Así que aquella amistad con la que Jan había soñado quedó transformada en una especie de sucedáneo del cariño, en un afecto superficial que era preferible no poner a prueba. Por suerte, tanto Marga como Victoria habían aprendido a disimular. A ojos de un tercero, cualquiera hubiese podido pensar que eran las mejores amigas del mundo, y quizá ambas estaban orgullosas de haber sabido construir esa fachada de cartón piedra. Un decorado endeble de amor simulado que podría venirse abajo en cualquier momento de no estar allí Jan para reforzarlo de forma constante. Fue entonces cuando Victoria recordó que Jan ya no estaría nunca más, y se preguntó qué pasaría entre ellas a partir de entonces. Aunque, sin Jan, ¿qué más daba ya lo que pudiese pasar con Marga?
Victoria soportó el funeral sorprendentemente bien. De hecho, lo pasó casi sin enterarse, ensimismada como estaba en sus propias elucubraciones. Se fijó en que Solange y Marga tenían los ojos clavados en el féretro. Ella ni siquiera miró la caja. Jan se había marchado, y su cuerpo no estaba en ningún sitio. Al acabar la ceremonia, salió sólidamente protegida por Herder. Todo el que lo viera junto a ella, seguro y firme, grave y entero, pensaría a buen seguro que aquel hombre era algo así como una sólida roca, una playa avistada en medio de un naufragio, un saliente al que aferrarse para evitar una caída. No supo explicarlo, pero se alegró de pensar que juntos provocaban esa sensación. Quizá ése era su principal problema: lo mucho que en el fondo le importaba la opinión de los demás. Saber que todos la consideraban afortunada por llevar al lado a Herder van Halen no le dejaba tiempo para reconocer que quizá sería mejor estar sola.
Se escabulló buscando un taxi antes de que alguien la reconociera entre la gente. Por fortuna, los amigos más cercanos habían entrado en la capilla, y sólo quienes estaban en el tanatorio por puro compromiso habían consentido ocupar la última fila. Allí no había ningún rostro familiar, y Victoria se sintió aliviada. No le apetecía hablar con nadie.
Se acomodó en el taxi junto a Herder, que dio al conductor la dirección del hotel. Recordó la invitación de Marga para reunirse con ella y con Solange en la casa familiar, pero dudó unos segundos sobre la conveniencia de ir. De hecho, a esas alturas estaba ya solemnemente arrepentida de haber cedido al impulso de viajar a España. ¿Qué demonios estaba haciendo allí? ¿De qué servía su presencia en una ceremonia absurda a la que el propio Jan había sido ajeno? ¿Por qué había tenido que montar el numerito de la fiel amiga que pierde el bofe por acudir a un funeral? Jan ya estaba muerto así que… ¿Qué más daba que ella estuviese en Madrid o en Kuala Lumpur? Se quitó las gafas negras y se secó el sudor de las aletas de la nariz.
– Tengo que ir a la embajada.
La voz de Herder la sacó de sus cavilaciones.
– ¿Por qué?
– Hay un nuevo embajador. Le conozco, fuimos compañeros en un seminario en Brown. Quiere saludarme. Me ha invitado a comer.
Así que era eso. La solicitud de Herder, su atenta gestión de la crisis, su disponibilidad, escondían simplemente una ocasión de mantener un encuentro con un diplomático en un país extranjero.
– No creo que se alargue mucho. Espérame en el hotel. Duerme una siesta o… o date un baño.
«Qué considerado de tu parte organizarme la agenda.»
– De acuerdo. Que el taxi te deje en la embajada, nos queda de camino. Luego sigo yo al hotel. Te espero allí… o tal vez salga a comer fuera, ya veremos.
– ¿Qué tal estás?
Ella no contestó. Hizo con los hombros un gesto que podía entenderse como de resignación, aunque alguien más interesado en el comportamiento ajeno que el aspirante a senador Herder van Halen lo hubiese interpretado de otra forma. Lo que Victoria quería darle a entender es que no pensaba perder el tiempo en explicarle cómo se sentía, entre otras cosas porque tampoco lo iba a entender. Si en siete años había sido incapaz de comprender su relación con Jan, ¿cómo iba a hacerse una idea de lo que para ella significaba su desaparición definitiva?
