con menos energía que la otra vez, y le tendió tímidamente el libro con intención evidente mientras susurraba su nombre, «Marga», dando por hecho que no había motivo para que lo recordara. Alguien reclamó a Jan antes de que pudiese rubricar la primera página, y Victoria volvió a quedarse sola con ella.
– ¿Hace mucho que estáis juntos? -preguntó.
– ¿Quiénes? Jan y yo? No estamos juntos… Bueno, no en ese sentido. Somos amigos desde hace siglos.
– Ah. Oh. Lo siento…
– ¿El qué? ¿Qué no estemos juntos?
– No -se rió-. Haberlo preguntado. Es una impertinencia. Y, además, tampoco es asunto mío.
«Tienes razón, no lo es», fue la respuesta que tuvo Victoria en la punta de la lengua, pero luego recordó los fines de semana haciendo horas extras en una librería y las correcciones mal pagadas.
– No te preocupes. Le pasa a mucha gente.
Era verdad. Victoria, igual que el propio Jan, llevaba años respondiendo a ese tipo de inquisiciones. A pesar de todo, no se había acostumbrado a ellas, y todavía le molestaban, pero la pobre chica no tenía la culpa. Volvió a imaginarla dejándose los ojos sobre galeradas llenas de erratas para completar su magro sueldo de vendedora de libros, y decidió que al menos aquel día la señorita Marga Solano iba a tener un lugar de privilegio en el espectáculo que se había resignado a ver de lejos. Pasó la siguiente media hora paseando con ella de grupo en grupo, presentándole a un crítico de cine, a una actriz, al conductor de un informativo de televisión, a dos o tres escritores en el umbral de la fama… Definitivamente, la chica estaba pasando una tarde memorable, y Victoria se sintió bien consigo misma por habérsela proporcionado. Después de todo, era bastante simpática y menos simple de lo que le había parecido la primera vez.
– Ya estoy de vuelta. -Jan cogió una cerveza prácticamente al vuelo.
– A saber por cuánto tiempo. Marga, que te firme el libro antes de que alguien vuelva a llevárselo.
– Victoria, Victoria, Victoria… Sabía que iba a verte por aquí.
Era Jaime Alguero, director de un periódico de tirada nacional, y últimamente perejil de todas las salsas que se cocinaban en Madrid. Victoria siempre se preguntaba de dónde sacaba el tiempo para participar en una tertulia radiofónica, escribir dos artículos semanales, intervenir en programas de televisión y de paso dirigir un diario. Aquel tipo no le caía bien, pero era una de esas personas con las que es mejor mantener una relación cordial, así que le dedicó una sonrisa y un apretón en el brazo.
– Cuánto tiempo, Jaime.
– Vamos a tomar una copa. El hombre del día está bien acompañado, y yo tengo que hablar contigo.
Y, con las mismas, se la llevó a una esquina. Mientras sorbía sin ningún interés la segunda copa de aquel vino horrible y escuchaba la proposición de Alguero para escribir una columna en las páginas de opinión, pudo ver a Marga riéndose de algo que Jan había dicho. Tenía una risa preciosa, sonora y frágil. Una risa de cristal. De pronto le pareció mucho menos vulgar. Aquellas carcajadas nada escandalosas habían obrado una especie de prodigio. Jan seguía hablando, como si pretendiese azuzar el grato concierto de buen humor, y Marga le miraba con la expresión radiante de una quinceañera que acaba de aceptar una primera cita con el guapo de la clase. Victoria no supo por qué se notaba tan rara. De pronto, Marga le recordó a aquella Eva Harrington de la película de Cukor, y se avergonzó al reconocer que empezaba a sentirse como la mismísima Margo Channing.
Después de aquella tarde, y durante mucho tiempo, Victoria se preguntó cómo habrían sido las cosas de no haberse empeñado en pagar con amabilidad una absurda penitencia por su actitud supuestamente arrogante. Si hubiese contenido sus instintos piadosos, si no se hubiera empeñado en jugar al hada madrina. Si aquella tarde se hubiese limitado a saludar a Marga Solano en lugar de pasearse con ella por la fiesta, introduciéndola en todos los grupos como si se tratase de su mejor amiga o de su hermana menor de vacaciones en la ciudad. Llevaba siglos sin pensar en ello, pero ahora volvió a hacerlo, y se preguntó una vez más qué grado de responsabilidad tenía en el nacimiento de un romance sin pies ni cabeza. Porque aquella tarde el querido Javier Alonso Nance, famoso periodista y reputado politólogo, se colgó de una mujercita insignificante que ni siquiera estaba en su misma órbita. De alguien que, de haber seguido girando el mundo en la dirección adecuada, se hubiese contentado con suspirar por él desde la otra orilla de la contraportada de un libro. Y de pronto allí estaba Jan, telefoneando a Marga, invitando a Marga, yendo a buscar a Marga a la puerta de la librería mientras sus compañeras vigilaban entre risitas la llegada de aquella conquista de primer nivel. Y lo peor es que Victoria no se dio cuenta de lo que ocurría hasta que el propio Jan le confesó que iba a pedirle a Marga que se casara con él. A la inexistente, a la gris Marga Solano. Victoria prefería no darle demasiadas vueltas, pero íntimamente la elección de Jan había provocado en ella algo parecido a la decepción, y le dieron ganas de decirle: ¿y para esto has esperado tanto?
De todas formas, se alegró. Oh, claro que lo hizo. Por Jan. Y, sobre todo, por Solange. La niña se estaba criando en un afectuoso desorden de padre solícito, abuela amorosa y amiga bien predispuesta, pero no estaría de más que tuviese cerca algo parecido a una madre -ya que no se podía contar con Chloe para llevar con soltura semejante título-, y ésa era una necesidad que iría creciendo a medida que Solange lo hiciera. Sólo por eso, la noticia de la boda de Jan era ya algo digno de ser celebrado. Por otro lado, pensaba Victoria, un alto porcentaje de mujeres hubiesen considerado amenazante la presencia de una niñita de cinco años que iba en el lote del Príncipe Azul.
Sabía bien lo que significaba aquello, pues en su momento había sido una pequeña cenicienta cuando su padre viudo se casó por segunda vez. Es cierto que su madrastra no era la del cuento -jamás la obligó a levantarse al amanecer para fregar los suelos, ni a comer las sobras de la cocina-, pero siempre se las arregló para hacerle saber que estaba de más. La llegada al hogar de los gemelos -dos príncipes guapos y rubios que hubiesen complacido la imaginación del propio Andersen- la relegó definitivamente a un segundo plano. Fue entonces cuando la situación se complicó. La Reina Mala sugirió que, ya que los niños daban tanto trabajo y le absorbían todo el tiempo que no pasaba preguntando al espejo quién era la más hermosa del reino, ¿no sería preferible enviar a Victoria a un internado donde pudiera completar su educación? (Su educación. ¡Ja! Si estaba en mitad de la EGB, por el amor de Dios.) El caso es que el Rey Padre pasó por el aro. Superado el primer disgusto, Victoria se dijo que había tenido suerte: a otra huerfanita menos afortunada la habían enviado al bosque para que se la cargara un cazador, y acabó haciendo de criada para siete enanos mineros. Al menos, a ella la habían facturado a un distinguido colegio de Cornualles.
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