Por fortuna, la reunión se disolvió temprano. A las cuatro. Y sin demasiadas contemplaciones, Frank Wilson declaró que tenía que descansar un poco.
– ¿Cuándo volvéis a Nueva York?
Herder miró brevemente a Victoria.
– Mañana por la tarde.
Ella se sintió confortada. Así que ya había fecha para el regreso. Se alegró. No le quedaba nada que hacer en Madrid. Sólo ver a Santiago y escuchar lo que tuviera que decirle. Y eso ocurriría en cuestión de una hora. Se despidió de Frank y de su mujer -a él, por cierto, se le empezaban a cerrar los ojos-, y escuchó cómo Herder y Lauren hacían votos por no perder el contacto antes de arrancarse a cantar por lo bajini una bochornosa cancioncita de su época dorada. Frank no les siguió al estribillo. Se había quedado dormido en su cómodo sillón de mimbre y ni siquiera aquella muestra de nostalgia en versión musical fue capaz de despertarlo.
Cuando se bajó del taxi, Victoria pudo sentir en el rostro una ráfaga de calor seco, y aquella sensación sirvió para acentuar su desánimo. Se había dado cuenta de que no tenía ganas de ver a Santiago. Incluso habría preferido regresar junto a los señores Wilson para seguir escuchando historietas de hermandad, siempre y cuando Frank hubiese vuelto ya del mundo de los sueños. Además, le resultaba difícil pensar que ella y Santi tuviesen algo que decirse después de tantos años y de tantas cosas que habían pasado. «Se trata de Jan», le había dicho, pero Victoria pensó que podría ser una argucia para proponer una cita que, en otro caso, ella probablemente no hubiera aceptado.
Habían quedado en una pastelería de la calle Serrano. Fue ella quien propuso el sitio, aduciendo que estaba cerca de su hotel, pero en realidad lo eligió porque se le antojaba un lugar impersonal y vacío de todo significado. El mejor territorio para reencontrarse con un tipo al que había amado desesperadamente durante más tiempo del que quería reconocer.
– Hola, Vic.
– Hola…
Le dio un beso en la cara, y una vez más se preguntó cómo era posible que Santiago pudiese provocar en ella semejante indiferencia si hubo un tiempo en que temblaba como una hoja sólo con que la mirase durante más de un segundo. Claro que de eso hacía más de un siglo.
– ¿Qué quieres tomar?
– Un té. Con hielo y limón.
Pidió lo mismo para él, y luego se sentó.
– Tengo que darte una cosa…
– ¿A mí?
– Sí. Es de Jan.
Perfecto. Santiago la había llevado a aquella cita en tierra de nadie para entregarle alguna tontería que había pertenecido a su amigo. Era el numerito sentimental que le faltaba para completar el cuadro. Se preguntó qué demonios le iba a dar. ¿Una corbata vieja? ¿Una de aquellas largas y feas bufandas de lana que a Jan le gustaba usar? ¿La pulsera de cuero que llevó durante algún tiempo? ¡Oh, qué absurda esa manía de convertir los objetos en símbolo de los buenos recuerdos, de los tiempos perdidos! Jan no era el tipo de persona que hace eso. Santiago sí. De él habría sido la absurda idea de convertirla en emocionada depositaría de algún cachivache mugriento que Jan ni siquiera recordaría.
– Toma.
No era un pañuelo usado, ni un mechero, ni ninguna otra cosa que hubiera podido imaginarse. Era un sobre sin abrir.
– ¿Qué es?
– ¿A ti qué te parece? Es una carta, Victoria. Una carta de Jan.
Parecía incómodo. Dejó el sobre encima de la mesa, y durante unos segundos Victoria pensó que iba a marcharse. No lo hizo. Se reacomodó en la silla y la miró de frente antes de seguir hablando.
Fue hace unas semanas. Llegó al despacho y me dijo que te diese esto si a él le pasaba algo.
– Pero ¿qué pensaba que le podía pasar?
– Pues eso le pregunté yo, pero ya sabes cómo era Jan cuando no quería dar explicaciones: «Tú guarda la carta y punto, y si dentro de cincuenta años no me he muerto, puedes usarla para limpiarte el culo». Eso fue lo que me dijo.