El coche se detuvo frente a la puerta de la embajada. Un edificio horrible, pensó Victoria, y sintió cierto placer al compartir su impresión con su marido patriota y chauvinista.
– Debe de ser la embajada más fea de todo Madrid -le dijo al despedirse.
– Es por seguridad. -La besó levemente en los labios-. Procura descansar. Luego te veo.
El aire ardiente del mes de agosto entró por la puerta abierta. Victoria se reclinó en el asiento buscando la protección del aire acondicionado.
– ¿En qué hotel me dijo que se alojaban? -preguntó el taxista.
Victoria lo pensó un momento. Era lo más sensato que podía hacer: regresar a su habitación climatizada, pedir un almuerzo rápido al servicio de habitaciones, dormir una larga siesta, meterse en el jacuzzi. Luego, hacer el equipaje, llamar a la secretaria de Herder y pedirle que reservase dos pasajes de vuelta en el primer avión que saliese al día siguiente con destino a cualquier lugar de Estados Unidos. Poner tierra de por medio entre ella y los restos del desastre. Alejarse de Madrid, de su pasado, de su vida anterior. De todo lo que quedaba de Jan, y que, al no estar él, debería dejar de tener sentido cuanto antes.
Tomó aire unos segundos.
¿A quién quería engañar?
– En realidad, no voy a ir al hotel. Lléveme a la calle Recoletos. Me están esperando allí.
La casa de Jan. También era la de Marga, por supuesto, y obviamente la de Solange, pero había sido de Jan antes que de nadie, y a Victoria le gustaba pensar que también era un poco suya. Después de todo, ella le había ayudado a encontrarla, igual que ayudó a hacer la reforma, y a comprar los muebles y a dar de alta la luz, y el agua, y el teléfono. Era un piso precioso. Ciento ochenta metros cuadrados en pleno centro de Madrid, cinco balcones a la calle Recoletos, un salón inmenso y una cocina llena de luz. Había sido una ocasión de oro. Noventa millones de pesetas en 1996. Eso sí, estaba hecho una pena y hubo que gastar un disparate en arreglarlo. Pero por aquel entonces Jan estaba obsesionado con la idea de que necesitaba comprar una casa después de vivir durante toda la vida en distintos apartamentos de alquiler que habían pasado por todos los grados de habitabilidad que oscilan entre el lujo y la cochambre, siempre en función de la fase económica que atravesara. Sus trabajos irregulares le obligaban a adaptarse a las circunstancias, así que no le parecía ningún drama vivir en un apartamento de diseño y tener que dejarlo para instalarse en un estudio que hubiese podido ser calificado de pocilga. Pero luego llegó Solange, y en un par de años Jan asumió que no podía someter a una criatura a aquel ir y venir demencial. Era el momento de elegir un hogar definitivo, de decorar una habitación con nubecitas azules y lunares de color rosa.
Desde el punto de vista económico, era el mejor momento para dar el salto a la categoría de propietario. En aquella época Jan había empezado a jugar en Bolsa -a Victoria le daba miedo aquella forma de referirse al ejercicio bursátil, jugar, como si las subidas y bajadas fuesen en el fondo una partida de póquer-, y se le habían dado bien las inversiones. Era un tipo con suerte, reconocía él, aunque tampoco ocultaba a nadie que dedicaba dos horas al día a estudiar los movimientos precisos de aquel particular ajedrez. No se había hecho rico, por supuesto, pero sí ganado lo suficiente como para comprar aquella casa y convertirla en un lugar para vivir, lo cual no había sido nada fácil. Vic y Jan pasaron horas hablando con proveedores, lidiando con obreros informales, con vendedores de azulejos, instaladores de parquet y demás fauna y flora del acondicionamiento de viviendas.
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