Cogió el sobre de la mesa. Victoria ni siquiera lo había tocado, pero de vez en cuando lo miraba de reojo, como si temiese que se pudiera evaporar. Santiago se dio cuenta de que tenía los labios tan blancos como el papel. En realidad, toda la piel de Victoria tenía la palidez cenicienta que deja la tristeza. Hubiese querido tomarla de la mano, pero no se atrevió. En lugar de eso le tendió la carta.
– Mira, reconozco que esto tiene un punto morboso. Pero sea lo que sea lo que hay dentro de este sobre, Jan quería que lo tuvieses tú.
– Oh, por favor…
La voz de Victoria se entrecortó en un sollozo. Santi no se sorprendió. De hecho, pensaba que había tardado demasiado en echarse a llorar. Pero no lo hizo. Se pasó la mano por los ojos y los clavó en él con cierta fiereza.
– ¿Y no insististe para que Jan te explicara a qué venía tanto misterio?
– Pues no, Victoria. Sabes mejor que nadie que Jan tenía sus rarezas, y pensé que ésta era una de ellas. Metí la carta en un cajón… Y, para ser sincero, no volví a acordarme de ella.
Victoria se dijo que aún no había acabado con Santiago.
– ¿Por qué no me la diste antes?
– ¿Antes? ¿Antes de qué?
– Antes… No sé… Llevo en Madrid dos días. Pudiste llamarme para decir que tenías la carta y entregármela en cuanto llegué. Antes del funeral… O justo después. ¿Por qué esperaste tanto? Yo no…
– Victoria, por todos los… No empieces con tus cosas, ¿vale?
– ¿Con mis cosas? ¿Qué quieres decir?
– Que estás deseando poder enfadarte con alguien. Si Jan hubiese tenido un accidente de tráfico, dirigirías tus iras hacia el conductor del otro coche o hacia los dueños de la BMW. Si se hubiese caído por la terraza, echarías sapos y culebras contra Marga por no asegurar los barrotes del balcón, y si le hubiese abierto la cabeza una maldita teja mientras paseaba por la calle, arremeterías contra el alcalde o… o contra el Ministerio de Fomento. Pero resulta que Jan se murió de un infarto que lo dejó en el sitio, y como no puedes echarle la culpa a nadie, andas buscando a cualquiera que haya hecho algo para empeorar lo que ha ocurrido, como si no fuese ya suficientemente malo.
Victoria miró a Santiago intentando parecer ofendida, pero en realidad había dado en el clavo. Desde que supo que Jan había muerto había estado buscando a quien responsabilizar para poder diluir la tristeza en cualquiera de las múltiples formas del rencor. Aunque a regañadientes, reconocía como natural ese comportamiento suyo, pues desde niña, y ante cualquier contratiempo, se sentía mucho mejor desplegando su rabia contra cualquiera que tuviese algo que ver en el asunto. Si en un examen caía un tema que no había estudiado, parte de la culpa la tenía el imbécil al que había pedido los apuntes y que no lo había incluido en el temario. Si la lluvia arruinaba sus vacaciones, el responsable era Herder por haber elegido la costa mexicana en lugar de los Hamptons. Si se le quemaba una hornada de galletas, era a causa de la llamada telefónica de un colega que la había distraído de su quehacer en la cocina. Una vez, cuando tenía catorce años, se rompió un dedo del pie al tropezar con una silla, y no paró hasta averiguar cuál de sus hermanos había sido el último en sentarse en ella y dejarla mal colocada. Aún ahora, treinta años después, recordaba perfectamente la diatriba feroz que había dedicado a Sergio, a quien hizo sentirse como un verdadero criminal por no haber arrimado la silla unos centímetros más hacia el oeste. Lo más curioso de todo, pensaba, es que a pesar del dedo roto y el dolor sordo que le martilleaba desde la uña, aquello la hizo sentirse un poco mejor. Y, sí, Santi tenía razón al decir que estaba buscando algún culpable, por lejano que fuese, del desconsuelo que había venido a invadir su vida.
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